En Jardim Gramacho, área metropolitana de Río de Janeiro, cartoneros que recolectan reciclables sobreviven con la ayuda de Dios: la única autoridad en quien creen. Después de la clausura del mayor vertedero de basura de la América Latina, hace 10 años, los trabajadores del reciclaje viven un proceso de exclusión a sólo 30 kilómetros de las playas de Copacabana. Habitan eso que fue el gran basurero
Texto: Caio Barretto Briso / Bocado*
Fotos: Bocado
RÍO DE JANEIRO, BRASIL.- Madera por madera, la choza de Nina emergió, y esos trozos de madera se convirtieran en su hogar. Cuando llueve, el aguacero atraviesa el techo y moja todo. En febrero durante tres días seguidos estuvieron así: usando la luz de las velas, sin electricidad. Agua en la pileta y en el inodoro tienen solo tres días por semana, pero hay calles enteras donde sus vecinos nunca fueron abastecidos. El saneamiento básico es una promesa más en la cloaca a cielo abierto de estas tierras de gente olvidada por el gobierno. Nina se mudó aquí, poco tiempo después de la clausura del vertedero. Con seis hijos y tres nietos, sueña tener una casa de bloques, pero el sueño está empolvado como las bolsas de cemento tiradas en su patio porque no tiene plata para más materiales de construcción. O compra arroz y porotos o encomienda bloques, arena, mortero.
Arina da Cunha Lopes, Nina, es una mujer negra de 42 años nacida en una familia de cartoneros del barrio Jardim Gramacho, en la ciudad de Duque de Caxias, región metropolitana de Río de Janeiro. Su casa queda a 35 km de la playa turística Copacabana, pero entre la vida que ella vive y la vida de quien mora cerca del mar hay una distancia oceánica.
Por 34 años Nina vio camiones de la empresa de limpieza de Río obstruir su barrio con la basura de casi siete millones de cariocas. Vio cómo el lugar se transformó en una ciudad de basura con una montaña de 60 metros de altura con residuos, una villa alrededor – donde vive Nina – y la mayor industria de reciclables del Brasil con más de dos mil cartoneros. Cuando el basural aún estaba abierto, Nina, su familia y sus vecinos vivían de las 6 mil toneladas de material llevados todos los días por 600 camiones de la Companhia Municipal de Limpeza Urbana más otros incontables camiones de construcción civil, de basura hospitalaria, de comida podrida.
Cuando los vehículos llegaban cargados de residuos sólidos, los cartoneros, a la distancia, ya sabían lo que vendría en cada uno. También los buitres y ratones que se mezclaban entre hombres y mujeres -la mayoría negras-: todos en búsqueda de supervivencia. La basura era vertida sobre la montaña tóxica, un lugar hasta hoy llamado “rampa”, desde donde se ve la inmensa y contaminada Bahía de Guanabara, esa postal típica de Río de Janeiro.
La realidad de los cartoneros de Gramacho fue mostrada al mundo en el documental “Lixo Extraordinario” -en inglés Waste Land-, del artista plástico carioca Vik Muniz,. La película que estuvo nominada al Óscar en 2011 muestra la vida cotidiana de esas personas mientras, impulsados por el artista que los filmaba, ayudan a transformar parte de la basura recolectada en obras de arte. Un año después del estreno del largometraje, el vertedero fue clausurado para siempre pero su olor y el calor del gas metano todavía se sienten en el aire con tanta materia orgánica que se pudre abajo de la tierra.
El mayor vertedero de América Latina fue clausurado a las apuradas por el entonces intendente Eduardo Paes, un hombre experto en propaganda política, dos semanas antes del inicio de Río+20, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Desarrollo Sustentable. Dijo aquel día que “Río no va a admitir más la violencia contra el medio ambiente”. En el mundo ideal, cerrar la puerta del vertedero con un candado como lo hizo Paes -alcalde otra vez desde 2021- sería el comienzo de una administración moderna de residuos que incluiría también el cierre de todos los vertederos del país y la urbanización total de los barrios alrededor. Pero en el mundo real de Jardim Gramacho, las leyes de la vida son otras y desde junio de 2012, hace casi 10 años, cuando se clausuró el vertedero se impusieron el hambre, la miseria y el miedo.
De la noche a la mañana, los cartoneros perdieron su única fuente de ingreso económico y cayeron en un limbo del cual nunca pudieron salir, arrastrando a maridos y esposas, hijos y nietos, tías y sobrinos. Personas que escucharon promesas que nunca fueron más que sueños: “curso de capacitación”, “urbanización”, “centro deportivo”, “escuela”, “hospital”, “plantación de árboles”, ”departamentos sociales”. Caminar por las calles de tierra del barrio revela que aumentó el número de vertederos clandestinos en terrenos próximos, uno de ellos a pocos minutos de la entrada principal del antiguo vertedero. El movimiento de camiones es constante, llegan con basura de construcción, con poco o nada reciclable.
Nina se despierta todos los días a las 5 de la mañana. Su alarma es el gallo de un sobrino que canta en la casa de al lado. Otros parientes, tíos y primos también viven en el mismo terreno; todos son cartoneros y dependían de lo que ganaban en el vertedero. Hoy van en busca de basura a barrios lejanos. Ella prepara su café y se alista en la penumbra del amanecer aunque su casa es siempre así, oscura, no la ilumina ni el sol del mediodía porque tiene ventanas muy pequeñas y da al fondo del terreno.
Nina camina hasta la Coopergramacho. Cruza toda la Calle Tocantins, donde vive, hasta llegar al lugar donde es vice-presidenta de la cooperativa de reciclaje, una de las 18 que todavía existen en la región aunque cada una está en situación peor que la otra.
Nina es una líder tanto en la comunidad como en la cooperativa. A las 6:30 de la mañana ya está barriendo el piso del lugar de trabajo. Una de las promesas no cumplidas por el poder público es construir un galpón para que los cooperativistas almacenen los reciclables. Sin ese techo, todo queda expuesto a la humedad, bajo sol y lluvia, las cosas se dañan y eso hace bajar los precios: les pagan menos por lo recolectado. Cada cooperativa busca y recolecta su propio material, sea en los barrios privados de ricos en Leblon como en empresas privadas del centro de la ciudad.
––Cerraron nuestro vertedero y empezaron a enviar camiones para la ciudad de Seropédica, donde todo es tirado al vertedero, incluso el material para reciclaje. ¿Por qué no lo traen para acá como nos prometieron? La compañía municipal (Comlurb) solo permite que vayamos a buscar el material con nuestro camión una vez por mes. ¿Por qué no podemos ir todos los días? Están enterrando oro allá y nosotros acá pasando hambre. Lo que las personas todavía no entendieron es que la basura es oro––, dice Nina mientras llegan los primeros de los siete trabajadores.
––Si la Comlurb nos diera el material podríamos dar empleo por lo menos a 100 mujeres cartoneras. Hoy solo tengo tres batedeiras (personas que separan los reciclables en la cinta) y cuatro hombres. La promesa era que con el cierre del vertedero las cooperativas serían fortalecidas. Nosotros lidiábamos con la basura pero era un buen trabajo porque teníamos valor como trabajadores, ¿cuál es el valor que tenemos ahora?
Domício Moreira de Sousa, de 62 años, trabaja desde los 15 años haciendo la misma cosa. Está sentado en una silla en la puerta de su choza esperando el almuerzo. Se ve triste. Es más joven de lo que aparenta su rostro cincelado por el sol. Está enojado: trabajó de las cuatro de la mañana hasta las dos de la tarde y ganó solamente veinticinco reales (unos cinco dólares). Con esa plata, el padre de 11 hijos apenas tendrá 2.5 reales para alimentar a cada uno.
Domício ha vivido desde de chico los cambios en el destino de la basura en Río de Janeiro: desde la entrada Río-Petrópolis hasta la Cracrinha, en Duque de Caxias, antes de empezar a funcionar en 1974 el vertedero de Jardim Gramacho. Él y su familia fueron siguiendo el camino de la basura, trabajando y viviendo en cada uno de esos lugares porque es en la basura donde saben transformar hambre en panza llena. Pero desde que el vertedero de Gramacho fue cerrado, hace diez años, el ingreso familiar cayó un 75% (antes ganaba un mínimo 100 reales por día).
––¿Que habrá hoy para el almuerzo, Dom Domício?
––Solomillo–, contesta en tono de broma pero sin dejar el mal humor, provocando risas en sus hijos y nietos. El menú de hoy es huevo, arroz y poroto. “Solomillo” es como comenzaron a llamar al huevo en la pandemia, con ironía por la falta de carne en su dieta. Es lo que comen en un día normal, sólo compran carne o pollo cuando sobra dinero.
––Tengo muchas marcas en el cuerpo ––recuerda el viejo cartonero––. Yo las llamo “cicatrices de la basura” principalmente por el vidrio roto que corta nuestra carne. Una vez un pedazo de hierro atravesó mi pie. Seguí trabajando hasta el fin del día y al día siguiente también.
Su hija Elaine da Silva, de 32 años, también trabajó en la rampa del Gramacho. Cuenta que en aquellos tiempos llevaba “vida de lujo”: los cartoneros tenían dinero para comprar casa, moto, auto. Cada tanto le gusta ir a escondidas hasta el lugar donde la basura era tirada, allí donde arrancaba la carrera de los cartoneros por materiales. Elaine dice que ahora en la cumbre de la montaña de basura, tomada ya por el pasto, crecieron varios árboles frutales como guayaba, maracuyá, coco y pepino. Desde que se terminó la rampa, cuenta, mucha gente está pasando hambre porque ahí estaba el sostén de todos los días.
––Era una vida de lujo. Mi madre tenía las manos llenas de anillos. Nosotros encontrábamos dólares en el vertedero, encontrábamos oro, hallábamos hasta lo que no estábamos buscando. Me acuerdo de una señora canosa que halló un rosario hecho de oro y lo vendió por seiscientos reales (unos 120 dólares).–Elaine cuenta, sin poder trabajar hace años, sin perspectivas. -La botella de aceite ahora está costando R$10. La garrafa de gas, R$100. Todo lo que conseguimos en una iglesia como kit básico de alimentación en la Navidad, ya se terminó. Lo que falta para nosotros es trabajo.
Nina tiene un rol social importante en la comunidad: ella es quien involucra a los vecinos en la lucha por mejoras. Por ejemplo, organizó una colecta de dinero para cambiar los cables de la red eléctrica después de un cortocircuito. Juntó mil 800 reales y cada habitante dio solamente veinte. Nina es un punto de equilibrio en Jardim Gramacho, siempre atenta a la distancia entre lo que fue prometido y lo que fue entregado para mejorar la vida de los cartoneros.
––Nos mostraron una maqueta con predios y árboles, parecía otro lugar de tan lindo. Diez años después, ni asfaltada fue esa calle. ¿Dónde están el hospital, el centro deportivo con parques para los niños? ¿Dónde está la escuela nueva?, porque en mi casa tengo dos niños y no encuentro vacante para ellos. Esta es una tierra sin oportunidad. Mucha gente se va de Gramacho para trabajar con basura en otros lugares como en el barrio del Caju o para cartonear por las calles. Salimos a trabajar y no tenemos con quién dejar a nuestros hijos. Muchos niños están sin clases, lo que nos obliga a las madres a quedarnos en casa con ellos o a dejarlos con sus hermanos más grandes, que todavía son niños.
En las calles sin asfalto de Jardim Gramacho, el polvo sube cuando pasan camiones de la basura que clandestinamente van a tirar residuos sólidos en terrenos dominados por traficantes de drogas, los verdaderos dueños del lugar en la ausencia del intendente y el gobernador. Las autoridades saben, la policía sabe, pero es como si nadie supiera porque nadie hace nada. Algunos días de la semana, también llegan camiones con restos de comida y tiran la basura orgánica en Gramacho. Se ven entonces chanchos comiendo junto a un caballo cerca de una casilla. Hay basura por absolutamente todos lados.
La falta de trabajo y de asistencia social son dramáticas. Obliga a mujeres que siempre trabajaron como cartoneras a hacer lo que nunca hicieron, porque deben alimentar a sus hijos. Vera Lucia Lemos, de 29 años, tuvo que empezar a ser “carroñera” luego de ser mamá por primera vez a los 16 años. Era 2010 y la montaña de basura estaría abierta apenas por dos años más. Vera dice que era “dinero fácil” pero desde que el vertedero fue cerrado, ella depende de donaciones para sostener a sus tres hijos y quedó dislocada en el mercado de trabajo: nunca recibió cursos de formación profesional en otra área, al revés de lo que le habían prometido.
––Nunca me pareció mal trabajar en el vertedero. Era muy bueno, empecé muy joven y allá me sentía en casa. Pero después de que me separé de Eduardo, el padre de mis hijos, todo empeoró. Nos peleamos porque él quería quedarse conmigo y con otra mujer, y yo no acepté. Mira, voy a ser muy sincera: yo no mato ni robo, pero del resto hago de todo. Si tengo que salir con alguien para darle de comer a mis hijos, salgo; no me avergüenza contarlo. Es mejor hacer lo necesario para que ellos no pasen hambre. Las clases están volviendo: ¿cómo voy a comprar material escolar?, ¿la mochila, las zapatillas, la ropa? Por eso estoy en la calle, para ver si consigo dinero–– explica Vera, que es comadre de Nina, mientras camina bajo el sol caliente del área metropolitana de Río de Janeiro.
Nadie parece interesado en desarrollar Jardim Gramacho: si hubiera interés no dejarían a las personas de ese barrio agonizar a cielo abierto, con madres prostituyéndose para que sus hijos no mueran de hambre. El municipio de Duque de Caxias, ciudad del área metropolitana que tiene uno de los índices de Producto Interno Bruto más altos de Brasil, por increíble que pueda parecer no tiene ningún proyecto de reciclaje, aunque haya tenido hospedado por tantos años el más grande vertedero del continente.
El municipio de Río de Janeiro, principal responsable de la basura llevada para allá durante 34 años, está libre de responsabilidad porque, a partir del Plan Nacional de Residuos Sólidos aprobado en 2010, la recolección de basura es responsabilidad de cada municipalidad y Jardim Gramacho, aunque está pegado a Río, formalmente pertenece a otra ciudad (Duque de Caxias). Es una situación muy rentable, ya que hasta hoy una parte del vertedero pertenece a Río y así el 18% del gas metano explotado en su terreno puede ser y es usado para generar energía para una empresa privada. Una de las promesas decía que parte del 18% se usaría para capacitar al barrio y a sus profesionales del reciclaje, pelo el dinero nunca ha salido del cofre de Río.
¿Y qué pasó con los otros vertederos del país más allá de Jardim Gramacho? Llegaron a existir 3.257 de los cuales, en 2020 quedaban 2.707. Pero esa cuenta no incluye a los vertederos clandestinos que emergieron posteriormente: y solamente en la Baixada Fluminense, cerca de Gramacho, son por lo menos veinte. El cartonero Wellington Cunha de Sousa, de 18 años, trabaja arriesgándose en uno de los vertederos irregulares de Caxias aunque no recomienda:
––La vida es muy barata en esos lugares, te matan por un real. Si fueran solamente cartoneros no habría problema pero hay mucha área de paramilitares por acá y ellos están siempre rondando los vertederos para ocultar cadáveres. Mira el tipo de cosas que necesitamos enfrentar para ganar una mierda––, dice el joven que abandonó la escuela porque necesitaba pagar los gastos de su familia. Sueña con seguir la carrera militar pero el curso de preparación para el exámen cuesta 350 reales por mes, unos 70 dólares, imposibles para él.
Es de personas negras que estamos hablando. Son ellas las que trabajan con la basura desde que los portugueses llegaron a Brasil.
En aquella época, una nueva categoría de esclavos fue creada por el emperador Juan VI para “limpiar” las calles del centro de la ciudad que estaban llenas de basura, heces y restos de comida. Los esclavos recolectaban basura en las calles y en las casas de los ricos portugueses en cestos de madera y arcilla. El estiércol ácido que se derramaba de los cestos por sus cuerpos manchaba sus pieles y por eso eran llamados “tigres”.
La exclusión que hoy viven los habitantes de Jardim Gramacho es la continuación de ese pasado que, antes como ahora, incluye no sólo a brasileños. Hay una comunidad congoleña que se formó en el ex gran basurero aunque muchos de ellos, traumados, ya salieron de allí rumbo a Estados Unidos; migrantes que emprendieron un tortuoso camino conducido por coyotes (personas que cobran para guiar a los migrantes por los peligrosos caminos que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos).
––No sé todavía qué estoy haciendo acá en este lugar. En realidad, no tengo dinero para comer, menos para salir del país. Mis hermanos ya se fueron, solo falta que vaya yo. Es un viaje muy caro, de 3 a 4 mil dólares. Pero tengo miedo de quedarme acá para siempre–, cuenta el congolés Gerard Nzuzi, de 48 años.
Es difícil creer esta tragedia en un barrio donde viven 50 mil personas y que años atrás recibió tanta atención internacional a partir del documental “Lixo Extraordinario”. El artista perdió el Oscar, pero Jardim Gramacho ganó notoriedad. Años antes, en 2006, el documentalista Marcos Prado había estrenado “Estamira”, retrato de una sabia trabajadora de Gramacho que sufría problemas mentales.
Protagonista de “Lixo Extraordinario”, Sebastiao Santos es presidente hasta hoy la Coopergramacho, cooperativa fundada en 1996. Fue de su madre, la primera de la familia en heredar “el arte de trabajar con materiales reciclables”, como dice. Después de la película, Tiao, como le llaman todos, recorrió el mundo hablando de la causa de los cartoneros, valorizando el trabajo de esas 800 mil personas responsables de reciclar en forma precaria, sin absolutamente ningún apoyo, casi toda la basura del país. Solamente la Coopergramacho, tiene cerca de diez recicladores contratados, con ellos el año pasado recuperó 460 toneladas de cartones, plásticos, aluminio, metal y vidrio, generando 360 mil reales (más de 71 mil dólares). Tiao se siente triste por haber tenido la oportunidad de ver y vivir experiencias que sus compañeros no tuvieron pero lo que lo ha sumido en una depresión es algo todavía más perturbador.
-–Yo me sentía culpable por el cierre del vertedero. Lloro hasta hoy por eso. Cargo con la culpa de quien creyó en un montón de cosas, un montón de falsas promesas. No solo siento culpa, también mucha rabia de mí mismo, rabia de todo. Hoy soy un hombre de 43 años, tengo la mente mucho más madura, pero todavía me siento culpable.
En ese difícil proceso interior, Tiao tuvo que irse de Jardim Gramacho pero vive a pocos minutos de distancia, en otra comunidad de Duque de Caxias. Le ha costado reencontrar su lugar en el mundo, empezó a ser atendido por una psicóloga, y así hoy en día está más fuerte para seguir la lucha, consciente de que no puede contar con nadie además de los cartoneros. Sus ojos brillan cuando habla sobre reciclaje.
–En la Ley 12.305 que creó la Política Nacional de residuos sólidos los cartoneros somos citados más de 20 veces. La ley habla de nuestros derechos y dice “quien es contaminador, es pagador, y quien contribuye para descontaminación, es recibidor”. ¿Cuántos cartoneros reciben dinero por el servicio prestado? Casi ninguno, el 95% de los cartoneros no recibe ni un centavo. Nuestra lucha es solitaria, todo es hecho por nosotros, con nuestro dinero, sin apoyo de la municipalidad de Caxias, de la municipalidad de Río ni del gobierno federal ––dice Tiao con los ojos en llamas–-. Este lugar sufrió durante casi cuatro décadas el derramamiento de residuos y, todavía así, construimos en la comunidad el mayor mecanismo de generación de trabajo e ingreso económico con reciclaje de todo el país. Y fue desactivado.
¿Cómo puede el lugar que sufrió un proceso de exclusión con la llegada del vertedero pasar por una nueva exclusión después de su cierre? La única promesa cumplida por los gobernantes fue el pago de una indemnización de 13,9 mil reales (2750 dólares) para 1.707 cartoneros que estaban registrados. Para aquellos que tienen familia y no tienen trabajo, ese dinero está lejos de ser una cantidad significativa. Sin ninguna orientación de cómo usar ese recurso, la mayoría de los cartoneros dejó el dinero en los mercados y bares de la región. De acuerdo con Tiao, que se emociona al contar su historia, es necesario romper con el ciclo vicioso para que haya un fin en la exclusión de los cartoneros.
–Nadie se hace cartonero porque es ambientalista, porque quiere salvar al planeta. Pero nosotros somos los que hacemos un trabajo duro y esencial, somos responsables del 90% de la basura reciclada del país. Mi madre no era ninguna loca que quería llevar a sus ocho hijos dentro de un vertedero. Mi padre se volvió alcohólico, quedó desempleado, y mi madre tuvo que cuidarnos. Es la historia de la mayoría de los cartoneros de Brasil, y en verdad la mayoría (63% según el Instituto de Investigación Económica Aplicada) son cartoneras, negras, madres de familia. Como Nina, que es la continuación de la historia de mi madre. Solo es posible romper ese ciclo a través de políticas públicas, no con promesas.
Tiao recuerda que cuando el vertedero fue clausurado las autoridades de Río acordaron el Plan De Enclaustramiento de Jardim Gramacho. Pero la recuperación del pasivo social y ambiental, la generación de trabajo e ingreso económico, la construcción de un barrio cerrado para que las personas pudieran vivir de manera digna: todo quedó en el mundo de las ideas. Estaba previsto también el uso de la explotación del gas metano presente en el suelo del vertedero como compensación por todos los daños causados en Jardim Gramacho por Río de Janeiro, la segunda ciudad más grande del país. Pero la mayoría de sus 7 millones de habitantes no tiene idea de qué pasa en el antiguo vertedero, ni tiene idea del camino que hace su propia basura, como si desapareciera mágicamente cuando sale de casa. Nadie sabe cuánto gana ahora el municipio con el gas metano y ni un real de ese dinero fue usado para mejorar al barrio o capacitar a sus cartoneros. De acuerdo con Tiao, “desde el cierre, nunca más se habló de ese tema”.
En una cooperativa vecina, la Cooper Nova Era, donde trabajan hasta el momento diez cartoneros, la situación está muy difícil, sobre todo después que el precio del cartón bajó a 30 centavos de real por kilo, unos cinco centavos de dólar cuando hace pocas semanas valía el cuádruple. Lo ideal para ellos sería mudarse a Río, pero ¿cómo van a pagar un alquiler? La municipalidad de Caxias nunca les ha dado apoyo ni han podido acceder a la secretaría municipal del Medio Ambiente.
-–Nuestra situación es terrible pero somos brasileños, intentamos hasta el fin. La comisión municipal nos dona material diciendo que es reciclable pero tenemos que pagar el flete. Ellos deberían tener una obligatoriedad con Gramacho pero nos dan esa limosna porque no existe justicia en este país. Entonces tenemos que rogar para recibir ese material, aunque resulte luego una limosna–– afirma Ana Paula Serafim da Silva, de 47 años, también una mujer negra, presidenta de la cooperativa y cartonera desde los 11 años.
Con tamaño abandono de los trabajadores, no es de sorprender que el reciclaje sea uno de los obstáculos para la Política Nacional de Residuos Sólidos, y que Río de Janeiro tenga índices bajísimos: recicla apenas entre un 5 y un 7 por ciento de los materiales potencialmente reciclables. Muy similar a lo que ocurre a nivel nacional: por año en todo el país son generados casi 80 millones de toneladas de basura pero solamente el 4% se recicla. Son datos de la Asociación Brasileña de Empresas de Limpieza Pública y Residuos Especiales (Abrelpe). Cerca de 12 millones de toneladas de residuos son descartados en el medio ambiente dejando de generar trabajo, ingreso económico y la reutilización de materiales.
Oportunidades desaprovechadas porque así cada año, Brasil deja de generar 2,7 billones de dólares por falta de destino apropiado. De acuerdo con una investigación de septiembre de 2021 de la Firjan con base en datas públicas oficiales, sólo en Río de Janeiro la pérdida es de 196,7 millones de dólares por año.
–Tenemos 50 mil personas en Jardim Gramacho que saben todo de residuos. ¿Por qué no capacitamos a esas personas y usamos sus conocimientos? Estamos hablando de vidas. Nadie nunca penalizó a los responsables por lo que viene pasando allá. Hay personas muriendo, personas en la miseria, falta de agua, falta de saneamiento, falta de salud, falta de educación. ¿Qué más se requiere para que hagan algo? Existe una cosa que es vivir, y la mayoría de nuestra población vive bien. Otra cosa es sobrevivir, y en Gramacho se sobrevive–– afirma Luise Valentim, consultora de sustentabilidad, ingeniera ambiental con foco en residuos y saneamiento que estudia Jardim Gramacho desde hace nueve años.
Es mediodía, hora del almuerzo en la casa de Nina.Ella hace una oración antes de servir la comida. Sus hijos y nietos sonríen: es día de carne.
–Soy evangelista y recibí durante el culto el mensaje de que Dios me daría un trabajo. Yo estaba con muchas deudas, sin saber cómo iría pagar. Ese trabajo en la cooperativa es una bendición de Dios– dice Nina con labial en la boca y maquillaje en el rostro porque está en su semana de vacaciones. –Sé que está todo mal, pero mucha gente está peor. No dejo de agradecer.
Nadie en la choza sabe cuándo volverán a comer carne, menos cuándo van a tener una casa de ladrillos donde no falte agua para cocinar ni bañarse, ni luz para que los niños puedan ver dibujos animados. Pero es la hora de comer y todo parece estar en paz. Como el kilo de la carne está a precio de oro, Nina reparte tres trozos pequeños para cada uno y los mezcla en el plato de los niños. Los trozos desaparecen en la blancura del arroz.
*Este reportaje fue producido por la red de periodismo latinoamericano Bocado.lat
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