2 noviembre, 2019
El autor acompañó durante cuatro meses a las peritas –son mujeres, en su mayoría– del Departamento de identificación del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO), en la Ciudad de México. En este ensayo narra lo que vio, los procesos de deshumanización que la burocracia generan, y cómo algunos muertos «valen» más que otros
Teto: Josemaría Becerril Aceves
En México, encontrar un cadáver cuya identidad desconocemos es, a la vez, un recordatorio de las consecuencias más crueles de la guerra que vive este país y un tesoro que ofrece la oportunidad de conocer el destino de alguno de nuestros miles de desaparecidos. Aunque buscar no sólo es exhumar, hasta ahora, el principal método para encontrar a los desaparecidos y dilucidar qué ha pasado con ellos ha sido la localización, identificación y restitución de restos humanos desconocidos.
Idealmente, ante un cadáver desconocido, la labor de responder con certeza quién era, cómo murió y quién lo mató sería la responsabilidad única de los servicios médicos forenses (SEMEFO). Sin embargo, como lo han vuelto evidente quienes buscan de manera organizada a sus familiares ausentes, el Estado mexicano ha sido incapaz de satisfacer la exigencia colectiva de conocer la verdad sobre los cuerpos que diariamente se multiplican.
Poco sabemos aún sobre aquello que ocurre al interior de los SEMEFO. El caso más sonado, sobre el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses (IJCF), nos enseña que, en lugar de tratar dignamente los cuerpos que deben identificar para subsanar mínimamente la violencia que han sufrido, los semefo tienen como efecto rutinario la profundización del sufrimiento de sus familiares y de su memoria como sujetos.i
Con el objetivo de reflexionar en torno a esta pregunta, durante los últimos cuatro meses acompañé la actividad cotidiana de los trabajadores del departamento de identificación del Instituto de Ciencias Forenses (incifo), donde llegan todos los cuerpos encontrados en la capital del país cuya muerte resulte sospechosa o cuya identidad no pueda ser inmediatamente establecida por las agencias del Ministerio Público (mp).
A pesar de que la Ciudad de México no es una de las geografías más afectada por la violencia extrema de la actual guerra ni la crisis de desaparición de personas, en los últimos años han proliferado en esta ciudad formas de maltrato corporal tradicionalmente asociadas con las lógicas de acumulación, depredación y precariedad neoliberal.
La extorsión, el secuestro, la violación, la trata de personas, los homicidios y la exposición pública o la desaparición de los cadáveres son formas frecuentes de violencia en la Ciudad de México y su área metropolitana. Al interior del incifo, el indicador más evidente de esta violencia naturalizada, omnipresente y sin término es que en lo que va del año ya han ingresado 4,250 cadáveres, casi alcanzando los números totales de ingresos en los últimos cuatro años y superando los registros anuales de 2006 a 2014.
Aunque las condiciones en el INCIFO están lejos de ser ideales – los salarios son bajos para el nivel de especialización de los trabajadores, la comunicación y colaboración con los ministerios públicos es nula, y el ambiente laboral está cargado de tratos sexistas y degradantes hacia las trabajadoras –en comparación con otras morgues del resto del país los resultados parecen mejores: no hay una saturación de cadáveres, se conserva la trazabilidad de los cuerpos, el material de trabajo no escasea de manera evidente y el número de forenses especializados es alto.
Estas observaciones, entonces, no pueden simplemente extenderse al conjunto del gobierno forense en México.Y sin embargo, a continuación presento algunas características en las rutinas de identificación y restitución de restos humanos en el incifo que tienen efectos sobre la reproducción de la violencia estructural sobre los cuerpos y la “des-cuidadanización” de los sujetos muertos y de sus familiares.
Comenzar a hablar sobre qué sucede localmente en cada SEMEFO es fundamental para comprender a dónde llevan a los desaparecidos y qué les hace el Estado cuando han muerto.
En el departamento de identificación del INCIFO el trabajo cotidiano es, principalmente, en el anfiteatro y en el escritorio. En un día cualquiera, después de haber permanecido durante varias horas en el sótano del Instituto, describiendo y recabando en formularios estandarizados las huellas dactilares, los datos dentales y las señas particulares de cada cadáver que la fiscalía ha enviado como desconocido, las 15 peritas (la absoluta mayoría, aunque no todas, son mujeres) del departamento pasan una gran parte de su jornada laboral sentadas frente a sus escritorios en el segundo piso del edificio, transcribiendo la información que antes recabaron en el anfiteatro u ordenando cientos de archivos físicos. Estos documentos son la herramienta esencial de la identificación pues les servirán para intentar establecer un match entre las características de un cadáver desconocido (datos post-mortem) y la información de una persona desaparecida (datos ante-mortem).
A pesar de que los expertos forenses reivindican la cientificidad de este procedimiento de identificación, mi estancia en el incifo permite señalar que tanto la obtención de datos post-mortem como ante-mortem es una operación fundamentalmente social que reproduce constantemente las mismas condiciones de marginación que permitieron la muerte anónima de una persona.
No cualquiera llega como cadáver a los semefo, sino que la posibilidad de sufrir una muerte violenta está íntimamente ligada con la precariedad social y la exposición en vida a la violencia sistémica. De la misma manera, en el anfiteatro del incifo existen tratamientos desiguales según las características físicas observadas en el cadáver. Estas características son, normalmente, la inscripción corporal de una desigualdad social.
Al interior del Instituto existe una distinción informal entre cuerpos fácilmente identificables y cadáveres que nadie buscará. Las personas cuyo cuerpo nos dice que probablemente vivieron en condiciones de pobreza extrema forman parte del segundo grupo; mientras que en las primeras están los y las jóvenes con escaso tiempo de haber muerto y con múltiples tatuajes fácilmente descriptibles, por ejemplo.
Pensar a una persona como fácilmente olvidable (porque nadie la buscará) tiene efectos prácticos que confirman esta sentencia: en muchas ocasiones los cadáveres con piojos eran descritos desde lejos, para evitar tocar el cuerpo; en otros casos, cuando las cicatrices en las extremidades eran tantas por el trabajo físico realizado constantemente en vida, se describían rápidamente y de manera imprecisa. La información sobre el cadáver era, en consecuencia, insuficiente para identificarlo.
Cuando se observa la manera como los trabajadores interactúan con los cadáveres en la morgue, se vuelve evidente que no solo la degradación corporal por la violencia o los procesos de putrefacción dificultan la identificación de una persona sino también la atención que se le otorga al cuerpo. La dedicación en la tarea de su descripción anatómica varía según nuestras ideas sobre – como diría Judith Butler – qué vidas pueden ser lloradas y cuáles pueden ser condenadas al olvido porque ni siquiera debieron haberse vivido. Esta distribución socialmente desigual del valor de la vida y, por ende, de la preocupación sobre la necesidad de identificar un cuerpo es particularmente visible cuando algún crimen recibe una importante atención mediática y política.
Si, al llegar al Instituto, los trabajadores encuentran reporteros y camarógrafos fuera de las instalaciones, saben que al interior del anfiteatro encontrarán algún cadáver recomendado que deberán atender de manera prioritaria. A pesar de que las trabajadoras del departamento de identificación reconocen la injusticia de estos privilegios post-mortem, se ven obligadas a otorgarles más atención forense que otros cuerpos, a analizarlos antes que los demás, y a aceptar que sus familiares evadan requisitos formales que otros tendrán cumplir.
La atribución de esta categoría informal no es aleatoria sino que tiende a ir de la mano con cuerpos que, en vida, han pertenecido a grupos de la población cuya muerte es considerada una tragedia más inaceptable y que suscita mayor interés cuando ocurre. En los casos de un joven universitario de clase alta o en los de algún ciudadano extranjero, entre otros, a los familiares nunca se les exigió presentarse para responder la entrevista sobre los datos de su desaparecido o se expidieron oficios de identificación donde se mencionan métodos de identificación que normalmente son inaceptables científica y jurídicamente, como la ropa que se encontró con el cuerpo.
En un horario de 10 am a 7 pm, las 15 peritas del Departamento de identificación (la absoluta mayoría, aunque no todas, son mujeres) reciben a familiares de desaparecidos quienes, en cubículos aledaños a las oficinas de las peritas, deben contestarles una muy larga entrevista sobre las características físicas de la persona que buscan, sobre sus hábitos, sobre su última vestimenta conocida o sobre la situación de su desaparición. Una gran parte de estas respuestas resultará inútil porque los cadáveres desconocidos ingresan al Instituto sin su ropa ni objetos personales – que les han quitado en el mp – y porque las peritas no conocen prácticamente nada de la vida de estos muertos, además de lo que puedan encontrar en las carpetas de investigación. Así, la mayoría de las hojas de este formulario de entrevista – donado en 2014 por el Comité Internacional de la Cruz Roja – quedan vacías y sólo sirven para aumentar las pilas de papeles que se acumulan al fondo del pasillo.
A pesar de la dedicación de cada una de las peritas al realizar la confronta entre los datos de una persona desaparecida y la información de los cadáveres, algunas posibles coincidencias pueden escaparse fácilmente dado que la búsqueda depende únicamente de herramientas manuales. Ningún método digital se utiliza al cotejar los archivos y, en la práctica, se debe pasar hoja tras hoja de todos los cadáveres que han ingresado desde la fecha de la desaparición de una persona hasta el día que se presentaron sus familiares.
Por la dificultad de revisar cada documento, normalmente las peritas se enfocan en buscar coincidencias de edad, estatura y sexo; y profundizan su lectura sólo cuando existen sospechas suficientes. La fiabilidad de este método no es la mejor, sobre todo cuando consideramos que la edad anotada en las hojas de los cadáveres no ha sido obtenida mediante estimaciones antropológicas del incifo, sino que ha sido deducida visualmente por los agentes del mp, quienes tienden a asignar categorías de edad según el sexo de la persona muerta. Según los policías, las mujeres normalmente tienen entre 20 y 25; los hombres entre 30 y 35.
Aunque la mayoría reconoce el profesionalismo de las trabajadoras del Departamento de identificación, para los familiares de desaparecidos buscar verdad a través del Estado es un viacrucis burocrático. A lo largo de los últimos veinte años, el Departamento de identificación ha logrado formalizar la recepción y atención de quienes buscan a sus desaparecidos.
Si antes se les hacía pasar al interior del anfiteatro de necropsias para mostrarles cada uno de los cadáveres, ahora existe un complejo ritual de confirmación de la identidad que incluye entrevistar a los familiares; enseñarles las fotos de todos los cadáveres ingresados desde la fecha de la desaparición, haciendo énfasis sobre los que podrían coincidir con su ser querido; y pedirles que confirmen la identidad del cadáver mostrándoselos en una sala paralela que permite observar al cuerpo a través de un cristal.
Este proceso es útil para asegurar la legitimidad de las identificaciones realizadas en el Instituto, pero también tiene como resultado una relación inquisitiva hacia los familiares que incluye juicios informales sobre su honestidad o sobre su nivel de proximidad con su ser querido. Las entrevistas normalmente son muy largas – la primera vez dura en promedio más de una hora – y hacen surgir de manera impersonal cuestiones que pudieran evocar recuerdos intensos y dolorosos en los familiares que, raramente, tienen una utilidad práctica en el proceso de identificación en el Instituto.
La atención burocrática parecería buscar de manera involuntaria inculcar a los familiares una disciplina institucional : una de las prácticas más frecuentes era que, después de haberles aplicado la entrevista correspondiente, las peritas volvían a su oficina para realizar la búsqueda en sus archivos, aprovechando este momento para llevar a cabo otras tareas. Sin que fuese deliberadamente, las peritas mantenían esperando en la incógnita a los familiares, durante al menos 30 minutos, quienes pensaban, quizás, que la tardanza se debía a que finalmente habían encontrado a su desaparecido entre los archivos.
Finalmente, una consecuencia dramática de la institucionalización del proceso de búsqueda era la exigencia que se hacía a los familiares cuyo desaparecido había sido identificado de presentar un documento oficial para poder reclamar no sólo el cuerpo, sino incluso el oficio de identificación que les permitiría probar jurídicamente la muerte de su familiar. En los hechos este requisito afectaba de manera desproporcionada a las personas en condiciones de alta marginación quienes, en algunas ocasiones, ni siquiera contaban con un documento que les permitiera probar su propia identidad y, mucho menos, la del cadáver de su familiar.
La siguiente nota de mi diario de campo, permite observar las consecuencias indeseables de, por un lado, la desigualdad entre los cadáveres y, por otro lado, la formalidad institucional del proceso de identificación :
Hoy recibimos a una mujer, acompañada de su hija, que buscaba a su padre desaparecido, y abuelo de la niña, quien no volvía a casa desde hace tres días y que trabajaba de diablero en el mercado de La Merced. “Un compañero de trabajo le marcó a la familia de su otra familia y ellos nos marcaron diciéndonos que a lo mejor estaba muerto”, nos dijo la mujer con una visible emoción de incertidumbre. Le hicimos, entonces, la entrevista para saber si su padre había ingresado como cadáver en este fin de semana al Instituto. “Tenía un ojo malito y se va un poco de ladito, la única foto que tengo es esta de los alcohólicos anónimos” respondía la mujer, mientras la perito transformaba sus palabras en términos como “marcha atáxica” u “opacidad ocular”. Fuimos a los archivos y, como no había pasado mucho tiempo, rápidamente encontramos los formularios de un cadáver que coincidía con la descripción de su padre desaparecido.
Volvimos con la mujer y su hija para decirles que había una posible coincidencia;les mostramos las fotos de los cadáveres y ella asintió llorando cuando llegó a la de su padre. Nos preguntó qué trámites seguían y la perita le pidió entonces su identificación oficial y la de su padre para poder realizar el oficio de recuperación del cuerpo. Ninguna de las dos tenía una identificación oficial, ni de ellas ni de su desaparecido. Por lo mismo, nos dijo la madre, no habían podido levantar una denuncia ni realizar una solicitud de búsqueda en la FIPEDE.
La mujer repetía llorando que habían venido en balde desde tan lejos hasta el centro de la Ciudad, porque no podrían recuperar el cuerpo de su padre. Nos preguntó si podía al menos verlo; antes de responder la perito decidió consultarlo con su superior.
Al salir de la oficina de su superior, la perita me dijo “No me dio chance, dice que para qué empezar el proceso de identificación si no se lo van a poder llevar, al menos hay que decirle de qué se murió”. Subimos al área de archivo, pedimos la averiguación previa asociada con el cadáver y la leímos rápidamente. Al cuerpo del padre, unos policías lo encontraron recostado en la plaza de La Aguilita, a unas calles de La Merced, sin ninguna lesión visible. El médico forense del Instituto había declarado que su muerte había sido causada por una Congestión Visceral Generalizada (CVG). Para entonces, yo ya sabía que la CVG es la causa de muerte que se da en el anfiteatro a los cadáveres que consideran menos importantes y no quieren analizar a fondo.
Al volver con la señora y su hija, les explicamos, primero, que nuestro superior no nos había permitido mostrarle de ninguna manera el cadáver, pero que sabíamos que lo habían encontrado justamente cerca de su lugar de trabajo y que había muerto sin violencia. “Probablemente fue por el alcohol”, dijo su hija resignada. “Se emborrachaba y no volvía a la casa desde que soy una niña. ¿Qué va a pasar ahora con su cuerpo?” Le explicamos que lo mandarían a alguna escuela de medicina, probablemente, a la UNAM, donde aún lo podría recuperar durante algunos meses si conseguía una identificación. Si no, después se iría a la fosa común. La mujer comenzó a llorar aún más y nos preguntó: “¿Yo seré responsable de que se vaya a la fosa? ¿Me pueden meter a la cárcel por abandono de ancianos? El siempre me decía que si no lo cuidaba me iba a demandar y me meterían a la cárcel.”
Muy sorprendidos le dijimos que no, que ella no era legalmente responsable de nada de lo que pasaría después con el cuerpo de su padre.
En un día cualquiera durante mi estancia en el Departamento de identificación, ingresaban cuatro cadáveres desconocidos. En la última década, se ha identificado en promedio a la mitad de cuerpos que envía la fiscalía a lo largo de todo el año. Cuando se identifica un cuerpo, las forenses del Departamento, auxiliadas del personal administrativo, redactan un oficio de identificación que dirá mediante qué métodos y usando qué características se logró establecer que uno de los cuerpos ahí resguardados corresponde con la identidad de un desaparecido buscado por sus familiares.
Este oficio de identificación servirá para que los familiares continúen su viacrucis burocrático: van al mp para demostrar que han localizado a su familiar y para solicitar que su cuerpo les sea entregado; vuelven al incifo con un oficio expedido por el mp para liberar el cadáver; regresan a las instalaciones acompañados de una agencia funeraria para recuperar el cuerpo (aparentemente en el mp hay presiones para que los familiares contraten una funeraria antes que otra); y acuden al registro civil para obtener un acta de defunción.
Si los familiares no logran finalizar todo este procedimiento de identificación antes de los 15 días desde el ingreso el cadáver, este será enviado a las facultades de medicina de la unam o del ipn donde será usado para que los estudiantes realicen prácticas de disección y, finalmente, al cabo de once meses será enviado a la fosa común del Panteón Civil de Dolores.
Esta fecha límite para recuperar un cuerpo antes de que sea utilizado como objeto de enseñanza pesa como una sentencia sobre sus familiares, quienes podrán sentir culpabilidad de haber abandonado sus responsabilidades funerarias. Al mismo tiempo, esta fecha límite marca el momento en que un cuerpo deja de considerarse como perteneciente a una persona para ser reducido a su condición de objeto con valor anatómico.
Desde su invención, las prácticas de disección han sido un castigo corporal reservado a los cuerpos de individuos de clases marginadas, que han sido confiscados por el Estado bajo el argumento del aprendizaje científico. No es diferente en el incifo ni en las escuelas de medicina del país. Tan sólo el año pasado, según una respuesta del Departamento de Innovación en Material Biológico Humano de la facultad de medicina de la unam, se recibieron desde el incifo 180 cuerpos de personas cuya identidad se desconoce.
A inicios de octubre del 2019, Reporte Índigo publicó que las autoridades del incifo permitieron de manera ilegal a estudiantes de cirugía estética realizar implantes y liposucciones sobre los restos humanos desconocidos, antes de las necropsias y antes de que sus características fuesen descritas por las peritas del departamento de identificación. El director del Instituto respondió que las prácticas de disección y cirugía estética eran perfectamente legales pues las universidades pagaban una contribución al Instituto y no alteraban los resultados de las necropsias ni afectaban sus posibilidades de identificación.
Incluso si estas estas actividades fueran legales, para cualquier familiar de una persona desaparecida resultaría impensable aceptar y tolerar que el cadáver de su ser querido fuese utilizado de esta manera. Aunque apoye al aprendizaje médico, manipular de manera quirúrgica el cuerpo implica un grave atentado contra los derechos de los sujetos muertos y de sus familiares.
La presencia de cuerpos cuya identidad se desconoce en las prácticas de anatomía y de cirugía estética nos recuerda que, hasta el momento, las instituciones del gobierno de los muertos han fracasado en su labor ideal de atender los efectos de la violencia y ofrecer posibilidades de remanso a los familiares de personas desaparecidas. Al contrario, las personas cuya vida terminará en estas salas de disección me hacen pensar en la figura del “homo sacer” del filósofo italiano Giorgio Agamben: estas personas marginadas pueden ser exterminadas sin ninguna preocupación porque su vida es una vida desnuda y su cuerpo no es parte de la comunidad política sino simplemente un objeto biológico.
Sobre estos cadáveres, no sólo sus asesinos habrán obtenido ventaja sino también el gobierno forense que, cobrando por ponerlos a disposición para clases de cirugía estética o preparando a sus futuros médicos con cuerpos que son buscados, ha decidido participar activamente en los regímenes de despojo y de violencia sistémica que producen la muerte anónima.
En conclusión, mi experiencia en el incifo invita a pensar el fracaso actual de los semefo y de las demás instituciones del gobierno forense más allá de una falta de recursos o de una alta carga de trabajo, sino a partir de las lógicas de su funcionamiento burocrático, organizado alrededor de las mismas estructuras de valoración de la vida y la muerte que el resto de nuestra sociedad.
En la práctica, la labor forense parece reducida a una actividad sanitaria cuyo objetivo principal es retirar los cuerpos del espacio público – tratándolos como deshechos materiales que están fuera de lugar – para re-insertarlos en cualquier otra espacio de contención de cadáveres.
Bajo esta lógica institucional identificar un cuerpo, re-instaurarle una humanidad perdida y entregarlo a su familiar parecería valer lo mismo que transformarlo en un objeto útil para disecciones y prácticas anatómicas o en un objeto contenido y olvidado en una fosa común. El cuerpo podría aparecer en cualquier lugar, menos allí donde se le busca.
i Además del macabro descubrimiento de cientos de cuerpos apilados de manera desordenada al interior de un camión refrigerante sin destino aparente, Darwin Franco ha revelado que el IJCF ocultaba definitivamente los cuerpos de sus familiares al cremar de manera sistemática los cadáveres aún no identificados.
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