Jaime Yáñez además de músico experto en instrumentos de son jarocho es un artísta plástico que vive en Tuxtepec, al norte del estado de Oaxaca desde hace 46 años, en ese tiempo se convirtió en un mito del son y el fandango
Texto y fotos: Antonio Mundaca
Ilustración: Brunof
TUXTEPEC, OAXACA.-Jaime Manuel Yáñez López podría ser todas las voces contenidas en la materia oscura: el sonido que hace la luz cuando toca con sus manos de negro las cuerdas del arpa, y por un instante esa caja armónica unida a su cuerpo es un arma tañida, una pieza de cedro que podría definirlo pero Jaime también es grabador, dibujante, escultor, pintor, decimista, sonero, un poeta gráfico, un versador de San Juan.
Su vida ha estado ligada al aprendizaje a través de los símbolos. Si no fuera músico sería matemático. Llegó a la Cuenca del Papaloapan, una tierra de trópico ardiente en 1977 siguiendo a su hermano Antonio Yáñez, que había estudiado agronomía y trabajaba en el viejo ingenio azucarero de San Cristóbal en Cosamaloapan, Veracruz. Su hermano le dijo que del otro lado del río, en Oaxaca, estaba una ciudad calurosa donde tocaban son jarocho y al alcohol con caña le ponían canela, podían verse garrobos en el estero de los cauces, negros mestizos montando a caballo y mujeres hermosas que con su baile hacían crujir las tarimas, había fandangos y música en los patios de las casas, y mitos de campesinos hechiceros que aventaban sal a la tierra para detener los rayos cuando llovía.
Jaime, creyente del horóscopo y del destino marcado por la cartografía del cielo, un Tauro con ascendente en Géminis y la luna en Sagitario, buscaba el arte y la belleza. Su hermano Ricardo Yáñez, poeta reconocido a nivel nacional, los dos alejados por la sombra del tiempo, y doce años mayor que él, había sido su primera inspiración. Jaime tenía 17 años y queríaestudiar arquitectura, era un adolescente desbordado que tocaba música latinoamericana y requintos, fue oyente en 1976 de clases de guitarra en la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara, era seguidor de Atahualpa Yupanqui. Quería un lugar tranquilo donde volverse músico y nahual. Tuxtepec le recordaba a su madre negra. Amó a Tuxtepec desde entonces.
Pedro Reyes, un viejo laudero que vivía a las orillas del arroyo Moctezuma -un pequeño afluente en el centro de Tuxtepec donde viven iguanas verdes y gigantes-, fue su primer maestro en el arte jarocho. Aprendió en ese taller a hacer arpas y jaranas, el destino que Jaime Yáñez consideraba manifiesto: “Ese tal Jaime Manuel, por dentro en un cascabel, traía la música pariente”, diría en una de sus décimas. Por años, Jaime Yáñez se metió a la forja de instrumentos musicales. Descubrió la magia del son en un parque conocido como La Piragüa, en una ciudad de fandangos de abajo.
Jaime fue el primer laudero que experimentó con metal y precisión mecánica la construcción de instrumentos sotaventinos. Se casó a los 19 años con el primer amor que le dio su nueva tierra, sembró dos hijas. Se incorporó al movimiento jaranero que surgió en Tuxtepec a mediados de los años ochenta, y se convirtió en un precursor de las formas musicales del son indígena y campesino.
El primero de abril de este año, el municipio de Tuxtepec le entregó a Jaime Yáñez el reconocimiento “Elías Meléndez Núñez” a la Tradición Sotaventina, por su contribución a la cultura jarocha en Oaxaca. El reconocimiento para él tiene un valor emocional profundo.
Elías Meléndez, el rostro en madera del premio en sus manos, era su amigo. Amigos en épocas donde pocas personas o gobiernos valoraban la tradición del son como algo que une a los pueblos del río Papaloapan.
“Cada vez que me encontraba a Don Elías me decía, pase Jimmy que aquí espantan”. Entre ellos hubo siempre un juego de palabras y el canto del juglar que se extendió hasta el lecho de muerte de Don Elías.
Jaime conoció a Elías Meléndez en el taller de tarimas en la década de los ochenta, en casa de Pedro Reyes. Don Elías iba en busca de jaranas viejitas. Cuando no encontraba instrumentos le preguntaba “¿dónde está el arco?”, como le decía él al arpa que Jimmy tocaba. Eran tiempos de agua y calor donde Jaime aprendió la profundidad de la versada con “Chico” Hernández, un brujo cuñado de Pedro Reyes, que cuando no curaba los males de espíritus agarraba el requinto hasta muy crecida la noche.
“Yo le hice varias décimas en su lecho de muerte, a Don Elías le dieron varios infartos, íbamos a verlo cuando estaba delicado, él soportaba el calor de la casa por la música, su vida había sido el fandango, el son nunca lo vio como negocio”, dice Jaime sobre los últimos días de Don Elías.
Sobre las manos de Jaime hay una carpeta con una portada de 100 carteles cubanos de cine, en el folder su proyecto más ambicioso: mil rostros geométricos para honrar a los arcanos, el rostro negro e indígena de México creado entre partículas. Un proyecto sin fondo e infinito que por no poder financiarlo le frustra, le apasiona, lo lanza fuera del mundo, y se vuelve un sonero queriendo atrapar la luz en formas geométricas.
Es un artista plástico que siempre ha estado esperando el futuro. Zoyla, su actual esposa, es un cable a tierra que lo ha salvado de todas las muertes del artista, y lo levanta de los pozos a los que Jaime desciende. Jaime tiene una vida sencilla: “Si no fuera músico sería matemático”, dice.
Hace diez años terminó su preparatoria por correspondencia. Ahora con 63 estudia en línea la licenciatura en diseño gráfico. Da clases de pintura a niños de Amapa, un pueblo de negros negados en la frontera de Oaxaca y Veracruz, es el maestro de la décima ilustrada que hace cartas astrales.
Quizá por eso Jaime también sea un curandero, un hacedor de conjuros al río, un astrólogo disperso, un explorador de universos geométricos. Un hombre capaz de restaurarse así mismo una y otra vez, un cocodrilo que le pone alma al jarabe loco que compuso Lucifer.
Jaime Yáñez lleva 46 años siendo jarocho. Es como el balajú que viene de las Antillas, siempre queriendo tocar la superficie. Nació en Guadalajara, pero con él suceden cosas que nada más suceden con ciertas vidas, y en Tuxtepec, las personas ligadas al río quizá entiendan. A los nahuales como Jaime se les permite nacer en donde quieren.
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