7 octubre, 2023
En el frente de Kurdyumivka, un asentamiento al oeste de Ucrania, Alex y Mykola vuelan drones para abatir la posición de sus enemigos. Esta es una historia de la guerra vuelta cotidianidad
Texto y fotos: Narciso Contreras
UCRANIA. – Aún era de noche cuando comenzaron a subir a la batea del todo terreno las bolsas militares llenas de equipo electrónico, una batería portátil, una antena y los cuernos de chivo bien cargados. No parecería que iban al frente de batalla, pero esta es una unidad especial de drones: cavan un hoyo profundo como madriguera, levantan una antena apenas por encima de los árboles, se cubren debajo de una tela para operar en la oscuridad y así pasan más de doce horas del día penetrando profundo detrás de las líneas enemigas. Buscan objetivos a cien metros de altura, y envían las coordenadas a un comando central que después de recibir la ubicación, se encargará de hacer llover la artillería, o los drones kamikazes.
Llegar a la posición toma casi una hora siguiendo laberintos de tierra suelta. A través de caminos que se parten en pendientes sinuosas sobre agujeros que parecen hechos a propósito. Uno después de otro. Todo rebota y choca dentro de la cabina del todo terreno. Afuera, las pocas villas que se ven están en ruinas, rotas bajo la luz tenue de las estrellas.
Cuesta trabajo ver la destrucción en esa oscuridad, pero la intuyes.
De repente, se apagan las luces del todo terreno en marcha, a pesar de que aún quedan varios kilómetros para
alcanzar la posición en las arboledas que guardan la línea de avance de las trincheras ucranianas, pero hay que hacerlo en la oscuridad, en sigilo. Entonces el camino se vuelve un laberinto negro que solo el chofer sabe descifrar.
Al llegar, Alex baja del todo terreno, con él se queda también Mykola. Los demás se repartirán más adelante a lo largo de la estrecha línea de la arboleda. El montón de maletas y de equipo se reparten por el suelo. A poco más de un kilómetro está la línea de defensa de los Rusos, que observan minuciosamente el movimiento de las tropas que se agazapan entre la vegetación y detrás de ella.
Alex es un voluntario joven y un poco tímido, de aspecto y sonrisa amables, que llegó desde la provincia de Odesa y se unió a la batalla de Kherson en la primavera del veintidós. Desde entonces combate en el frente y ahora también se encarga de realizar operaciones de inteligencia con drones.
Mykola en cambio, es un inmigrante Serbio. Un hombre de experiencias que ya ha superado los cincuenta años, casi inexpresivo, pero que siempre esta atento a todos los detalles.
Alex conoció a Mykola cuando llegó un día junto con su unidad a cargar combustible en una estación de servicio. Mykola trabajaba despachando la gasolina. Le dijo “síguenos, ven a luchar con nosotros”, y Mykola sin dudarlo, dejó su trabajo de despachador y se unió al ejercito de Ucrania en el combate.
A la hora del amanecer, la luz se enciende de un color azul turquesa muy profundo y uno queda hipnotizado por esa sensación recurrente de plenitud al observar el momento en el que el día se abre y se cierra en la vieja tierra del Donbás, y pareciera que uno creyera ver cómo los dioses de la naturaleza orquestan la magia en sus cielos.
Apenas son las seis de la mañana, cuando el momento de la magia se quiebra y entonces se desata la tronadera de las metralletas. Las ráfagas de las balas vuelan en todas direcciones quebrando las ramas de los arboles, y haciendo que todos nos arrojemos dentro de los agujeros de las trincheras.
Se sienten las explosiones de la artillería impactar en la cercanía.
“Parece que nuestras unidades están intentando asaltar las posiciones Rusas que defienden Kurdyumivka”,dice Alex mientras se acomoda dentro de la trinchera. Su tranquilidad analítica hace pensar que todo lo tiene bajo control. “Solo hay que esperar unos minutos”, dice.
Lo mas intenso del enfrentamiento sucede justo al despuntar el alba. Veinte minutos de ametrallamientos y explosiones, y el día apenas comienza. Al pasar los minutos Alex se ve mas confiado y sale del agujero para montar la antena sobre un tronco desgarrado, a pesar de que el ametrallamiento no cesa y de que Alex no lleva puesto ni su chaleco anti balas ni su casco. Sus ojos miran al horizonte mientras se apresura con las manos, montado encima
del tronco.
En la trinchera contigua, Mykola prepara té caliente.
Todo esta listo para operar el primer vuelo del dron cuando se hace un momento de silencio. Alex entra y se acomoda casi recostado en el agujero. Entonces jala una tela verde con la que cubre su cabeza y enmudece por los siguientes cuarenta minutos frente a la pantalla del control. Otras pantallas con mapas le acompañan, mientras Mykola le acerca
una taza de té que coloca sobre la tierra oscura entre los casquillos percutidos de alto calibre que hay regados por el suelo. Después vuelve a su trinchera donde espera paciente.
Atento al vuelo del dron, Mykola se apresura para recibirlo con la mano. La operación la repetirán otras siete veces a lo largo de trece horas. Alex se relaja e inspecciona a detalle el aparato. Sorbe del té y comenta:
“Se sintió extraño el vuelo del drone, se agitó mientras volaba y es por esto”. Me muestra una hélice rota que fue alcanzada por una bala y comenta: “Le dispararon varias veces para derribarlo”. Vuelve a sorber del té caliente y remata:
“Hoy será un día complicado”.
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