Hallar un libro infantil cuya lectura cause el mismo placer al adulto que al niño es lo mejor que pudo ocurrir en esta cuarentena.
Lydiette Carrión
Antes de que este apocalipsis iniciara, en alguna junta escolar la maestra de mi pequeño duendecito de 4 años advirtió que había que leer cuentos más largos. Forzarlo –su maestra usó una palabra más amable– a que pusiera atención por periodos de tiempos más prolongados.
Muchas veces subestimamos la capacidad de nuestros hijos.
Unas semanas después inició el encierro. Y nosotros seguimos la sugerencia; buscamos libros con cuentos un poco más largos, y menos dibujos. Yo temía ese paso, que el duendecito se aburriera sin dibujos.
La hora del cuento solía ser un momento muy lindo, que disfrutaba sobre todo él. Cuentos infantiles y muchos dibujos. Hallamos en el librero un cuento largo sobre una niña que se queda a la deriva en un barco y durante días juega con ballenas. Pocos dibujos, y un relato que no es posible terminar de un jalón. Lo leíamos a veces de día, y otro tanto en la noche, y terminaba cuando mi pequeño co-lector emitía ronquiditos o respiraciones pausadas.
Luego otro libro de un escritor costarricense. El libro se titula “La nave de las estrellas”, y lo adquirí una vez que andaba en otra ciudad, durante una feria del libros estatal. Lo tenía refundido en el librero, para cuando el pequeño “creciera”. Fue una bella sorpresa. Algunos cuentos críticos de nuestra propia cultura latinoamericana; realidades más cercanas –para mí, y más lejanas para él–. Y algunos cuentos pedagógicos encaminados a despertar el interés científico.
A diferencia de los otros cuentos que leíamos antes, en estos casos, no sólo él, sino yo he disfrutado y esperado con anticipación el momento. Es profundamente placentero leer cosas que me gustan a mí, desde mi mirada de adulta, y que le gustan a él, desde su mirada de niño en la primera infancia.
No sé si él ha logrado tener periodos de atención más largos, como era el objetivo. Lo que sé es que ha sido el inicio de la lectura crítica. Me interrumpe, hace preguntas, da opiniones, discutimos el quehacer o no de los personajes…
Luego, en este encierro sin escuela ni contactos con otros niños, vimos una película de Harry Potter y a mi niñito le encantaron los dementores. Decidí que leyéramos el primer libro. Un amigo editor se ofreció a regalarme una copia. Y nos embozamos con nuestros cubrebocas y fuimos a por él. Al llegar, nuestro amigo nos dijo: “va un pilón, te regalo La historia interminable. Léela ahora, verás que con los años se pone mejor”.
Empezamos Harry Potter muy contentos, hasta que mi niñito entendió la muerte de los padres. No lo pudo superar; me decía: “no quiero leerlo porque me da tristeza la muerte de la mamá”. Dejamos la lectura… entonces una vuelta de tuerca. Sólo por no dejar empecé a leerle La historia interminable.
Pensé que sería una historia demasiado compleja. Pero le encantó. Hemos platicado de la imaginación. Hacemos ejercicios de cerrar los ojos e imaginarnos a la Emperatriz infantil, a Atreyu con su piel verde, al mar de hierba.
Honestamente, a cada paso hago un poco de censura. Omití la parte de la muerte de la mamá de Bastian. No quería angustiar de nuevo a mi amado co-lector. Y a veces me brinco escenas demasiado complejas. Pero llevamos varias semanas leyendo las aventuras de Atrey y Bastian, y la atención no decae.
Además es, repito, una lectura que yo espero con gusto anticipado también. La literatura infantil, la buena literatura infantil –hasta ahora lo entiendo– es quizá uno de los regalos más asombrosos que algunos escritores han dejado. Gracias, Ende, extraordinario narrador, por regalarme estas memorias con mi hijo.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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