El hacinamiento, la ciudad. Estas son las lecciones de la pandemia que debemos recordar. Que la ciudad desnuda no sea una cárcel. Porque vendrán más crisis, y quizá más confinamientos
Tw @lydicar
Una amiga, Elizabeth, definió de forma acertada algo que he sentido desde que iniciaron los confinamientos por covid. Elizabeth dice que la pandemia vino a desnudar lo que son las ciudades. Sin el oropel que tenían antes –sus cafés o restaurantes, o escuelas o museos, sin las tiendas o los centros comerciales abiertos– estas enormes aglomeraciones urbanas se develaron como lo que son: enormes cárceles sobrepobladas.
Durante los primeros meses, mi amiga Elizabeth fue dejando todo lo que amó por décadas: su departamento de renta incosteable, y por la mitad de lo que pagaba alquiló una casa en un pueblo cercano. No tiene restaurantes ni librerías, ni teatros, cines o museos a donde gastar su quincena o pasear. Ni siquiera los amigos a quienes ver.
Una cárcel superpoblada. Esa idea me viene a la mente al ver las imágenes de cientos de personas recorriendo las calles del centro histórico un día antes de volver a semáforo rojo. Pero el hacinamiento no significa solo mayor posibilidades de contagio –sí, han sido las grandes ciudades las más afectadas por la pandemia– sino también otro tipo de epidemias: la violencia, el maltrato y abandono infantil, la precarización de la vida y la infelicidad.
Entre 1958 y 1960, el etólogo John B. Calhoun dirigió una serie de experimentos con ratas. Su narración de lo que hizo comenzó citando al economista y demógrafo del siglo XIX Thomas Malthus, quien aseguró que “el vicio y la miseria imponen el límite natural del crecimiento poblacional”. Pero, advierte Calhoun: habría que comprobarlo.
Así que construyó cuatro espacios, interconectados entre sí y alojó una población reducida de ratas. La comida, el agua eran ilimitadas. Sin depredadores naturales. ¿Cuál sería el límite del crecimiento poblacional? Él encontró que en los sitios con más densidad poblacional, las ratas hembras dejaban de construir nidos para sus camadas, y tampoco los protegían del mismo modo. Abandonaban muchos bebés, y aquellos a los que dejaban, morían y eran devorados por otras ratas. Las hembras eran violadas por grupos de machos, y producto de todo esto sus camadas nacían enfermas y las madres también morían. Además observó comportamientos extraños en los machos: desde canibalismo, agresividad, introversión. La conclusión del etólogo –sin llegar a comprobarla– era que esa población se habría extinguido si hubiera continuado el experimento.
A esto bautizó como behavioral sink: drenaje o hundimiento conductual. Es decir, cuando la conducta se va por el lavadero.
Desde la época del propio Malthus se señala la sobrepoblación como el origen de muchos males. Malthus mismo aseguraba –en una suerte de justificación positivista– que las guerras funcionaban como reguladoras del excedente de población. Eran mediados del siglo XIX y la población no era ni la cuarta parte de lo que es ahora. Actualmente, con la pandemia, se ha renovado el discurso en círculos sociales. He escuchado hablar de la pandemia como una «venganza» de la naturaleza, o una forma de acabar con los que sobran. Lo he escuchado en pláticas informales y en discusiones entre científicos. A lo que pregunto: ¿a quién le toca decidir quién o quiénes sobran/sobramos?
Esa decisión, ahora, antes, la toman los Salinas Pliego del mundo, los Trump, los…
No se trata de negar que sí, hay sobrepoblación; y ésta tiene un papel determinante en el planeta en estos momentos. Pero para entender la miseria, las cloacas conductuales, habría que tomar en cuenta otros factores: la distribución de la riqueza, y la distribución del espacio.
El propio experimento de Calhoun lo reveló: había lugares en su pequeña utopía roedora que no sufrían hacinamiento, y ahí no se observaba el «hundimiento social». Ahí, las ratas hembras cuidaban de sus cachorros, la rata macho dominante protegía su territorio y había otros machos que circulaban. Y es que, de hecho, algunas manifestaciones del hacinamiento fueron ocasionadas por los propios científicos, por ejemplo, al usar determinado mecanismo de alimentación que propiciaba el contacto entre las ratas cuando comían.
Pienso en el centro histórico a reventar… ¿quién o quiénes ponen el pienso en el plato?
En los años 40 y 50 del siglo pasado, en la entonces Unión Soviética, la prioridad del gobierno estalinista era construir viviendas. Es de esta época esas enormes unidades habitacionales; edificios gigantescos de mala calidad. Este experimento social arrojó algunos datos. La violencia aumentaba cuando una familia habitaba con pocos metros cuadrados. El alcoholismo y todos esos males conocidos. Sin embargo, había cierta compensación con los espacios públicos. En ese tema, los soviéticos lo hicieron bien: grandes jardines, bosques y guarderías y escuelas alrededor. El espacio público se consideraba una extensión del hogar.
Es 2020 y la ciudad de México está en pandemia. Los barrios populares, con viviendas donde viven varias generaciones de una familia, las colonias sin áreas verdes, o los pocos jardines o parques están copados por el descuido, la basura o la delincuencia… Ahí, la pandemia ha corrido como mantequilla derretida: no es posible establecer una sana distancia si una familia de cinco vive en un cuarto pobremente ventilado; si no hay agua potable, si vive en la calle.
Una cifra para dimensionar: en 2019, el Consejo de Evaluación del Desarrollo Social de la Ciudad de México (Evalúa) informó que que el 49.2 por ciento de los capitalinos viven hacinados.
Por supuesto la complejidad de las sociedades humanas no se puede reducir a un estudio con ratas, pero cabe preguntarse: ¿por qué es en los lugares con mayor miseria, pobreza, y hacinamiento, que también se eleva la violencia, el maltrato y abuso infantil?
¿Es que somos muchos o sólo nos concentramos alrededor de los platos de comida? ¿Quiénes colocan los platos de comida? Es necesario pensar esto cuando se habla de polos de desarrollo. Cuando se habla de construir un nuevo aeropuerto en el área metropolitana de la Ciudad de México. También cuando las compañías inmobiliarias diseñan infiernos urbanos de casas idénticas y minúsculas. Hay que pensar todo esto cuando hablamos de ciudad. ¿Por qué los planeadores de ciudad se contentan con hacer “parques” entre los camellones? ¿Es que solo eso merecemos, los despojos de los automóviles? ¿Cómo hubiera sido este tiempo terrible en la ciudad, si hubiera habido espacios como el Bosque de Tlalpan o Chapultepec, accesibles y seguros en todos los barrios y colonias, si en vez de construir un centro comercial con las mismas tiendas impagables, hubieran hecho parques, jardines, espacios al aire libre dignos y bellos?
Más aún, ¿cómo sería esto si el país ofreciera trabajo y servicios dignos en todo el territorio, y no tuviera que haber 20 millones de nosotros hacinados en el centro?
Por último, no dejo de pensar que fue precisamente el hacinamiento en el que los productores de alimento, mantienen a los animales para consumo de carne, lo que ha generado al menos las últimas dos pandemias mundiales: ésta y la influenza porcina. Animales hacinados, viviendo en sufrimiento, propician que los virus corran sin control, muten, hasta que una cepa nueva brinca a los humanos.
Estas son las lecciones de la pandemia que debemos abrazar y no soltar. Porque vendrán más crisis, quizá más confinamientos.
Que la ciudad desnuda no sea una cárcel.
Luego, después, hablemos de sobrepoblación.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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