Hoy, en la agonía de nuestros hermanos bosques y mares, el mundo despide a uno más que también salió de aquella rígida caja de la investidura papal, confrontando no sólo la narrativa antropocentrista de la religión, sino también el liderazgo de una iglesia que se había mantenido lejana de los más pobres y vulnerados
Por Charlie Punzo*
Soy un abogado, especialista en derecho ambiental y ciencias de la sostenibilidad, con una fuerte convicción científica y agnóstica. Pero esta, es una historia personal en la que pretendo dar homenaje a un personaje que ha
tocado despedir en días recientes. Fui formado en una Universidad de inspiración cristiana, y durante más de 25 años profesé la religión católica al interior de la iglesia como laico, impartiendo catequesis, acudiendo a misiones
e incluso dirigiendo la liturgia en ausencia de sacerdotes en las comunidades.
En una ocasión, durante unas misiones de Semana Santa, decidí acudir a Tecolutla, Veracruz, esta vez, ya sin la caravana de estudiantes y profesores de mi Universidad. Fui recibido por la madre Luz María, una religiosa mercedaria que, en aquel entonces tendría poco más de sesenta años; de pensamiento crítico, pedagoga de vocación, de manos y temperamento fuerte, pero de un corazón sabio y sencillo que, sin imaginarme, propiciaría el cisma de mi fe.
En su firmeza como buena educadora y su sabiduría espiritual, no permitió que fuera un viaje recreativo más –como nos mal acostumbraba el privilegio de las escuelas privadas–, para seguir alimentando el ego mesiánico de aquel estudiante. No, en su lugar, me llevó a la comunidad de San Pablo Papantla, y como encargándome a un hijo suyo, me pidió que cuidara de su gente. Ahí, en esa pequeña comunidad, me enfrentaría al endeble cristianismo en el que basaba mi vida, cuando en medio de la lluvia y a pocas horas de mi llegada, me pidieron cruzar la carretera que partía a la mitad la comunidad, y subir a visitar a Doña Carmen quien quería conocerme. Desconcertado me pregunté ¿quién era yo, más que un estudiante mequetrefe con una visión muy limitada de la vida?
No obstante, acepté, subí la colina que me llevaba a su casa, me senté a ladode la cama donde estaba recostada Doña Carmen, y apenas nos presentamos, me pidió sentir el tumor en su costado que lentamente le consumía la vida. Poco podríamos explicarnos del origen de aquel cáncer, pero su familia insistía que todo había empezado “cuando el río se llenó de chapopote” . Me contaron que Doña Carmen era una, de muchas personas que había enfermado, y culpaban los constantes derrames del oleoducto que pasaba cuenca arriba cerca de la comunidad La Grandeza, y cómo este contaminaba sus ríos y envenenaba a la gente, mismos que fueron denunciados en 2008 y que se repetirían años más tarde.
Nervioso, apenado, y confundido, no supe cómo dar alivio a su dolor, ni explicación lógica a su enfermedad. Tras algunos minutos de hablar, me despedí pidiéndole no perder la fe, aun cuando yo me preguntaba dónde
estaba la mía. Con la ropa empapada y el peso de la realidad golpeándome la espalda, entendí por qué la Madre Luzma había elegido ese, y no otro lugar para dar mi “servicio”. ¡Vaya manera tan sutil de eliminar en mí todo vestigio de extractivismo filantrópico! Y vaya manera de sacudir todo aquello que creía saber y conocer del mundo y de mi fe.
Durante años había atendido las obligaciones de la iglesia sin cuestionar la historia, el origen y el empoderamiento de una religión que fue bastión del colonialismo, del extractivismo y la esclavitud de los pueblos durante siglos. Desde la infancia, en el catecismo de la religión católica se nos enseñó que todo cuanto existía en la tierra, animales, plantas, suelo, existía para servirnos, a nosotros, los seres humanos, superiores a todo lo demás, “racionales” hechos a imagen y semejanza de un sólo dios y creador omnipotente y omnipresente.
Esa idea, a fuerza de convicción se tradujo en justificación y sustento de un sistema político y económico que, por enésima vez en la historia, instrumentalizaba la espiritualidad del ser humano para construir imperios, someter, oprimir, explotar y mantener el poder sobre todo y sobre otros.
Entonces vino el cambio en mi fe. Dejé de adorar la cruz, para mejor besar los árboles de dónde insistían fabricarla; dejé de hincarme frente a altares de mármol, para contemplar la grandeza de la montaña. Renuncié entonces al agua del cáliz, para agradecerle al río y la lluvia de donde emanaba. Me hermané con los animales y plantas, no sólo con aquellos que en la iglesia junto a mí se sentaban; y vi en la Tierra que era diosa, madre, sistema, cuna, y casa.
Hoy, en la agonía de nuestros hermanos bosques y mares, el mundo despide a uno más que también salió de aquella rígida caja de la investidura papal, confrontando no sólo la narrativa antropocentrista de la religión, sino también el liderazgo de una iglesia que se había mantenido lejana de los más pobres y vulnerados. Francisco, un compañero de lucha poco convencional, sí, con túnica y advocación, pero que al igual que la madre Luzma, su corazón sencillo me inspiró a ver más allá de los dogmas, y contra todo denunció la verdadera cara del “desarrollo” y lo perverso de usar a un dios para oprimir y mantener el estatus de las ambiciones de quienes detentan el poder.
Un hombre que se ganó enemigos tras escribir su encíclica Laudato Sí, donde llamó al cuidado de “la casa común”, criticando a las empresas que se benefician del consumismo y la contaminación, de las ambiciones económicas
que perpetúan y acrecientan las profundas desigualdades, y advirtiendo la catástrofe del cambio climático, frente a la indiferencia de los gobiernos cómplices del corporativismo fósil. Con este texto, Francisco no sólo abrazó la
evidencia científica que advertía el agravamiento de la crisis ambiental en el mundo, sino también señaló las profundas desigualdades sobre los pueblos y naciones más afectadas por los problemas ambientales, poniendo nombre y apellido a los responsables de esta.
Hoy, en un mundo donde avanzan ideas fascistas como el desesperado intento de sostener un sistema económico utilitarista y destructivo que colapsa junto con la naturaleza que explota indiscriminadamente, le decimos ¡hasta siempre! a ese hombre que contrario a la tradición clerical, se hizo llamar como aquel joven de Asís que hablaba con animales, les llamaba “hermanos” y reconocía la dignidad de todo ser vivo en la Tierra. Hoy, con gran tristeza, pero con una fuerte gratitud y fe en lo colectivo, persisto e insisto desde la sencillez de las palabras, por una resistencia desde toda trinchera; sin importar la religión, la nacionalidad, la identidad o el idioma, a defender con lo que nos dé el corazón y las manos, a nuestros hermanos los animales, el suelo, el aire, los bosques y mares, a nuestras hermanas la lluvia y la montaña.
*Abogado e investigador en derecho ambiental y ciencias de la sostenibilidad
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