Flores Sánchez Crescencio salió de su comunidad en la Montaña de Guerrero rumbo a Estados Unidos. Antes había sido jornalero en los campos del norte del país y se había convertido en defensor de otros y otras como él, defendía de la discriminación, del maltrato y abuso laboral. Flores murió en el camino y en la búsqueda de una vida digna
Por Abel Barrera*
El 27 de mayo de 2022, Flores Sánchez Crescencio salió de la comunidad nahua de Chiepetepec, municipio de Tlapa, Guerrero, rumbo a los Estados Unidos. Durante su camino no le avisó de nada a su familia porque les quería dar la sorpresa cuando estuviera en territorio estadounidense. Iba pensando en un trabajo bien remunerado para garantizarle educación a sus hijas con el fin de liberarlas de los capataces y patrones de los campos agrícolas.
Cuando el sol se ocultaba entre las montañas decidió encaminarse rumbo al sitio de las pasajeras de su comunidad a Tlapa. Acompañado de su amigo el “pollero” llegaron a la terminal de autobuses. Horas antes compraron los boletos para que no perdieran el viaje. Los gastos, incluido los alimentos, ascendieron a 7 mil pesos. Su amigo le dijo que lo iba a apoyar para que pagara los 10 mil dólares hasta que estuviera en Nueva York.
Llegaron a Agua Prieta, Sonora, en una casa de seguridad, donde había más personas que esperaban para cruzar una de las fronteras más peligrosas y militarizadas del continente americano. Ya no era un sueño, la esperanza los había alcanzado y estaban a un paso para llegar a su destino. Una noche antes Flores se había preparado para la caminata de 5 días por el desierto. Sin embargo, en la madrugada del 30 de mayo, según los testigos que lo acompañaban, empezó a convulsionar hasta que su corazón dejó de latir. Sus compañeros intentaron salvarlo, pero no fue posible.
Inmediatamente comunicaron la lamentable noticia a sus familiares. Nadie sabía de Flores en cuatro días. Sus padres, Elena Crescencio y Agustín Sánchez, estaban con un mal presentimiento, sin poder dormir tranquilos porque no avisó de nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. De los seis hermanos, Flores es el mayor, de 30 años. Era el segundo padre de la familia por eso cuando su mamá supo no aguantó sostenerse de la tierra.
A pesar del dolor sus familiares empezaron a realizar los trámites para el traslado del cuerpo a la comunidad de Chiepetepec. El 2 de junio fue trasladado a la ciudad de Tlapa. Los gastos fueron solventados por el “pollero”.
Sus familiares y compañeros decidieron que pasara a descansar en la “casa del jornalero”, en las instalaciones de la Unidad de Servicios Integrales (USI) porque había trabajado 10 años defendiendo a la población jornalera. Era el responsable del registro de la diáspora de las familias que se trasladan a los campos agrícolas para enrolarse en el trabajo del corte de chile, jitomate y verduras chinas. Ahí lo recibieron familias jornaleras Me phaa Bathaa de la comunidad de Santa María Tonaya que estaban en espera de autobuses para viajar a los campos de Sinaloa. El féretro yacía en medio de la cancha. Miguel Martínez, compañero y tío de Flores, dirigió unas palabras de los momentos más importantes de su trabajo sobre la defensa de los derechos de las y los jornaleros. “Él era tranquilo. Nunca salimos mal porque siempre estaba dedicado con el registro, haciendo el aseo, leyendo una que otra cosa, pero nunca estaba sentado. En ocasiones escuchábamos canciones. Le echó muchas ganas al trabajo. Hoy estás con nosotros y quizá nos escuches desde donde estés, pero bien sabemos que te fuiste en búsqueda de una vida mejor”. Permaneció durante 20 minutos y volvieron a subirlo a la carroza de la funeraria a las 9 de la noche para que llegara a su casa.
Flores desde niño le gustaba trabajar cuando iba al campo con su papá a la siembra de maíz y frijol. Como era el mayor de sus hermanos se sentía con el compromiso moral de ayudar a sus padres. Desde los 13 años empezó a trabajar en la zapatería del señor Emiliano Villareal, en Tlapa. Fue su primer trabajo, vendiendo huaraches. Él mismo platicaba que se iba por días a las fiestas patronales de comunidades de la región de la Montaña porque había muchas ventas. Trabajó 3 años sin que le pagaran, pero tenía su comida y hospedaje en un mateado, a veces tenía que dormir con el frío. Hasta que se salió le dieron una liquidación de 40 mil pesos por los años que trabajó. Con ese dinero hizo su casa de dos plantas en la colonia Los Pinos. Unos meses después empezó a vivir con su esposa.
Era más difícil vivir en una comunidad donde la pobreza arrecia. A pesar de que está a una hora del municipio de Tlapa no hay oportunidades para las familias indígenas. De acuerdo con el Consejo Nacional de Población (CONAPO) Chiepetepec se encuentra en un grado alto de marginación, en el olvido. En el 2020 se contaba con 2 mil 471 habitantes, de estos Flores es parte de los 41.65% personas mayores de 15 años que son analfabetas, casi la mitad de la población.
Sin trabajo Flores y su esposa tuvieron que salir a los campos agrícolas de Sinaloa, al corte de jitomate, para no morir de hambre. En una ocasión a su regreso sufrieron un accidente vehicular. Tlachinollan apoyó con los trámites para que se atendieran. Un año después se le hizo la invitación para que formara parte del Consejo de Jornaleros Agrícolas de la Montaña, en el 2009. Por mucho tiempo registró a las familias que pasaban a la casa del jornalero. En las reuniones con las autoridades locales, estatales y federales era la voz que exigía con mucha contundencia un plan de atención integral emergente para la población jornalera de la Montaña. Conocía de cerca el trajinar de esa realidad. Los viajes sin seguro, los contratos apalabrados con el enganchador, los maltratos, la discriminación y las malas condiciones donde pernoctaban. Denunciaba los trabajos extenuantes, sin descanso de las familias jornaleras que padecían los gritos de los capataces. Su reclamo era porque nadie los defendía, al contrario, los patrones castigan a las familias que no terminan luego su tarea, sin que les importe las penurias que atraviesan o si las niñas y niños comen.
Estuvo trabajando en la casa de jornaleros durante 10 años, pero después salió. En cuatro años se mantuvo con el salario de 300 pesos en una huarachería de su comunidad. Todo el dinero lo entregaba con su esposa y su mamá. No le alcanzaba para darle a sus hermanos que estudian. Así, tomó la decisión de ir a Nueva York para “tener un trabajo mejor pagado, para una mejor vida”, pero en el camino encontró la muerte.
Por eso el viernes 4 de junio, fue su sepelio. Decenas de familias llegaron a su casa para llorarle y decirle las últimas palabras. Don Agustín, un jornalero, no podía creer que estuviera tendido el cuerpo de Flores. “No puede ser si hace unos días lo miré en el centro del pueblo y me saludó sonriente”. Otra señora más dijo que no era justo lo que había pasado “porque él era muy tranquilo. Nunca supimos que tuviera un problema o que anduviera maltratando a las personas. Por eso venimos a verlo muchas personas para llevarlo al camposanto”.
El rezandero tomaba una flor para dejarle caer unas gotas de agua bendita. En el piso estaban los floreros, las veladoras encendidas y el incienso dejando el humo por todas partes del cuarto. La banda de viento seguía tocando los cánticos. Mientras tanto, hombres, mujeres, niñas y niños seguían llegando a las 4 de la tarde. En el patio de la casa un grupo musical del pueblo amenizaba con las canciones que le gustaban a Flores.
La mamá de Flores lloraba cada vez que miraba a su hijo. Algunas señoras le daban 100 pesos para ayudarla. Todas compartían el mismo amor y dolor de madre. Se agarraba de un pequeño árbol para no caerse de la tristeza. Recordaba que desde niño siempre fue tranquilo, con sus chistes y su rostro serio. Era obediente.
Su papá cargaba un manojo de cohetes con los ojos llorosos, pero tenía que seguir para que los cohetes sonaran a cada hora, sobre todo, cuando el cuerpo de Flores saliera de su casa. A las cinco de la tarde la gente empezó a salir con las flores, veladoras, agua bendita y el incienso para hacer la caminata por toda la calle principal del pueblo. Se hicieron varias paradas, pero principalmente en la huarachería donde trabajó, en la iglesia y en los dos descansos antes de llegar al camposanto, así como es costumbre. Al llegar se hizo una fila para dejarle un puño de tierra o flores antes de que el féretro fuera depositado en la tumba.
El defensor de las familias jornaleras dejó los recuerdos, dos pequeños hijos y a su esposa embarazada. Quedó con la esperanza de llegar a Nueva York, en una espera eterna un día antes de cruzar. Sólo fue una muerte inesperada y repentina.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan para la Alianza Campo Justo.
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