En noviembre pasado murió Daniel Quintana, de 16 años. Su muerte cierra un ciclo de desgracias que iniciaron en febrero de 2015, con el feminicidio de su hermana Fátima. Esta es su historia, que es la de muchas en un país donde reina la impunidad
Texto: Lydiette Carrión
Fotos: Lorena Gutiérrez
CIUDAD DE MÉXICO.- El 5 de febrero de 2015, tres jóvenes asesinaron con crueldad a una niña de 12 años. Ahora hay una segunda víctima mortal: Daniel Emiliano, el hermanito de Fátima, quien tenía 11 años cuando vio muerta a su hermana, y falleció el pasado 26 de noviembre a los 16 años.
El crimen contra una persona suele ser percibido por la gente como un suceso terrible, pero con fecha de caducidad. Se suele desear “pronta resignación” a los deudos. Pero los crímenes, sobre todo si quedan impunes (y en nuestro país el 98.5 por ciento de ellos así quedan), vienen acompañados de más calamidades. El asesinato de la niña Fátima Varinia Quintana, perpetrado el 5 de febrero de 2015 en el Estado de México, es un caso extremo de cómo un solo evento destruye a una familia.
Aquel día, como cualquier otro, Fátima regresó de la escuela alrededor de las 2:45. Por lo general alguno de sus padres la esperaba en la parada sobre la carretera y caminaba con ella a casa. Pero aquel día no ocurrió así. Lorena Gutiérrez, mamá de Fátima, se entretuvo haciendo la comida. Pasaron las 3 de la tarde y Fátima no volvió. A las 3:40 salieron a buscarla, junto con vecinos de todo el pueblo. En aquel entonces Lupita Casas Viejas era así: una comunidad de pocas casas, la mayoría oriundos de ahí. Uno de esos lugares donde todos se conocen y se ayudan.
A unos cien metros de la casa de la familia Quintana Gutiérrez hallaron la sudadera de Fátima completamente manchada de sangre. La prenda estaba justo frente a la casa de unos vecinos, donde vivían los hermanos Luis Ángel y Josué.
Lorena se acercó a la casa y por la ventana vio a Josué, de entonces 17 años, bajar la escalera con la mochila de Fátima. Cuando éste se percató de que lo miraban, huyó. Ella también vio a José Juan, quien se había mudado recientemente y se juntaba con los hermanos. Un joven al que le gustaban las drogas, y que vendía marihuana a los chicos de la zona. José Juan llevaba la ropa llena de lodo y lo que parecía sangre. Él también escapó. En la casa sólo quedó Luis Ángel, el hermano mayor de Josué. Lorena trató de alcanzar a los que huían, pero no pudo. Habló a su esposo y le dijo que retuviera a Luis Ángel.
Y Lorena siguió buscando, junto con unos vecinos y uno de sus hijos, el de 11 años, de nombre Daniel Emiliano. El más cercano a Fátima. Un niño robusto de cara redonda y ojos muy rasgados, que seguía a todas partes a su hermana mayor. Madre, hermano y vecinos se internaron en la zona arbolada de Lerma. Entre las 5 y las 6 de la tarde, vieron un piecito que se asomaba de la hojarasca. “Primero pensé que le habían cortado el pie a mi hija, no veía nada más” de su cuerpo, dijo Lorena. Pero Daniel comenzó a gritar:
–¡Mamacita, saca a Fátima de ahí porque se está ahogando!
El cuerpo de Fátima estaba a no más de 140 metros de la casa de los hermanos, del lugar donde estaba tirada su sudadera. Esa misma noche, los vecinos del lugar capturaron a los tres sospechosos y los golpearon. Los iban a linchar. Pero Lorena, la madre de Fátima lo impidió. Los entregó a la policía.
Lorena, cada vez que narra esto, explica que se arrepiente. Alguna vez dijo a esta reportera: “A veces me siento mala madre por no haber dejado que los lincharan”.
Y es que de tres, dos quedaron libres. Entre ellos, el agresor principal.
Cuando encontraron el cuero de Fátima, su madre no supo el grado tortura a la que fue sujeta. La fiscalía mexiquense se limitó a dar a la familia un documento en el que se acreditaba que la niña murió por “traumatismo craneoncefálico severo”. Y nada más.
Tuvo que pasar un año y medio, durante el juicio a los tres jóvenes responsables, cuando la familia escuchó al médico legista que examinó el cuerpo. El médico dijo que en sus años de experiencia nunca había visto una agresión similar. Y luego relató lo que probablemente sufrió Fátima antes de ser asesinada.
El médico explicó que para someterla, los tres jóvenes, todos mayores que ella, la golpearon de tal forma que le tiraron todos los dientes, la picaron con un cuchillo, y le sacaron un ojo. Así la obligaron a caminar hasta una zona boscosa, y en el trayecto la picaron aproximadamente unas noventa veces, no para matarla, sólo para someterla.
La agredieron, la violaron, le fracturaron tobillos y muñecas. Heridas de 30 centímetros en el pecho, y otras de 10 centímetros en la entrepierna. Su cuerpo presentaba moretones y golpes en todas partes. Pero nada de eso la mató. A sus 12 años, Fátima se defendió y cuando ya no pudo, trató de sobrevivir el ataque. Pero cuando los atacantes se hartaron, le aventaron tres piedras piedras de entre 60 y 30 kilogramos en la cabeza. Eso la mató. Entre el momento que la privaron de su libertad y el de la muerte pasaron no más de 30 minutos.
Los tres jóvenes la semienterraron: hojarasca, ramas, piedras, incluso una llanta de carro sobre el estómago.
Había fluidos, sangre de un hombre, heridas, un suéter, un cuchillo, testigos oculares. Pero en los exámenes periciales, se hicieron perdidizos aquellos indicios que pudieron asegurar el acceso a la justicia.
El cuerpo de Fátima fue recuperado empapado de su propia sangre y de la de una persona de sexo masculino. Pero entonces, alegaron, no había reactivos químicos en la fiscalía de feminicidios para hacer más pruebas genéticas y determinar a quién correspondía la sangre masculina. Esa prueba irrefutable se perdió.
Tampoco se analizó la sangre en las ropas de los sospechosos. Sólo se analizó la sangre en el cuchillo que se encontró, y en la ropa de Fátima. No se hizo confronta genética con los detenidos. A éstos jamás se les realizó pruebas de genética.
En el expediente no queda asentado si, en el cuerpo de Fátima fueron hallados rastros de semen, o células epiteliales. No hubo un análisis meticuloso del cadáver. Según Lorena Gutiérrez, madre de Fátima, la fiscalía alegó que, como se encontraba llena de tierra, no se podían realizar pruebas de genética porque el cuerpo estaba “contaminado”.
José Juan, el muchacho más grande y que de alguna manera lidereó la agresión contra Fátima, fue puesto en libertad casi inmediatamente, con ayuda de su defensa privada. El joven tenía un empleo como jardinero en la exclusiva escuela Sierra Nevada, y tanto directivos como trabajadores lo defendieron.
¿Por qué? Algunos especulan que por no ensuciar el nombre de su institución en un feminicidio; otros que quizá por conexiones que no se han hecho públicas. Los hechos advierten que trabajadores de la escuela declararon que aquel día, José Luis fue a trabajar y estaba ahí cuando mataban a Fátima. Esto contradice la declaración directa de Lorena, madre de Fátima, que lo vio en la casa de Josué y Luis Ángel, con la ropa llena de lodo. La declaración de Lorena Gutiérrez, de vecinos, testigos que lo situaban en el lugar de la agresión, todo fue anulado: prevaleció el dicho de los empleados del Sierra Nevada.
Más tarde, Lorena sabría que en las canchas, los chicos del barrio se juntaban a jugar futbol y a veces a fumar marihuana. Alguna vez vieron pasar a Fátima, una niña seria, alta para su edad, y José Juan dijo que se le antojaba.
Lorena legalmente no puede denunciar con apellido al agresor intelectual y material de su hija: la familia de éste la demandó y tiene el aval de una juez.
Por su parte, Luis Ángel, al ser menor de edad (estaba a meses de cumplir los 18 años cuando asesinaron a Fátima), salió libre. Sólo fue sentenciado Josué.
Para 2017, y tras dos años de audiencia, Lorena supo que Jose Juan pertenecía a la delincuencia organizada. Además su papá era policía municipal en Naucalpan, y sus tíos, primos, eran judiciales del estado de México. También había conexiones con militares retirados.
Probablemente de ahí vinieron las amenazas y el hostigamiento a la familia de Lorena y Daniel. La casa de la familia Quintana Gutiérrez fue agredida, los hijos hostigados y seguidos por la calle. Daniel veía gente cerca de su escuela. Fueron constantes las amenazas de muerte, sobre todo dirigidas a la madre, directamente a su teléfono celular. Aunque la familia cambiaba de número, alguien facilitaba el nuevo número a los agresores.
Así que la familia, hijos, nietos, padres, hermanos, huyeron, primero con “ayuda” del gobierno del Estado de México. Primero a una casa muy pobre, enmedio de la nada. Sin ayuda económica, nada. Pasaban días encerrados en una casa, con una despensa “obsequiada” por el gobierno del Estado. Los niños sin poder ir a la escuela, los adultos sin poder salir a trabajar. Así que Lorena buscó, demandó, exigió ayuda. Fue así que fueron reubicados en Nuevo León.
Lorena siempre pidió irse del país. Buscó asilo en Canadá. Finalmente, Lorena estaba denunciando el crimen organizado de los municipios de Lerma y Naucalpan y su connivencia con autoridades locales y estatales. Pero el refugio jamás llegó. Así que la familia trató de hacer su vida en Nuevo León, en una casa prestada, con trabajos precarios y con miedo. Y con Lorena viajando frecuentemente a la Ciudad de México y el Estado de México, para que el feminicidio de Fátima no quedara impune.
La familia perdió la libertad de tránsito, perdió dinero; su vida se precarizó. Y Daniel creció. Dejó de ser el niño pequeño, robusto y más bajito que Fátima; a sus 16 rebasaba el metro 80. Pero creció albergando una infinita tristeza. Batallando con el miedo, con el duelo por su hermana. Luego, la tristeza por vivir encerrado, en una entidad donde se sentía extraño y ajeno. Con la familia empobrecida y cautiva. Era como si su familia hubiera sido criminal, no los asesinos de su hermana.
Durante años sufrió depresión. Iba y venía, como en oleadas. En noviembre de 2020, Daniel hablaba de querer morir. La familia buscó ayuda. Y ese fue tal vez el origen de la tragedia. Cuando Daniel comenzó con dolor de estómago, los médicos lo atribuyeron a la depresión. No buscaron razones fisiológicas, sino meramente psiquiátricas.
Para el 23, 24, Daniel, de 16 años, estudiante de bachillerato, perpetuamente triste por el feminicidio de su hermana, y por las pérdidas sin fin que llegaron a la vida de su familia, peregrinó de hospital en hospital, y en ninguno obtuvo ayuda. Depresión, le decían, que luego venga a hacerse estudios. Le recetaban un analgésico y un ansiolítico y lo regresaban a casa. El ansiolítico fue excesivo, la dosis excedida. El muchacho pasó semiinconsciente varias horas, casi un día. Pero el dolor no paraba. Sus padres, desesperados, lo metieron a bañar. Murió en sus brazos. Tenía una obstrucción abdominal.
Daniel Emiliano. 16 años, murió el 24 de noviembre. La familia buscará justicia legal para la negligencia médica y para el feminicidio, que continúa impune.
Una historia de la devastación que deja un feminicidio. La muerte, el dolor, la pobreza que deja en madres, hermanos, amigos. Una historia de tantas.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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