En Estancia de Ánimas, un pueblo de Zacatecas, en agosto de 2012 fueron víctimas de desaparición forzada cinco jornaleros durante un operativo de la Policía Federal. La búsqueda de justicia de las familias ha tenido por respuesta la inacción de las autoridades y la tipificación errónea del crimen.
Texto: Eliana Gilet / A dónde van los desaparecidos
Fotos: Adolfo Valtierra para A dónde van los desaparecidos
ZACATECAS. – La unión de la comunidad de Estancia de Ánimas fue evidente el día en que repatriaron a los tres migrantes. Desde hacía al menos una semana, en el Panteón San Marcos de este pueblo rural del sur de Zacatecas se había acondicionado el espacio donde descansarían Mayra Beltrán Frausto de 30 años, Javier Delgado Rodríguez de 32, y Fernando Gallegos García de 38, fallecidos junto a otras 50 personas en junio de 2022 en San Antonio, Texas, cuando después de atravesar la frontera de manera clandestina fueron abandonados en el tráiler en que viajaban hacinados, sin ventilación ni agua.
Su funeral, el 14 de julio, fue un acontecimiento en el que participó todo el pueblo, acompañando el velatorio de los tres jóvenes que fueron retornados juntos. Con ese gesto reconocieron lo sucedido como un golpe al corazón de esta comunidad migrante, un “pueblo de salida” en el que cruzar al otro lado forma parte de su identidad y de sus mecanismos de subsistencia. Si en esta comunidad de 2 mil 500 habitantes, perteneciente al municipio de Villa González Ortega, no hay signos visibles de pobreza, a pesar de su escasa actividad económica o laboral, es porque todas las generaciones han sabido buscar su sustento en Estados Unidos.
De las casas salió primero el cortejo fúnebre de Mayra, que se encontró con el de Fernando y luego con el de Javier, para recorrer juntos las calles hacia el panteón. El dolor del momento les hizo recordar que Estancia de Ánimas conserva una antigua herida abierta: fueron los propios vecinos quienes contaron que Javier tenía tres hermanos que hace una década se llevaron agentes de la Policía Federal (PF) junto con otros dos muchachos, a todos el mismo día. Están desaparecidos desde entonces.
“Mucha gente, toda la comunidad sabe que fueron los federales”, dijo en entrevista la madre de uno de los cinco hombres desaparecidos, una mujer de 60 años de edad que siempre ha vivido en Estancia de Ánimas. La reunión con cuatro de los familiares que, por temor a represalias, prefieren no ser identificados, fue en la casa de Javier, para relatar el caso de los hermanos Nectalí, Amado y Juan Carlos Delgado Rodríguez, José Castillo Aguayo e Ismael Rodríguez Muñoz. Los hechos fueron documentados por Verónica Espinosa en la revista Proceso, que publicó la fecha en que se abrió el expediente judicial: 3 de septiembre de 2012, casi un mes después de la desaparición forzada, luego de que los padres interceptaran en un acto oficial al entonces gobernador de Zacatecas, el priista Miguel Alonso Reyes, para exponerle lo ocurrido.
“Sí denunciamos públicamente a los ocho días, pero no salió en el periódico ni en la radio de aquí de Zacatecas”, explicó una familiar, y otra agregó: “No nos escuchaban”. La esposa de uno de los desaparecidos narró desde ese momento lo que todos sabían: fueron los federales. “No lo echaron a la luz, no dijeron nada hasta después de que nos hicieron otra entrevista, pero la que hicieron luego luego nunca salió”. Creen que los reporteros fueron amenazados, igual que el primer abogado al que contrataron para que los defendiera y abandonó el caso sin mediar palabra, y lo mismo pasó con un detective privado al que pagaron para saber de sus hijos y tampoco quiso hacer nada.
¿Y ustedes no tuvieron miedo? “No, no tuvimos miedo, la mera verdad que no, que toque lo que toque”, aseguró una de las mujeres. “Era más grande el dolor que el miedo”. Aún lo es, dicen, diez años después.
La PF, creada en 2009 durante la presidencia de Felipe Calderón, formó parte en sus primeros años de la Secretaría de Seguridad Pública, cuyo titular era Genaro García Luna, declarado culpable en un tribunal de Nueva York de los delitos de tráfico de drogas, delincuencia organizada y falsedad de declaraciones. La corporación fue disuelta en diciembre de 2019, siendo reemplazada por la Guardia Nacional.
En 2012, cuando se produjo la desaparición de los jornaleros, la comisionada general de la PF era Maribel Cervantes Guerrero; asumió la titularidad durante un año, tras la salida del primer comisionado, Facundo Rosas. Tanto Cervantes como Rosas han sido vinculados con el caso “Rápido y furioso”, que investiga el ingreso ilegal de armas a México desde Estados Unidos, pero ninguno ha sido responsabilizado penalmente.
“El martes 7 de agosto de 2012 llegaron varias patrullas ahí al rancho de don Juan Frausto, donde nuestros hijos estaban trabajando y se los llevaron así nada más; se llevaron a siete personas”, explicó una de las madres.
Las familias se enteraron en la tarde de ese día, cuando el patrón llegó a sus casas a avisarles; de inmediato le reclamaron por qué se había tardado tanto en decirles: “¿Por qué hasta ahorita?”, repetían. El hombre atinó a responder que los policías afirmaron que los iban a traer de regreso, que nada más los iban a investigar. Pero ¿por qué razón?, preguntaron. Nadie supo contestarles.
Esperaron hasta el día siguiente para ir todos los familiares juntos a pedir explicaciones a la Onceava Zona Militar, ubicada en el municipio de Guadalupe, a una hora de distancia del pueblo. “Fuimos a buscarlos donde uno creía que podían estar, pero no sabíamos dónde (se encontraban). De la zona militar fuimos a la PGR (Procuraduría General de la República), ahí la subdelegada de ese tiempo no nos quiso atender. Se portó muy déspota, muy fea, porque llegamos preguntando con las identificaciones de los muchachos, diciendo que los habían levantado las fuerzas federales el día anterior”. Lo que hizo la funcionaria fue mandarlos a preguntar a la morgue. “Aquí (en la PGR) no es, esto fue a consecuencia de un enfrentamiento que ocurrió en Villa González Ortega y hubo cinco muertos”, les dijo.
La versión oficial que se difundió de ese operativo no tenía nada que ver con que la Policía Federal se llevara por la fuerza a siete jornaleros mientras trabajaban en los campos de ajo. Ese mismo día, los agentes llegaron primero a Pinos, municipio vecino que colinda con San Luis Potosí; ahí se enfrentaron a un grupo armado en una carretera rural mientras patrullaban. Murieron tres personas, mientras que las otras dos fueron perseguidas hasta Villa González Ortega, donde cayeron en una balacera.
En el Servicio Médico Forense local, las familias tuvieron acceso a fotografías de los cadáveres y de sus pertenencias. No los reconocieron. “Ellos no traían nada, ni cartera, apenas se habían ido en bicicleta a trabajar”, dijeron, pero aunque esas personas que se encontraban en la morgue no fueran sus hijos, los cuerpos probaban la presencia de los federales en el municipio cuando se produjo la desaparición forzada de los jornaleros.
Fue por eso que los familiares averiguaron dónde estaban hospedados los agentes. Era de conocimiento público que la PF alojaba en hoteles al personal comisionado en los estados debido a la falta de cuarteles o instalaciones propias. En ese momento, estaban instalados en dos hoteles de la ciudad de Zacatecas: el Fiesta Inn y el Plaza. El episodio que se narra a continuación sucedió en este último, al que varias madres de los jornaleros llegaron para conversar con los uniformados, según relataron en entrevista.
“Nosotros no los trajimos, no éramos nosotros, señora, porque nosotros no los golpeamos, nada más les damos unos masajitos”, dijo con sarcasmo el policía que las atendió, días después de la desaparición, cuando aún no se iniciaba una investigación oficial del caso.
Una de las madres recuerda claramente cómo el uniformado dio un paso al frente para acercarse a ella y cómo eso lo tornó más amenazante, a la vez que hablaba con un tono burlón, que le confirmó la intuición de que sí, ellos sabían dónde estaban sus hijos y qué había sido de ellos.
“Si ustedes dicen que los levantamos nosotros, vayan y búsquenlos en México, allá en la SEIDO (Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada)”, fue la recomendación que el policía federal dio a las madres para que se retiraran. En 2012, al frente de la PGR estaba Marisela Morales.
Radicada en la extinta Agencia especial IV para Delitos Especiales de la delegación en Zacatecas de la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado, la averiguación previa número 46/AEIV/2012 fue abierta por el delito de privación ilegal de la libertad. Aunque esta autoridad declinó su competencia en la investigación en favor de la PGR en 2015, el nuevo expediente PGR/ZAC/ZAC-II/184B/2015 mantuvo la tipificación establecida originalmente.
Esta forma de clasificación ocultó de los registros la múltiple desaparición bajo un delito distinto durante la mayor parte de la década que ha pasado desde entonces. La autoridad no consideró a los jornaleros como personas desaparecidas hasta el 9 de enero de 2020, cuando fueron ingresados al Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), tras ocho años de ausencia. Al momento en que se publica este reportaje, la investigación lleva más de dos años en el archivo temporal, el paso previo para su cierre definitivo, lo que dejaría impune el crimen.
En el periodo de 2012 a 2022, según informó la Fiscalía General de la Repúlica a La Jornada, se abrieron ocho indagatorias por el delito de desaparición forzada a personal de la extinta PF. En noviembre de 2018, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) emitió la recomendación 53/2018 por la “detención arbitraria y desaparición forzada” de una persona adulta, cateo ilegal y trato cruel a dos menores de edad cometidos por agentes federales en San Luis Potosí. La CNDH también señaló en 2016 la necesidad de investigar el involucramiento de dos uniformados de la Policía Federal en la desaparición de los normalistas que fueron bajados del autobús 1531 en el Puente del Chicote en Iguala, el 26 de septiembre de 2014, como parte del caso Ayotzinapa.
Cuando desaparecieron, Juan Carlos, de 25 años, y Nectalí, de 35, iban a ser padres, sus esposas estaban embarazadas. El primero tenía un niño de dos años y medio, mientras que Amado, de 34, acababa de celebrar los dos años de su hija. Los hombres pasaban un tiempo trabajando en Estados Unidos y después volvían con su familia para emplearse en las tareas del campo. En Estancia de Ánimas habían construido sus casas gracias al dinero que habían ganado del otro lado de la frontera. Ismael, de 29 años y padre de dos hijos, de 8 y 3 años, había sido regresado poco tiempo antes, tras intentar cruzar. Se había contagiado de una afección pulmonar durante el tiempo que estuvo recluido antes de ser deportado a México y, cuando llegó, fue operado de urgencia para extraerle agua del pulmón. Aún traía las suturas de la intervención cuando fue desaparecido.
A ninguno de los jornaleros le llevaba más de diez minutos en bicicleta llegar desde el pueblo hasta el rancho El Arbolito. Durante la visita a la comunidad para este reportaje, se recorrió esa distancia. Al arribar, el portón estaba cerrado, pero a lo lejos se veía acercarse una camioneta. Eran el dueño y su hijo, que franquearon el paso al rancho y al lugar de la desaparición de los jornaleros. A sus 91 años, don Juan recuerda bien ese día y cómo, desde donde se encontraba, vio entrar al convoy de patrullas. En un claro, al final de un sendero escoltado por un maizal, hay una construcción vieja, un corral con ganado vacuno y, a un lado, el anciano mirando hacia el camino.
Donde ahora hay el corral, antes estaba vacío y ahí, bajo la sombra de los árboles, se habían instalado los siete hombres a trabajar pelando ajo para el patrón. Don Juan las contó, eran diez camionetas, quién sabe cuántos agentes traerían. “Y estaba el helicóptero, que no bajó a tierra, pero aquí andaba”.
Según su relato, primero entró el convoy de patrullas por el camino de tierra y se detuvo en el claro en donde los jornaleros trabajaban y se hallaba don Juan; más allá del lugar en el que ahora está el maizal, otro grupo de hombres seguía en su tarea. Poco tiempo después de que entraran los vehículos, un helicóptero sobrevoló a quienes quitaban las hierbas al chile. Desde abajo podían sentir cómo el aparato movía el aire bruscamente sobre sus cabezas. Los agentes venían armados y uniformados, con la cara descubierta, y los vehículos y el helicóptero tenían identificaciones de la Policía Federal.
Don Juan dijo que no lo maltrataron, más allá de los insultos y las preguntas de dónde estaban los hombres que tenía escondidos, a lo que el viejo respondió que ahí solo se hallaban sus trabajadores. Tres policías armados lo rodearon hasta que un cuarto les ordenó retirarse. Recordó cómo tenían a los siete jornaleros tirados en el piso; tras cargar a uno en una camioneta, salieron por el camino de ingreso al rancho, pero no estaban ni a la mitad del trayecto cuando regresaron para llevarse a los otros seis que estaban juntos trabajando.
Dos de los hombres fueron liberados en un paraje alejado del pueblo, pero sus nombres se omiten por razones de seguridad. Contaron que habían sido trasladados en camionetas distintas, con los ojos vendados, y que fueron golpeados mientras los acosaban con preguntas sobre personas con apodos, que no conocían. Los policías les dijeron que recibían 30 mil pesos por cada detención, pero a ellos los iban a liberar porque no les servían; aunque no lo afirmaron explícitamente, al hacerlo transmitían un mensaje de terror al resto de la comunidad. A pesar de que ambos sobrevivientes declararon en la causa de la PGR abierta en 2015, sus testimonios no lograron quebrar la negativa de la Policía Federal. Aunque la corporación reconoció haber estado presente en el municipio de Villa González Ortega ese día, sostuvieron no tener nada que ver con los hechos, del mismo modo que los agentes negaron información a las madres que los encararon en el hotel.
En el rancho, don Juan reconoció que después de lo ocurrido nadie volvió a molestarlo y que sí se asustó cuando se vio rodeado de policías, porque entendió que llevar la cara descubierta era su marca de impunidad: “Eran gobierno, por eso”.
Don Juan no nació en Estancia de Ánimas, sino en un pueblo cercano. Llegó a la comunidad a los 12 años, luego migró a Estados Unidos, donde trabajó durante dos décadas hasta ahorrar lo suficiente para comprar su terreno de 54 hectáreas, porque dijo que cuando era joven, por el año 1950, allí no había trabajo para nadie.
“Tenía unas vaquitas y unas borregas, pero aquí no había vida para otra cosa; hasta que me fui, fue cuando hice esto”. Al mismo tiempo, también señaló que “el pueblo, en vez de subir, bajó cuando empezó a venir toda la gente mala, que Los Zetas y todo esto. Aquí llegaban y se metían un tiempo; ahí, en ese corral, antes había borregas y se dormían a su lado, los zetas. Eran jóvenes de veintitantos o treinta años. Llegó uno, una temporada, que en el mes de mayo tenía frío, que era de por la Tierra Caliente. Platicaban conmigo, me ofrecían café y de lo que estaban comiendo, pero yo nomás le daba de comer a mis animales y me salía”.
La historia de don Juan confirma que la migración es lo que ha permitido prosperar a los habitantes del pueblo, y así ha sido por generaciones. Su relato evidencia también cómo, durante el tiempo que su rancho fue ocupado por delincuentes, las autoridades no actuaron ni la Policía Federal desplegó la violencia que mostró el día en que se llevó a sus trabajadores.
El anciano recordó una imagen que no se le ha borrado, mientras caminaba hacia un estanque de agua para el riego, ubicado bajo la sombra de unos árboles frondosos que le dan el aspecto de una alberca privilegiada. “Aquí es donde se bañaban, andaban damas y caballeros de estos que serían zetas o sabe qué serían. Venían armados con rifles y las damas igual, con carrilleras, como en la película Juana Gallo”.
En el filme de 1961, rodado en tierra zacatecana y ligado a un mito revolucionario local, las campanas anuncian la entrada al pueblo del ejército federal para hacer una leva forzosa, que terminará por provocar el alzamiento de Juana Gallo en armas, después de que los militares fusilen a su padre y a su novio por su negativa a unirse a las fuerzas golpistas de Victoriano Huerta.
Como Juana Gallo, las familias de los jornaleros desaparecidos se alzaron contra la autoridad con el arma que poseían: organizándose. Fueron parte fundadora del Colectivo Zacatecanos y Zacatecanas por la Paz tras conocer a su representante, Ricardo Bermeo Padilla. Viajaron a la Ciudad de México y a distintos estados, donde al relacionarse con el movimiento incipiente de familiares en búsqueda descubrieron que había otras personas reclamando justicia y el fin de la violencia.
Bermeo es un acompañante solidario de las familias que desde 2010 han sufrido la desaparición de un ser querido en Zacatecas. Cuando se creó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, viajó a México para participar en las asambleas con el propósito de incluir a la capital zacatecana en el recorrido de la Caravana por la Paz, con destino a Ciudad Juárez, que se realizó en julio de 2011.
“Los conocí año y fracción después de la desaparición de los jornaleros y todavía se sentían las dificultades para hacer avanzar la investigación del caso y que continuara el proceso. Es el único caso en Zacatecas con esa gravedad, en que todo indica que fue una desaparición forzada”, explicó Bermeo en entrevista.
Para el activista, el caso de los jornaleros desaparecidos en Estancia de Ánimas le recordó el método de los “falsos positivos” en Colombia, que hacía pasar a personas inocentes por criminales abatidos en combate con el ejército.
“La criminalización era la forma en que operaban entonces las autoridades para zafarse del problema y convertir a las víctimas en presuntos delincuentes y generar en la población esa percepción”, precisó.
–Dejar dos personas vivas, como sucedió en este caso, ¿es una forma de publicitar el terror?
–Sí, claro. El nivel de impunidad que había para hacer eso estaba al cien. Desde una lógica de la desaparición que busca no dejar huella, ¿cómo haces eso? Fue gracias a la impunidad absoluta que no les importó.
El caso se ha mantenido en un limbo judicial, sin que se tenga respuesta de dónde están los jornaleros.
En las familias, la huella de la impunidad se imprimió en su salud y en su estabilidad emocional y económica. Los psicofármacos se volvieron un producto de consumo cotidiano, así como la insulina a causa de la diabetes que le sobrevino a las madres de cuatro de los jornaleros tras su desaparición.
“Una está todo el tiempo enferma. Yo soy diabética y el motivo por el que ahora no voy mucho a las movilizaciones es que tengo que cargar con la insulina, que no puede estar fuera del refrigerador. Me iban a operar de la columna, pero me encontraron osteoporosis y no se pudo. Hay días en que no me puedo levantar del dolor en mi espalda. Así es como una ha vivido, batallándole”, explicó una de las madres.
La impunidad y el desgaste de las familias por más de una década sin respuestas han sido constantes. Las madres y los padres de los jornaleros desaparecidos, ya sexagenarios, aprendieron a convivir con la incertidumbre y el desamparo de saberse víctimas del Estado, frente al que no han hallado más cobijo que seguir levantando la voz, exigiendo saber dónde están sus hijos.
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