Este edificio fue utilizado como el mayor centro de detención y tortura durante la dictadura argentina. Cincuenta años después, el lugar se mantiene como evidencia judicial. Aunque también es un sitio lúcido de la memoria
Por José Ignacio de Alba / X: @ignaciodealba
La dictadura Argentina (1976-1983) no recurrió a sitios lejanos para llevar a cabo sus crímenes. En un lugar céntrico de la ciudad de Buenos Aires, las instalaciones de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), fueron utilizadas como un centro clandestino de detención. Se tiene registro de que aquí fueron secuestradas, torturadas y asesinadas unas 5 mil personas.
Aparentemente el sitio era un centro de formación de personal técnico de marinería, pero tras las persianas del edificio del Casino de Oficiales se concentró a detenidos-desaparecidos. Mientras recorro el lugar me parece imposible que Fuerzas Armadas y la policía actuaran sin la complicidad silenciosa de algunos habitantes.
Pienso lo terrible que son los sistemas autoritarios, son tan dominantes que configuran su verdad sobre los individuos. Logran hacer que alguien vea y no vea algo. Como si los ojos y el mundo sensorial quedaran disociados de la realidad, como si la mente atrofiara lo que vemos.
Por ejemplo, un transeúnte camina sobre una avenida transitada, cuando entre las rejas de la Escuela de Mecánica de la Armada ve a un detenido, alguien que esposado y con una capucha en la cabeza. El transunte ve y no ve, sigue de largo. No le provoca un pensamiento (?), con el paso de los días olvida el hecho. En su mente solo responde una verdad. Así es la doctrina.
Desde afuera son sólo un conjunto de edificios, con arboledas y jardines. A primera vista es un sitio apacible, pero también recae en el lugar una soledad inquietante. Como si la dureza de la historia no le permitiera a estos muros redimirse.
El que fuera el Casino de Oficiales logró bien su doble función; mientras en el sótano se llevaban a cabo torturas, en la planta baja los cadetes jugaban billar o comían, en el segundo y tercero hay dormitorios de funcionarios, incluso la vivienda del director del Esma, que vivivía con su familia. En el tercer piso y el altillo eran utilizados para confinar a cientos de detenidos-desaparecidos.
Los detenidos eran inmovilizados con grilletes en las manos y en los pies, sobre la cabeza una capucha. Lilia Pastoriza, que fue secuestrada y detenida en este lugar, contó en uno de los juicios contra la dictadura cívico-militar:
“Uno había aprendido a ver detrás de la capucha, ¿no? Las imágenes, las sombras, todo, para nosotros pasaron a tener forma, y los sonidos pasaron a tener forma. Uno escuchaba entonces el “clac, clac” de los grilletes del Topo y lo veía al Topo pararse, escuchamos que decían: “date la vuelta”, y uno veía darse la vuelta, y a continuación empezaban los golpes, sin preguntas, sin nada, un minuto, dos minutos, cinco minutos, diez. El Topo se caía, la bota del guardia en la cabeza del Topo” .
Aun con las capuchas los detenidos tuvieron noción sobre el lugar donde estaban. Se sabían, de alguna forma, en medio de la vida cotidiana de Buenos Aires. El terrorismo de Estado no es completamente invisible ni del todo clandestino.
Algunos sobrevivientes lograron adivinar la ubicación del centro de detención sólo por los sonidos que circundan el ambiente. El ruido continuo de motores de la avenida Libertador, los trenes de Belgrano Norte, los aviones despegando y aterrizando en el Aeroparque, la bulla de los estudiantes de Raggio, las porras de las barra del River Plate. La ciudad funcionaba sin ellos, parecían no hacer falta.
Dentro del lugar, uno se conduce a través de los testimonios de personas que estuvieron detenidas. Por dentro es un edificio vacío, aun así la atmósfera se siente pesada. Paredes descarapeladas, el piso percudido. Es como si hubiera quedado manchado para siempre. Siento como si las sombras hubieran quedado grabadas. Como si el lugar escondiera algo.
En una de las salas del lugar leo una historia que me impresiona. Una niña que vio. Se llama Andrea Krichmar. Cuando tenía 11 años visitó a una amiga, hija del director del lugar. El departamento estaba justamente en el Esma, ubicado en el mismo edificio donde había gente detenida y donde se llevaban a cabo torturas.
Krichmar dio el testimonio cuando era grande, dice que en el departamento había mozos de guantes blancos que atendían a la familia del director. Pero ese día hubo algo que le impresionó más que el sitio “majestuoso”. Por una ventana atestiguó lo siguiente:
“Vi cómo detenían un auto, se bajaban dos hombres con armas muy grandes, muy largas. Vi cómo abrían la puerta del auto y bajaban a una mujer que tenía una capucha en la cabeza y cadenas en sus manos y en sus piernas. Eso fue algo… una imagen fotográfica que quedó ahí por años hasta que algún día, armando el rompecabezas, entendí qué era lo que significaba”.
Aquella imágen quedó en la memoria de Krichmar, como si no se pudiera “desver”. Con los años esa breve descripción se volvió fundamental en los juicios contra la Junta Militar. Gracias a ella se pudo confirmar que el Esma era un campo de concentración.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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