Hace 19 años, María migro a Estados Unidos y dejó su bebé Gustavo en la casa de sus papás. Desde este momento no se han tocado, pero casi todos los días se encuentran en línea. La historia de una relación que tiene sus limites por una frontera absurda
Texto: Wolf-Dieter Vogel
Foto: Mika Baumeister / Unsplash y Wolf-Dieter Vogel
ATLANTA, ESTADOS UNIDOS. – María Sánchez y sus hijos se regalan una excursión al centro de la ciudad. También me han llevado a mí, el visitante, con ellos. Yelena, la más pequeña, salta entre los chorros de agua que brotan de una fuente del parque, y la familia mexicana posa para una foto delante de una pintoresca fuente hecha de grandes bloques grises de piedra natural. Tampoco hay que perderse un paseo en la noria. Desde lo alto, contemplamos los rascacielos circundantes y los extensos bosques de las afueras de la metrópoli del estado de Georgia. Su hijo Gustavo también está allí. Al menos en la pantalla.
Su cara apenas se reconoce bajo el sol del mediodía en la pantalla del móvil de María. Pero la madre hace todo lo posible para que su hijo participe en la excursión. Y eso sólo es posible digitalmente, porque el joven vive en el sur de México. Han pasado 19 años desde que la última vez ambos se tocaron y sintieron. Desde entonces les separan 3mil 100 kilómetros, y una frontera que parece insalvable para ambos.
La historia entre Gustavo y su madre comienza a principios de la década del 2000 en el pueblo Ejutla en el estado Oaxaca. “Mi mamá migró a Estados Unidos cuando yo tenía un año”, dice él.
“Yo me quedé en México y crecí con mis abuelos, sus padres”.
Hoy, este joven de 20 años vive en Santa Rosa, un barrio popular de la Ciudad de Oaxaca. Como estudia derecho por internet, suele quedarse mucho tiempo en su pequeño piso. Lo mismo ocurre ahora, varios meses antes de mi viaje a Atlanta. “Ella se fue para ayudarnos a salir adelante a los dos. Nuestra situación económica era muy muy mala”, explica.
Al principio casi no tiene contacto con su mamá durante años. Su padre también no está presente. Gustavo cultiva con sus abuelos el campo con tomates, pepinos o melones, va al mercado mayorista y contribuye así a los escasos ingresos familiares. De vez en cuando llega un mensaje de Atlanta, pero la relación se limita a unas pocas llamadas. Los teléfonos móviles son demasiado caros y las videollamadas baratas distan mucho de ser habituales.
Un día eso cambia. Gustavo recuerda exactamente el momento en que se reencuentran por primera vez: “Fue espectacular, una sensación inexplicable. La verdad fue muy bonito verla. Viendo cómo se está moviendo. Entonces creció en mí el deseo de conocerla en persona”.
Pero eso casi no es posible. Su madre vive en EE.UU. sin papeles de residencia y, por tanto, no puede salir. Si viniera a México, no tendría derecho a regresar. Tendría que cruzar la frontera ilegalmente, por caminos peligrosos a través del desierto. Y Gustavo tiene pocas posibilidades de entrar legalmente en los Estados Unidos. Para un mexicano en plena edad laboral, sin trabajo fijo y sin mucho dinero a sus espaldas es difícil conseguir una visa. En la lógica de la migra estadounidense el riesgo de que se quedara sería demasiado grande
Pero no es eso lo que espera Gustavo cuando sueña con viajar a Estados Unidos. “Mi motivo para ir es para conocerla. Quiero conocer a mis hermanos, pues convivir, algo que no ha pasado en mis 19 años. Eso es algo bastante triste en cierta forma, nostálgico”, explica.
La lluvia cae a cántaros sobre el techo de hojalata del patio. La temporada de lluvias ha comenzado en Oaxaca. Esto suele causar problemas con la conexión a Internet. De todos modos, lo intentamos. Tenemos una cita con su madre para una videollamada y ya es tarde. Ella también tiene que ocuparse de sus otros cuatro hijos. Por fin nos encontramos en línea. María Sánchez acaba de volver del trabajo. Le muestra la pantalla a una chica. «Mira, es tu hermano Gustavo”. Es tan malo que no pueda abrazarte, dice Gustavo. Pero algún día vendrá. Ese es nuestro gran sueño, responde su madre.
Después de la conversación, decido visitar a María Sánchez en Atlanta. Gustavo se ríe. Irás como mi apoderado, dice. Detrás de su comentario hay una realidad triste y muy injusta: con mi pasaporte de la Unión Europea puedo ir por allá sin problema.
Busco un vuelo y me voy.
El viaje pasa por el bastión turístico de Cancún. Millones de ciudadanos estadounidenses vuelan por allí cada año para disfrutar las playas caribeñas. Pueden entrar en México sin visado y sin largas esperas. La terminal está llena de retornados de vacaciones. También hay muchos los mexicanos que vuelven a casa: migrantes que tienen una green card. Llevan recuerdos de su antigua patria. Yo también llevo una bolsa. Gustavo me dio especialidades de Oaxaca para su madre: chapulines secos y tlayudas.
Atlanta-Ellenwood, Grand Road. Desde lejos, María y sus hijos me saludan. Están delante de su casa de madera en una urbanización sencilla, verde y rodeada de bosque. «Estoy un poco nerviosa», me escribe por adelantado vía Whatsapp esta mujer de 39 años. Pero en cuanto la saludo, toda la tensión parece desaparecer. Me presenta a sus otros cuatro hijos. Por supuesto, Gustavo está presente desde México. Como siempre, cuando pasa algo importante en la familia.
Es viernes por la tarde, María aún tiene que trabajar. Todos los días cocina para unos cuantos mexicanos solteros, explica la mujer mientras pica cebollas en la estrecha y oscura cocina. Sobre la mesa hay vasos de plástico, tarros de chile y bolsas llenas de verduras. En un restante se encuentran montones de papeles, velas y otras cosas que se han ido acumulando a lo largo de los años. El espacio es pequeño para una familia de cinco personas. Pero no hay dinero para un lugar más amplio. Para ganar un poco más, ella también alquila una habitación a un señor mexicano.
María Sánchez trabaja para una empresa de limpieza en un almacén de Fedex. Desde las cinco de la mañana hasta las dos de la tarde. “A migrantes sin papeles les pagan lo mínimo. Como no tengo seguro, le dan a uno muy poquito. Lo mínimo que tienen que pagar con seguro son 16 dólares, a mi me viene pagar 12 dólares”, explica. Ella está convencida de que, para mantener los salarios bajos, los migrantes no obtendrían un estatuto legal.
Apenas con sus ingresos llega a fin de mes limpiando y cocinando. El padre de los niños, nacidos en Estados Unidos, fue deportado hace ocho años y se quedó en México. Desde entonces, ella sola ha tenido que financiarlo todo. Calcula: 650 dólares de alquiler, más luz, agua, calefacción, los pagos del coche. Y al menos 500 dólares para la renta y la universidad de Gustavo. “El dice es como una recompensa, yo lo recompenso porque no está conmigo.
A lo mejor lo mira el así, y lo miro así yo también”, dice Maria.
Vamos a un centro comercial a comprar unos tenis Nike para Gustavo. Por supuesto, el hijo está pendiente de la compra. María Sánchez le envía fotos de los zapatos mientras su hija “Sólo ocho días antes le había quitado el pecho”.
Yelena traduce, porque la madre apenas habla inglés. De vuelta en el coche, vuelve a comunicarse con Gustavo. La vida no es fácil aquí, subraya. Quiere dejarle claro lo mucho que hace por él. Detrás de sus esfuerzos por encontrar un trato justo no están tanto las limitaciones económicas. A ella la atormenta constantemente su mala conciencia, preguntándose sin cesar: ¿Fue correcto salir en aquel momento y dejarlo con su abuela?
“Era aún muy pequeño cuando le dejé. Sólo ocho días antes le había quitado el pecho”, recuerda. “En realidad sólo quería irme tres años. Nunca pensé que no volvería.”
Pero luego todo venía de otra manera. Ya se había separado del padre de Gustavo antes de irse, y de repente tenía su primer hijo en Atlanta. Luego el siguiente. Pasó el tiempo y finalmente se quedó aquí. ¿Debería haberse llevado a su hijo con ella? “No hubiera estado bien si hubiera llegado aquí con él. ¿Quién le hubiera cuidado. Cómo habría trabajado?”.
María recuerda la peligrosa entrada. De cómo lucharon por el desierto con otros durante dos días y dos noches. De cómo pasaron hambre, fueron recogidos por la migra y deportados de vuelta a México. Y cómo se resolvió la entrada en la segunda vuelta, después de encontrar a su coyote. “Yo pienso que mi hijo no hubiera sobrevivido, o no hubiéramos sobrevivido los dos”, piensa.
Pero incluso las buenas razones de su decisión a menudo no la ayudan. “Hay momentos en que el solamente me pide un abrazo, un consejo. Pero no es lo mismo, dárselo por teléfono que estando con él, presente. Y sí, me arrepiento en ese momento, pensando porqué no me lo traje. ¿Porqué le dejé, porque fui capaz de hacerlo?”
Más tarde, le pregunto a Gustavo si lo puede aceptar. Si culpa a su mamá por haberse ido? “No, fue su decisión. Por qué la voy a cuestionar. No la culpo en absoluto. Al contrario, estuviera bien o mal, fue a ayudarme,” respondió. “Aunque sí, es duro, es difícil, si te han dejado con un año. ¿Que haces? Eres un niño, un bebé, como te interpones en eso?”
San Bartolomé Quialana: “Simplemente no hay trabajo”
Oaxaca es una de las regiones de donde más gente migra a EEUU. Según cifras oficiales, 1.3 millones de oaxaqueños viven en el país vecino. Muchas comunidades están muy influenciadas por la migración. Por ejemplo San Bartolomé Quialana, un pueblo a una hora en coche de la ciudad de Oaxaca. En las calles se ven sobre todo mujeres y hombres mayores, unos pocos jóvenes juegan al baloncesto en una zona cubierta. En la plaza central de la comunidad de 3.200 habitantes, el joven policía comunitario Ozmán de la Cruz explica la situación. “La mayoría, en realidad casi todos, tienen parientes en Estados Unidos, muy pocas familias están completamente aquí. Simplemente no hay trabajo, y con los trabajos que hay, no se gana lo suficiente para mantener a una familia”.
En San Bartolomé Quialana se está construyendo un número llamativo de casas grandes, cuyo estilo recuerda al de los edificios de California, donde viven muchas personas de la comunidad. ¿Vivirán algún día los migrantes en esas casas? “Algunos vienen para las fiestas del pueblo en agosto, otros llevan cinco o diez años en Estados Unidos, vienen aquí, se quedan un tiempo y luego se vuelven a ir para seguir trabajando”, explica de la Cruz.
Muchos hombres de San Bartolomé Quialana también han salido sin permiso de residencia. Sus esposas e hijos son los que más sufren. Cuando en la visita con colegas preguntamos en la calle a Agustín, de 14 años, por su padre, se echa a llorar. La última vez que lo vio fue cuando tenía siete años, responde. Quién sabe cuándo volverá su marido, explica su madre.
En la biblioteca del pueblo, a la vuelta, está sentada Ximena. Junto con otra docena de niños, esta niña de diez años recibe clases de pintura. Como muchos de sus amigos, está creciendo sin su padre. Tiene cuatro años cuando él se va. “Le dije que quería un castillo y luego se fue a Estados Unidos para ganar más dinero y cumplir mi sueño”, dice Ximena. Su padre trabaja de jardinero. Su madre se ocupa de la casa, es decir, de su castillo, que se está construyendo. Ella sabe que su papa también migró para alimentar a la familia. Aún así, ella tiene remordimientos: “A veces estoy triste cuando me dice cosas bonitas, porque entonces pienso que se ha ido al norte porque le dije que quería un castillo.”
De vuelta a Atlanta. Hace calor en este día de junio. María Sánchez se ha puesto una camiseta fina con estampado de tigres, el aire acondicionado está en marcha en su coche. El sábado está repleto: transferir el alquiler, ir de compras, llevar a su hija al trabajo. Mientras conducimos por una de las innumerables autopistas, hace una llamada tras otra para planificar la semana siguiente. El motor de su coche pierde aceite, necesita una cita con el mecánico. Así organiza su vida. ¿Se imagina volver a México? “Solo de visita. Ya no me veo viviendo en allá”, dice ella. “Es un país de mucha violencia, solo lo que se escucha en las noticias, yo pienso que ya no, ya no viviría yo bien”.
Por la noche nos invitan a una fiesta de cumpleaños. El hijo de una pareja amiga ha cumplido tres años. Motivo suficiente para celebrarlo ampliamente y felizmente en una terraza con tacos y cerveza mexicana, con las mañanitas y las piñatas Pero la impresión es engañosa. Aquí muchos no tienen papeles, dice Sánchez. A pesar de una vida aparentemente agradable, siempre están bajo presión. Igual que ella. “Podrían deportarme en cualquier momento. Vivo con este miedo todo el tiempo. Cuando me voy de la casa, siempre les digo a mis hijos que no sé si voy a volver. Por eso los crié para que sobrevivieran completamente solos”, explica María.
También con Gustavo tiene sus acuerdos. Ella financiará a él hasta que termine sus estudios. Pero sus remordimientos no la dejan marchar ni siquiera ahora. Sólo puede ayudarle si está aquí. Al mismo tiempo, él está solo allá. „Hay veces que sí me arrepiento y quisiera agarrar mis cosas y irme, porque me necesita. Estoy también entre las paras y la pared, como dice mi mamá,” explica María. Tengo cuatro muchachos aquí también. ¿Quién me los cuida?”
De vez en cuando piensa que sería lo mejor que Gustavo venga a vivir en Atlanta. Viendo a ella en la videollamada con su hijo mientras rebotamos en los chorros de agua del parque de Atlanta, se le entiende. Sus hermanas saludan a su hermano, su madre ríe y se alegra. Él también se ríe, pero no puede abstenerse de un comentario sobre mi visita de su familia. „Es injusto que yo me se siente ante la pantalla mientras el puede pasar una agradable tarde de domingo con mi familia”, dice con razón.
Poco después de nuestra excursión al centro de Atlanta, me encuentro en un avión volando de regreso a Oaxaca. Un viaje con el que María aún sólo puede soñar. En mi maleta están los Nikes, una sudadera, camisetas y pantalones que ella me dio para su hijo.
Unos días después me encuentro con Gustavo. Está entusiasmado, quiere saber todo. Las Nikes le quedan perfecto. Se ríe cuando ve las fotos de su madre y sus hermanos. Algo se ha desatado en él. „Qué bien que haya podido ir alguien que estaba conmigo. Eso rompe una barrera, qué bueno. Pero al mismo tiempo intensifica el propio anhelo”, dice Gustavo.
Un día, está seguro, lo va a lograr. Cueste lo que cueste.
Por deseo de los y las protagonistas y cuestiones de privacidad cambiamos los apellidos.
Es periodista de convicción. Le encanta viajar y aprender de los distintos mundos que encuentra, aunque eso le hace más complicada la vida.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona