En los surcos “te mueres por enfermedad o por hambre”

25 octubre, 2025

El Consejo de Jornaleros Agrícolas de La Montaña documentó, en solo ocho meses de 2025, a 7 mil 649 personas migrantes, entre ellas 2 mil 218 menores de 16 años, todas ellas bajo condiciones de explotación: salarios de miseria —hasta 6 pesos por bote—, jornadas extenuantes y la imposibilidad de ahorrar. La pobreza extrema trunca el futuro de los jóvenes, obligados a trabajar desde los 11 años

Por Centro de derechos humanos de la Montaña Tlachinollan

En esta tierra arisca la justicia no cabalga en la Montaña. Las familias indígenas luchan contra el hambre todo el año. Los rituales para pedir la lluvia son imprescindibles para que la milpa baile en el día de San Miguel. El 29 de septiembre los pueblos ritualizan la muerte del hambre. La fiesta mayor se da con la llegada de los difuntos que comen los frutos nuevos en el campo santo. El sistema festivo de la Montaña gira en torno al ciclo agrícola. El maíz fortalece los lazos comunitarios, robustece el cuerpo y el espíritu y reanima las luchas de los pueblos que resisten los embates de los agentes depredadores.

En la temporada de siembra muchas familias cierran las puertas de sus viviendas para instalarse en sus tlacololes. Improvisan cobertizos para medio protegerse de los torrenciales, muelen en sus metates y acomodan con piedras sus comales. En medio del sembradío comen y cuesta arriba siembran el maíz con espeque. Cuidan la planta sagrada durante 3 meses, la deshierban, la abonan y vigilan que los animales no le causen daño. Rezan para que no llegue el mal viento ni caiga el granizo. Como observadores de los astros saben cómo se cargará la planta del maíz en la temporada de aguas. 

Antes de cortar y comer el elote tierno, celebran el “xilocruz”: adornan con flores y cruces las milpas en cada esquina del tlacolol y dan gracias por los primeros jilotes que serán presentados como ofrenda ante sus deidades. Este manjar lo saborean y comparten las familias dentro de la comisaría. Es la fiesta en honor a la milpa que esta adornada con listones de colores para bailar y tomar durante toda la noche. Son días de alegría que culmina con la comida ritual en el camposanto al lado de sus antepasados. Después de estos días de dicha, vienen los meses aciagos, de mucha desventura y sufrimiento por su salida obligada a los campos agrícolas del norte del país. 

En la Montaña, desde la década de los 70, cuando la migración era a la sierra de Guerrero al corte de café, la creciente desigualdad dejaba a decenas de familias sin alimento. A varios migrantes les tocó ser testigos de las atrocidades que cometió el ejército mexicano contra las comunidades que apoyaban al Partido de los Pobres (PDLP). Miguel Martínez Peralta, jornalero del pueblo nahua, narra cómo tenían que cosechar el café en los años de la guerra sucia. Recuerda cuando los militares se llevaban a cortadores de café que eran señalados como seguidores de Lucio Cabañas. En los años 80 y 90 las familias jornaleras se desplazaron a los estados de Morelos, Michoacán y Sinaloa principalmente. El problema era el mismo: la falta de trabajo en sus comunidades y la amenaza del hambre.

A pesar de partirse la espalda trabajando de sol a sol, las familias solo regresan con sus enseres domésticos. Las largas jornadas no han redundado en beneficios tangibles. Todas las generaciones de trabajadores deambulan con el estómago vacío. Las niñas y niños padecen los estragos de la desnutrición. Las enfermedades curables son mortales por falta de dinero y porque no hay médicos ni medicamentos en sus comunidades y en los campos donde trabajan. Sobreviven con deudas que se traspasan a los hijos. 

En 35 años, lejos de disminuir, la diáspora de las familias jornaleras se ha incrementado porque en sus comunidades no hay condiciones para subsistir. En los últimos años las niñas, niños y jóvenes de comunidades indígenas han engrosado las filas de millones de personas jornaleras que durante toda su vida van de surco en surco. 

El Consejo de Jornaleros Agrícolas de la Montaña que tiene su sede en Tlapa de Comonfort, registró entre enero y agosto de 2025 a 7,649 personas jornaleras con sus familias. En la montaña, las mujeres representan un poco más de la mitad de las personas jornaleras migrantes, a diferencia de las estadísticas nacionales que registran solamente un 10% de mujeres en la población jornalera[1]. Las mujeres viajan embarazadas, con bebés en brazos y con niñas y niños que representan casi un tercio de la población migrante registrada: en total, 2,218 niñas y niños de menos de 16 años, de los cuales 366 son bebés de menos de 2 años.

La pobreza extrema de estas familias trunca el futuro de la juventud indígena que no tiene acceso a la educación y a los cuidados necesarios para su desarrollo integral. Desde los 11 o 12 años, la mayoría de las niñas y niños ya trabajan como jornaleros; sin su salario sería imposible solventar todos los gastos de la familia, por los bajos salarios que se les paga. Ante la imposibilidad de encontrar otro modo de vida con el estudio, las niñas y niños de 12 años están orillados a juntarse.   

En la mañana de este 6 de octubre llegó a la casa del jornalero en Tlapa una joven pareja Na savi de la comunidad de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande. Venían con 7 hijos de los campos agrícolas de Jalisco, estuvieron 3 meses en el corte de tomatillo. El esposo tiene 27 años y desde niño trabaja como jornalero agrícola, ahora como papá viaja con su familia para que con el tiempo sus hijos trabajen en los surcos. 

Esta vez la jornada de trabajo fue de las 9 de la mañana a las 4 de la tarde, con la posibilidad de seguir trabajando más tarde. “La cubeta de tomatillo la pagaron a 10 pesos. Tuve que echarle muchas ganas para lograr juntar 500 pesos para la comida. También corté chile y me pagaron 27, 32 y hasta 40 pesos la arpilla” (una arpilla representa 30 kilos de producto).

Mientras platicaba compró una bolsita de uvas a una señora que pasó vendiendo a 25 pesos. En la lengua tu’un savi, su esposa de 22 años, con un huipil florido le dice que pida una escoba para barrer el lugar donde descansarán. Comparte unas uvas a sus hijos que juguetean en el piso. Después de saborearlas, con una tenue sonrisa asegura que vienen a descansar un rato en su comunidad.  Su plan es regresar después del 2 de noviembre a los campos de Chihuahua, al corte de chile.

La historia de Anatolio, originario de la comunidad de Río Encajonado, municipio de Cochoapa el Grande, ilustra la sobreexplotación que padecen en los campos agrícolas. Nació el 30 de agosto de 1990 y ha migrado por más de 13 años. Estuvo tres meses en Chihuahua y tres meses en Sonora, mientras su familia permaneció en la comunidad. 

Anatolio nos cuenta que “entre 8 personas teníamos que llenar un tráiler de sandía de 33 toneladas. Me pagaban 230 pesos por tonelada y dos comidas al día. Tenía que cortar de 400 a 500 sandías más o menos, durante cuatro horas. A veces llenábamos dos camiones sin parar, desde las 7 de la mañana hasta las 8 de la noche”. Anatolio habla poco pero con sus manos lo que narra se vuelve comprensible. En su teléfono muestra algunas fotos y videos para mostrar lo rápidos que son los de la Montaña para cortar sandías.  

En el corte de jitomate, le pagaron a 7 pesos el bote de 20 litros. Empezaba a las 9 de la mañana para llenar 100, 140 hasta 150 botes. En los surcos 30 o 40 personas también permanecían bajo el inclemente sol. En el corte de chile en Sonora le pagaban de 6 a 8 pesos el bote. Otros años ha ido a Sinaloa y Jalisco: “La violencia está feo, pero no pasa nada porque andamos trabajando en los campos. Lo único que queremos es trabajar para tener que comer. Está mejor allá porque en la Montaña no hay trabajo. Por eso en enero me voy otra vez”, dice orgulloso Anatolio.

Para doña Jovita, originaria de Francisco I. madero, municipio de Metlatónoc, este año fue su primera experiencia en los campos agrícolas de Jalisco. Sus hermanos la animaron para que fuera a cosechar tomatillo y chile por un mes y medio, que es lo que dura el corte. Le pagaron a 6 pesos el bote. Con mucho esfuerzo lograba recolectar 40 botes de tomatillo, por lo que ganaba 240 pesos al día. Los gastos de alimentación de sus cinco hijos, ascendía a 300 pesos por día: “El trabajo es muy difícil para mí porque tengo que estar agachada por horas. No te tratan bien. Te regañan para que te apures a llenar las cubetas. Por eso le dije a mis hijos que nos regresáramos al pueblo. No me quedaron ganas de volver. Sembramos maíz y frijol, pero por el frío vamos a estar cosechando hasta enero.”

Sufrió mucho porque algunos días no había trabajo: “no traje nada de ahorros porque lo que ganaba era para el gasto diario. La renta está arriba de 2 mil pesos a la semana. Además, había que pagar la luz y el agua. Ahora que regresamos gastamos 9 mil 500 por mi pasaje y los de mis hijos, y aunque son niños me obligan a pagar por el asiento del autobús desde Jalisco”.  

Jovita reclama a las autoridades que no haya apoyo para las mujeres jornaleras. Sembrando vida no la ha beneficiado. Los servicios de salud están fuera del alcance, porque hay que comprar la medicina. Lo mismo pasa en los campos agrícolas donde tienen que pagar para que sean atendidas en los centros de salud, “si no te mueres por enfermedad o por hambre.”   


[1] Censo agropecuario 2022: el 10.7% de la población jornalera agrícola son mujeres

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