24 mayo, 2020
No va a haber un capitalismo verde, porque ni las energías renovables van a dar una energía ilimitada, ni las energías fósiles, ya en retroceso, van a aportar excedentes para construir un nuevo modelo. Pase lo que pase, vamos a decrecer, vamos a ir a menos
Texto: Antonio Turiel* / IPS
MADRID, ESPAÑA – El año 2019 marcó sin duda un hito en la concienciación ecológica global, sobre todo en lo que se refiere al cambio climático. Sin duda, gracias al trabajo de Greta Thunberg y de movimientos como Fridays for Future (Viernes para el futuro), pero también por la concatenación de eventos meteorológicos de gran impacto a lo largo de los últimos años.
La gente de la calle acepta, porque lo ve con sus propios ojos, que un cambio de gran calado se está dando en el clima, y también en el medio ambiente en el sentido más amplio. El problema es ahora conocido y, más importante, reconocido.
La degradación ambiental de nuestro planeta no solo tiene una seria repercusión en la seguridad de las personas, sino también y directamente sobre su salud.
Como explica el profesor Fernando Valladares, la actual pandemia de covid-19 ha sido favorecida por la pérdida de biodiversidad (cuantas más especies, más barreras a la transmisión de enfermedades desde los animales); además, las zonas donde la infección ha tenido mayor incidencia y letalidad, como Lombardía o Wuhan, son zonas de alta contaminación atmosférica, donde sus residentes tienen ya afectados los mecanismos de defensa de sus pulmones.
La proliferación de plásticos en toda la cadena de alimentación y en el agua, el aumento de los metales pesados, la presencia de dioxinas en todo el ambiente y muchos otros problemas completan el cuadro del impacto en la salud de la actividad humana desbocada.
Es evidente que hace falta reaccionar rápidamente y de una manera eficaz, so pena de convertir nuestro planeta en un lugar inhabitable, al menos para nuestra especie.
Gobiernos y empresas han recogido el guante y están preparando los paquetes de medidas adecuados para hacer frente a la emergencia climática, y, en menor medida, al problema ambiental general. Se habla repetidamente de transición ecológica, y ya son muchos los estados que han creado sus propios departamentos y hasta ministerios para preparar esa transición.
Pero, ¿qué es la transición ecológica? ¿En qué consiste esa transición? Sabemos cuáles son sus fines últimos: combatir el cambio climático y, en menor medida, otros problemas ambientales como por ejemplo la contaminación por plásticos. La pregunta pertinente es cómo pretenden llevar a cabo una tarea grandiosa.
Comencemos por lo más básico: aunque obviamente hay que dirigir los esfuerzos de la sociedad a luchar contra el problema que plantea el cambio climático (y demás problemas ambientales), hay que saber que ya no estamos a tiempo de detenerlo.
El balance radiativo de la Tierra no está equilibrado ahora mismo, y le llevará por lo menos un par de siglos antes de que llegue a una nueva temperatura en la que la emisión infrarroja que escapa al espacio tenga la misma energía que la radiación solar absorbida por la Tierra.
Eso quiere decir que, aunque detuviéramos hoy, de golpe, las emisiones de gases de efecto invernadero, la temperatura de la Tierra seguiría subiendo aún un par de siglos antes de estabilizarse, aunque ciertamente lo haría cada vez más lentamente.
Con la cantidad de gases de efecto invernadero ya acumulados en nuestra atmósfera, la inercia climática podría ser suficientemente grande como para alcanzar alguno de esos puntos críticos que desencadenarían un calentamiento incontrolado del planeta por la liberación de grandes masas de gases de efecto invernadero hoy retenidas en la superficie del planeta.
No tenemos ninguna seguridad de que no sea ya demasiado tarde, y no tenemos capacidad de parar el calentamiento global; solamente podemos no agravarlo más y rezar para que no superemos ningún punto de inflexión.
Habida cuenta de la extrema gravedad del problema, se podría pensar que se van a proponer medidas radicales y drásticas para hacerle frente.
Nada más lejos de la verdad. El discurso oficial sobre la transición ecológica, a ambas orillas del Atlántico y extendiéndose por todo el globo, está basado en el Green New Deal (GND), el Nuevo Pacto Verde que nos ha de permitir descarbonizar nuestra economía, al tiempo que crea millones de puestos de trabajo y reduce la pobreza global.
Como idea de principio, no hay mucho que objetar: ¿quién no querría una reducción de emisiones, al tiempo que se genera empleo y disminuye la pobreza? Solamente hay dos problemas. El primero, que el GND es físicamente imposible. El segundo, que sus proponentes lo saben de sobra.
El planteamiento del GND es, esencialmente, una recuperación de la idea del capitalismo verde que empezó a impulsarse hace unas dos décadas.
El leit motiv del capitalismo verde es que es posible reconvertir los modos de producción del actual capitalismo para conseguir que sean “verdes”. Es muy importante el uso del adjetivo verde, porque se pretende eludir la cuestión de fondo, y es que lo que se le debería pedir a nuestro sistema económico y productivo es que sea sostenible.
Como formuló la comisión Bruntland en 1991, “sostenibilidad es utilizar los recursos actuales de manera que las generaciones futuras puedan seguir usándolos de la misma manera”.
Hay, en el concepto de sostenibilidad, una idea de autocontención, de no exceder los límites de los recursos que de manera renovable nos proporciona el planeta, y de no generar residuos a un ritmo mayor de lo que el planeta pueda absorber.
Pero es bien conocido que el capitalismo no es un sistema autocontenido, pues la base del mismo es el crecimiento –sin crecimiento económico la tasa de regeneración del capital es cero o negativa, lo cual destruye el beneficio del capital y con ello al capitalismo–. Por eso mismo, capitalismo verde es un oxímoron o contradicción en términos, del mismo que lo fue y lo ha sido siempre crecimiento sostenible –nada que crezca siempre puede ser sostenible a largo plazo–.
El GND recupera las ideas caras al capitalismo verde, a saber, que se puede conseguir una sustitución de las actuales fuentes de energía fósiles por energías renovables, y eso, combinado con el ahorro y la eficiencia, nos van a permitir mantener el actual sistema económico y productivo, el capitalismo, que está orientado al crecimiento.
Por eso, todos los planes internaciones (el GND europeo) como la nacionales (como la ley española de Transición Ecológica) están orientados a estos principios: renovables, electrificación, ahorro y eficiencia.
La realidad es que todos esos principios están completamente errados si el objetivo real fuera conseguir un sistema capitalista basado en las energías renovables.
Sé que esto choca radicalmente con el discurso principal en nuestra sociedad, y por eso he dedicado mucho tiempo para discutirlo en extenso en múltiples artículos y ensayos, sobre todo en mi propio blog.
Aunque la extensión de este artículo no permitirá explicar con todo detalle por qué es imposible el capitalismo basado en renovables, intentaré enunciar las cuestiones más relevantes.
La primera cuestión a tratar es la de los límites a la producción renovable.
A pesar de que la energía que nos llega del Sol equivale a casi 10 mil 000 veces el consumo energético de toda la Humanidad, esta energía llega dispersa sobre toda la superficie del planeta y con poca exergía –capacidad de hacer trabajo útil–: Es preciso concentrarla y capitalizarla con los sistemas adecuados –presas hidroeléctricas, aerogeneradores, placas fotovoltaicas– para poderla aprovechar.
Esa necesidad de concentración y procesamiento es lo que impone límites al aprovechamiento renovable: no todas las localizaciones son idóneas, no en todas ellas se consigue un buen rendimiento –relación entre la energía que se usa para el despliegue y la que finalmente recupera–, no todas las soluciones tecnológicas son adecuadas –por el uso de materiales escasos o de extracción/producción altamente contaminante–, y la cantidad de energía finalmente aprovechable es finita en última instancia.
Sobre cuál es el máximo potencial renovable hay todavía bastante discusión.
Existen grupos de investigación muy optimistas, como el del Mark Jacobson en la Universidad de Stanford, que opinan que podríamos producir varias veces la energía que se consume hoy en día en el mundo usando medios renovables.
Y hay otros bastante más pesimistas, como el Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas (GEEDS) de la Universidad de Valladolid, que muestran que el potencial renovable de la Tierra se sitúa, en el mejor de los casos, en torno al 30-40 por ciento de la energía que se consume hoy en día, y eso sin contar con otros problemas como la escasez de recursos, la dependencia en los combustibles fósiles o el bajo retorno energético.
Justamente GEEDS es el modelizador principal en los proyectos europeos MEDEAS y LOCOMOTION, y los resultados de su trabajo de modelización es que hay muchos obstáculos en el camino para la transición y que, en todo caso, la cantidad de energía renovable que se podrá explotar es finita y mucho más limitada de lo que se piensa.
Sea como fuera, ni los investigadores más optimistas niegan que haya un límite a la energía renovable aprovechable, y eso significa que nuestro consumo de energía no podrá crecer por siempre y forzosamente el capitalismo, tal y como se entiende hoy en día, deberá terminar en algún momento.
Hay infinidad de otros problemas que van a limitar en la práctica el aprovechamiento renovable: que éste se dirija a la producción de electricidad cuando en nuestra sociedad solo un 20 por ciento de la energía final es eléctrica y el otro casi 80 por ciento es de difícil o imposible electrificación; que se necesitan grandes cantidades de combustibles fósiles para su despliegue y mantenimiento, cosa que es comprometida no solo por las emisiones, sino también de la próxima escasez de combustibles fósiles; que los rendimientos son muy bajos en algunos casos; que se necesitan grandes cantidades de materiales a extraer, con un gran impacto ambiental y con dificultad de provisión en el futuro; y así un largo etcétera.
La otra gran falacia del capitalismo verde tiene que ver con el ahorro y la eficiencia, conceptos que se engloban en la noción más amplia de la desmaterialización de la economía.
La tesis desmaterializadora sostiene que, gracias a las ganancias en eficiencia, cada vez se consume menos energía y materiales por unidad de PIB producida, y que por tanto, siguiendo esta tendencia histórica, se llegará a un momento en que el consumo energético y material disminuirá mientras el PIB sigue creciendo.
Lo cierto es que ningún país ha podido disminuir de manera persistente su consumo material y energético y al tiempo seguir creciendo.
Lo único que se ha visto, en países como Estados Unidos, es que el PIB (producto interno bruto) ha crecido más deprisa de lo que crecía el consumo energético, mejorando la llamada “intensidad energética”; pero aquí lo que ha pasado es la externalización de las actividades más contaminantes y energéticamente costosas hacia países como China, donde ahora se producen los bienes que se consumen aquí, gastando más energía en el transporte.
De hecho, si se analiza el consumo tanto de energía como de materiales implicado por los países occidentales –contando lo que se gasta en otros países aunque se acabe consumiendo aquí–, en realidad no ha dejado de aumentar y de hecho lo ha hecho vertiginosamente durante las dos últimas décadas por culpa de la globalización.
En realidad, toda la entelequia de la desmaterialización no resiste un análisis económico serio: como muestra el economista Gaël Giraud, de cada punto que sube el PIB, 0,6 puntos corresponden al aumento del consumo de energía y aún 0,1 puntos más vienen de las mejoras en eficiencia, suponiendo trabajo y capital solo los 0,3 puntos restantes.
La realidad de nuestro mundo es que el capitalismo, de hecho, se está muriendo; de una muerte lenta y agónica, pero se está muriendo.
De lo que nadie está hablando es que nosotros no vamos a abandonar de grado los combustibles fósiles, sino que son los combustibles los que nos están abandonando a nosotros.
La producción de petróleo crudo cae lentamente desde 2005 porque ya no quedan yacimientos rentables que explotar, y los malos sucedáneos de petróleo con los que hemos intentado compensar esta caída son ruinosos –que se lo expliquen a Repsol, qué le pasó con Talisman–.
El carbón y el uranio también han comenzado su proceso de declive, el gas natural se espera que empiece su declive final antes de que acabe la década. La grave crisis económica que se está desatando por la crisis sanitaria de la covid-19 hará que aún se invierta menos en exploración y desarrollo de pozos de petróleo, lo cual acelerará aún más el proceso de declive de los combustibles fósiles.
Durante los próximos años veremos que el precio del petróleo oscila salvajemente mientras la producción petrolera decae de manera precipitada e irrecuperable. Estamos ya en la era del declive energético inevitable, y nos va a faltar energía cuando más falta nos hacía para financiar la transición.
No va a haber un capitalismo verde, porque ni las energías renovables van a dar una energía ilimitada, ni las energías fósiles, ya en retroceso, van a aportar excedentes para construir un nuevo modelo. Pase lo que pase, vamos a decrecer, vamos a ir a menos.
Podemos pretender que eso no está pasando y mantener la entelequia de que vamos a mantener este sistema pero con energía verde, que tras la covid-19 vamos a volver a la normalidad: la consecuencia será que solo los ricos podrán beneficiarse y el resto de la población se empobrecerá y será desposeída.
La alternativa es explicar correctamente a qué le tenemos que hacer frente y organizar un decrecimiento ordenado y lo más igualitario posible.
¿Por qué apuestan ustedes?
El autor es científico titular del español Instituto de Ciencias del Mar (ICM-CSIC). El artículo fue publicado originalmente por The Conversation. Lo publicamos como parte de un acuerdo de IPS con la Red de Periodistas de a Pie.
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