Pienso en el bisabuelo que parecía mulato, el hijo de una mujer de apellido Jerezano, que creció en Sihuapan, al amparo de los ríos, la tienda de raya y el tabaco. Y pienso en el Sur. Pienso que el sur es más amplio de lo que pensamos
Por Lydiette Carrión / @lydicar
Es curioso, pero hasta que llegué a Houston no tenía una conciencia cabal de que habría de vivir un tiempo en lo que se conoce como el Sur de los Estados Unidos, ese horizonte geográfico y temporal en el que la esclavitud fue una realidad que devoró miles de niñas, niños, mujeres y hombres, quienes fueron arrebatados de sus comunidades en África. El sur, ese amasijo de estados que se unieron en una confederación, bajo el lema de defender el derecho a esclavizar a otros seres humanos. He repasado ese ambiente hermoso, recargado y gótico –como llama el periodista houstoniano David Dorantes al sur– que oculta con su elegancia vieja tanta violencia.
¿Bajo qué alegato se puede justificar algo así? Distintas culturas lo han hecho durante siglos. Y quizá la cultura más esclavista de todas ha sido la europea en la Edad Moderna, la era de la Racionalidad. De hecho el siglo de las Luces, el de la máxima racionalidad, fue erigido con el trabajo forzado, los maltratos, la tortura de miles.
Pero mis aproximaciones erráticas no me han llevado al núcleo, el sur aquí en EEUU, sino que me han llevado a Cuba. Es como si el destino no me permitiera entrar en lo más profundo de la realidad esclava justo en este lugar que camino, sino que me da vueltas. En una de mis clases recientemente revisamos a grandes rasgos –sólo por encima, pues– la historia de la esclavitud en Cuba, y leímos a la cubana Lydia Cabrera, escritora, antropóloga, lesbiana, una mujer blanca de corazón negro, a quien la población negra. Así escribió unos folklóricos cuentos compilados en un librito: Cuentos negros de Cuba. Y también hizo un compendio de sabiduría popular afrocubana: El Monte.
Desde que he estado aquí, insisto, he pensado sobre el esclavismo en Estados Unidos, pero estas lecturas me llevaron a “ver” el esclavismo de todo el Caribe y al hecho de que en México también hubo tráfico, venta y tortura de personas esclavizadas. Quiero ser clara en esto: por supuesto cada niña, niño del país sabe que hubo esclavos en México, pero pareciera que es algo lejano, y que de hecho, “no fue algo tan grave” como la historia del racismo y el esclavismo en Estados Unidos.
¿Es así o ni siquiera hemos empezado a rascar la superficie?
En los últimos años de hecho, varias colectivas en México trabajan por hacer visible la raíz negra de nuestro país, nuestra negritud. Y pienso en ello porque en las historias de Lydia Cabrera no está necesariamente la violencia, sino la existencia, la visión, las historias y leyendas del pueblo afrocubano. Sus personajes, sus historias, sus dioses y diosas cachondas, su sexualidad abierta, sus jicoteas andróginas y milenariamente sabias. Las entidades de los bosques y los lagos, la diosa del mar, un mar que es dadora y quitadora.
Pero eso está tan oculto…
Mi familia proviene de los Tuxtlas Veracruz. Ahí viví sobre todo un año de secundaria, en una escuela privada en una casa espantosa, que pretendía ser lo que ahora llamamos fifí. La educación era muy diferente de mi escuela anterior, en la Ciudad de México. Fue cuando supe que tenía yo un privilegio por haber estudiado en una escuela más o menos progresista, que promovía el pensamiento y el cuestionamiento. No todos tienen esa educación, comprendí.
En los Tuxtlas, todo era difícil, precario y autoritario. Estaba muy mal visto cuestionar algo al profesor. Recuerdo en particular, una vez, le pedí a la maestra de matemáticas que me explicara porque no le entendí, y todas las niñas se sorprendieron y cuchichearon por haberme atrevido a expresarlo.
La clase de historia era espantosa. El profesor era un tipo desagradable que se la pasaba dando opiniones racistas y misóginas mientras todas y todos guardábamos silencio. Opiniones racistas tipo: “en Estados Unidos, los ingleses mataron a todos los indios. En México, los españoles se casaron con las indias. Por eso Estados Unidos es más avanzado, aunque al menos no matamos tantas personas”. Misógino tipo: “tanto en la naturaleza como en la sociedad, es antinatural que la mujer busque al hombre. Es contra natura”.
Pero en una de esas horrorosas clases, recuerdo, que dio un dato estadístico: ahí en los Tuxtlas, la población era mayormente indígena y negra.
Me sorprendió. Yo no lo veía. No veía la raíz negra. Pensé que quizá eso explicaba el cabello rizado de algunas de mis compañeras; y quizá por eso el color de la piel de varios de mis compañeros era tan oscura, más oscura que la que yo veía en otras poblaciones indígenas de la ciudad de México. Pero no se hablaba de ello. Una negritud negada.
Y luego estaban los brujos. Los Tuxtlas ha sido famoso por ser sitio donde se practica la brujería de una forma fenomenal. No creo que ninguno de los niños que hayamos crecido ahí no sepa al menos las historias de chaneques, las leyendas en torno al cueva del diablo, la importancia de la reunión anual de brujos, o que no se haya hecho al menos una limpia en alguna choza por la laguna o por la barra de Cosamaloapan. Pero, y ahí está el quid, siempre pensé que se trataba de una cultura “puramente indígena”.
Lo recuerdo como ayer, y entonces tenía 14 años. Supe que había algo completamente nuevo en mi sistema de pensamiento: esta tierra era una tierra negra. La magia, las historias que amaba no son puras. La gente y los ojos que me miran, me sonríen, son algo más de lo que sé. Pero no sé cómo nombrarlo.
Lo curioso es que, más de 30 años después, aquí en el sur de los confederados, repienso esa negritud de la tierra de mi familia, escondida tras siglos y siglos de mestizaje –un mestizaje cultural–. Pienso en el bisabuelo que parecía mulato, el hijo de una mujer de apellido Jerezano, que creció en Sihuapan, al amparo de los ríos, la tienda de raya y el tabaco. Y pienso en el Sur. Pienso que el sur es más amplio de lo que pensamos. Que hace falta tanto por desenterrar… y pienso que es hora de ir a Nueva Orleans, ciudad a la que la doctora Mabel Cuesta (en cuya clase leí a Cabrera) llamó “la ciudad más caribeña de todas”. La ciudad donde el empaste que cohesiona esa belleza es esa tercera raíz. Pero no creo que llamarla tercera raíz se correcto, es quizá la raíz oculta, la raíz escondida, la raíz olvidada.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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