Es reprobable cualquier forma de censura, pero también es momento de preguntarnos si es pertinente que la política y el debate público sigan dependiendo de plataformas que no son patrimonio público, sino empresas privadas
Twitter: @chamanesco
En marzo de 2009, el empresario Donald Trump abrió una cuenta de Twitter que permaneció prácticamente inactiva durante dos años. En 2011, asesorado por el experto en social media Justin McConney, Trump descubrió el potencial de la red social.
Muy pronto, el excéntrico millonario descubrió que con un solo mensaje escrito con desenfado, al que quizás podría añadirle un video de algo tan cotidiano como explicar por qué come pizza con cubiertos, podía brincarse a medios y periodistas, prescindir de conferencias de prensa y boletines, y comunicarse de manera directa con miles de personas.
La cuenta @realDonaldTrump comenzó a crecer a partir de 2012 y, desde entonces, su actividad se desbordó: pasó de 750 tuits en 2011 a 8 mil en 2013, 40 mil en 2018 y más de 50 mil en 2020.
Twitter, junto con Facebook, se convirtió en el medio de comunicación preferido de Trump después de 2015, cuando anunció que buscaría la Presidencia de Estados Unidos. En las redes sociales de internet, el magnate fue dando forma a una insólita candidatura que, al momento de lanzarse, parecía condenada al fracaso.
Muy pronto, Twitter y Facebook se convirtieron en plataformas de reunión y organización de sus seguidores, que crearon potentes comunidades de promoción del voto de cara a los comicios de 2016.
Nada que no hubiera hecho, ocho años antes, el carismático Barack Obama, quien además convirtió a las redes en un potente motor para encontrar patrocinadores a su campaña.
Pero lo de Trump rompió por completo los cánones de la política, al hacerse primero de la candidatura republicana y al derrotar después, contra todo pronóstico, a una poderosa integrante del establishment de la política norteamericana.
La victoria de Trump se explica por su estrategia de comunicación, que nunca transitó por los medios poderosos y tradicionales, sino por las plataformas alternativas que ofrece internet.
Su triunfo, sin embargo, se vio opacado por un escándalo que puso en entredicho la nobleza de las “benditas” redes sociales: Cambridge Analytica, una empresa basada en Inglaterra que, mediante el uso de la Big Data almacenada en Facebook, esparció “fake news” y campañas de odio dirigidas contra Hillary Clinton entre sectores afines a Trump perfectamente microsegmentados, lo que habría sido clave en el sorprendente resultado electoral de noviembre de 2016.
Por haber compartido con Cambridge Analytica los datos de más de 87 millones de usuarios, Mark Zuckerberg fue sentado en el banquillo de los acusados y, después de un largo litigio, Facebook fue multado por la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos con una sanción histórica de cinco mil millones de dólares.
Nada parecía ser igual después del escándalo Cambridge Analytica, que puso al descubierto los peligros de poner en manos de las grandes empresas transnacionales de tecnología los datos personales, hábitos, aficiones e información de millones de ciudadanos de todo el planeta.
Dos documentales de Netflix han puesto de relieve esta situación en los últimos dos años: Nada es privado (2019) y El dilema de las redes sociales (2020), en los que exempleados de Cambridge Analytica y de las propias empresas de redes sociales han dejado testimonio sobre el uso de los datos personales con fines comerciales y otros, y el alto potencial de manipulación que puede alcanzarse gracias a algoritmos que analizan el rastro que dejan los usuarios y que pueden predecir conductas y hábitos con extraordinaria exactitud.
En su libro La era del enfrentamiento, el escritor francés Christian Salmon ha comparado a las empresas de tecnología (las temibles GAFAM, Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft… le faltó añadir a Twitter) con un imperio sin fronteras, en el que la Big Data permite almacenar en sus poderosas “nubes” los sueños, los anhelos y las aspiraciones de toda la humanidad.
“Lo que a partir de ahora se despliega es también el espíritu de nuestra época, a través de las redes sociales, diseminado en mil datos que se clasifican, se seleccionan, y se transforman en perfiles y en normas de comportamiento… Es un imperio sin fronteras. No aparece representado en los atlas. Al este o al oeste, al norte o al sur. Sin embargo, dentro de poco gobernará el planeta. No tiene un territorio dotado de contornos precisos. Y se lo reconoce menos por sus coordenadas que por su capacidad de desorientación”, explica Salmon.
En una época así, donde las posturas políticas, las ideologías, las afinidades electorales, las simpatías, las críticas, las diatribas, los llamados a la movilización, la resistencia civil y el debate público circulan cotidianamente en las redes sociales, personajes como Donald Trump encontraron un mundo idóneo para difundir su pensamiento, e imponer su propia versión de la historia.
No en balde, se atribuye a Trump la creación el concepto de “posverdad”, entendida ésta como esa verdad alternativa basada no en hechos, sino en lo meramente emocional, aquello que me permite recrearme en mis prejuicios, sin la incomodidad de confrontar mi pensamiento con la realidad, y mucho menos con la manera de pensar de los demás.
En ese territorio creció Trump, y llegó hasta la Casa Blanca.
Y desde esas plataformas gobernó, apelando siempre a su propia narrativa, a su posverdad y a sus hechos alternativos, como la versión de que fue derrotado por un gigantesco fraude electoral el pasado mes de noviembre.
En una gran paradoja, Twitter, Facebook y su filial Instagram han decidido bloquear las cuentas del presidente Donald Trump, al menos hasta que deje de ser presidente, después de la toma del Capitolio del pasado 6 de enero.
El empresario que llegó al poder impulsado por la nueva forma de hacer comunicación política impuesta por las redes sociales, y que gobernó cuatro años a base de tuitazos mañaneros, se ha quedado sin su megáfono favorito.
Argumenta Twitter que Trump ha violado las reglas de uso de la red social (“no puedes hacer amenazas violentas contra una persona o un grupo de personas. También prohibimos la glorificación de la violencia”).
Asegura Zuckerberg, que las cuentas de Trump en Facebook e Instagram se bloquearon porque, en el proceso de transición que se vive en Estados Unidos, no puede permitirse el uso de la plataforma “para incitar a una insurrección violenta contra un gobierno elegido democráticamente».
La decisión ha reabierto el debate –en todo el mundo– sobre el poder que han alcanzado las empresas de tecnología que, en última instancia, son dueñas de las redes sociales.
Algunos han celebrado, por favorecer a la democracia, una decisión que, vista en frío, parece una manera de lavarse la cara –sobre todo en el caso de Facebook–, luego del papel jugado para empoderar a Trump en 2016.
Otros se han molestado y, como lo ha hecho el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, han acusado a Facebook y Twitter de “censurar” indebidamente a Trump.
Y sí, es reprobable cualquier forma de censura, pero también es momento de preguntarnos si es pertinente que la política y el debate público sigan dependiendo de redes sociales y plataformas que no son patrimonio público, sino empresas privadas en las que existen términos y condiciones de uso, y a las que cada año, millones de personas en todo el mundo le regalamos voluntariamente información esencial sobre nuestros datos, nuestros gustos, nuestras costumbres, nuestros sueños, nuestras ideas y, también, nuestras afinidades políticas.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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