1 mayo, 2020
En la contingencia sanitaria para contener la pandemia de coronavirus, decenas de pueblos originarios suspendieron sus peticiones de lluvias. Estos rituales prehispánicos se realizan los últimos días de abril hasta el 1 de mayo
Texto: Marlén Castro / Amapola Periodismo Transgresor
Fotografía: Salvador Cisneros
El primer guajolote que se va a ofrendar despierta simpatías. Tiene una coronita rosa magenta hecha con papel de china.
El huehueyotl –el intermediario entre la gente y los dioses—, hincado sobre una piedra cuya mitad está al aire en un precipicio que da vértigo, eleva el ave al cielo y luego la avienta al vacío. El guajolote lucha contra la gravedad pero cae estrepitosamente. Le cortaron las alas.
Es la primera ofrenda sacrificial del año en el pozo de Oztotempan –aunque muchos alegan que es una cueva– un sitio ceremonial en una falla geológica de la Sierra Madre del Sur, un hoyo de unos 300 metros de diámetro, del tamaño de una cancha de futbol profesional, y de profundidad desconocida.
La gente se coloca alrededor de la caverna, de pie el precipicio, para ver cómo caen las ofrendas. Es peligroso. Las ofrendas son a la mañana, después de una noche de desvelo, mezcal y danzas. Ha habido desplomados y nadie ha sobrevivido para contarlo.
El huehueyotl, ya no es el viejo del pueblo, explica Félix Flores Limón, autor del libro El mito y la realidad de la Atzazilixtli, en Oztotempan, un documento de 320 páginas para que la gente comprenda el significado de la ceremonia.
Ahora este papel lo representa un hombre joven, con la fuerza suficiente para mantener la espalda recta y firme, mientras, hincado sobre la piedra, ora, reza y sahúma al arrojar cada pieza. Si tambalea, el ofrendador puede convertirse en ofrenda.
El huehueyotl de este año tiene estilo country. Trae una camisa vaquera color azul turquesa, con estampas de caballos y gallos, pañuelo rojo en la frente y huaraches de plataforma, de unos 48 años y quien, de acuerdo al rito, ha ayunado 15 días para purificar su cuerpo, alma y espíritu.
Luego de los sacrificios de las aves, en esta ocasión fueron cinco, vienen las ofrendas con comidas preparadas, contenidas en una especie de lámparas gigantes, hechas con maguey, adornadas con flores llamativas y aromáticas que, dicen, son como les gustan a los dioses.
El momento de la ofrenda es el desenlace de la ceremonia. Atrás, hay una jornada de desvelo para elaborar las ofrendas, un ascenso de más de cinco horas y mucho, mucho mezcal.
De la ofrenda en el pozo de Oztotempan, para llamar al agua, en Atliaca, municipio de Tixtla, región centro de Guerrero, no hay fotos. Los demandantes del agua prohíben que la gente suba con cámaras. Aseguran que los dioses se enfurecen y, como castigo, mandan sequía.
“Siempre hay una razón para la sequía, la gente siempre va a buscar el motivo y lo encuentra; que porque el santito no estaba bien puesto, que alguien no participó en la ceremonia como debe ser, que fue porque alguien dejó de creer. La gente busca la respuesta en los sueños y en el sueño sale la razón”, explica Félix Flores Limón, ingeniero agrónomo, especialista en suelos, y autor del libro sobre esta ceremonia.
Flores Limón es originario de Atliaca, como especialista en suelos sabe que las sequías se dan por ciclos y que hay razones científicas, pero dice que la ceremonia de Atzazilixtli, el llamado al agua, tiene una raíz cultural e identitaria que moviliza otras fuerzas.
“Si la gente tiene fe que va a llover, va a llover”, dice en su casa de Atliaca mientras se prepara para la ceremonia.
Atliaca, es una comunidad nahua que se ubica sobre la carretera Tixtla-Apango. El 1 de mayo de cada año, los habitantes tienen una cita con sus dioses, para pedirles agua.
A la festividad, una de las más famosas peticiones de lluvias, se unen personas de diferentes profesiones, principalmente antropólogos. Federico Sandoval Hernández, economista y aficionado a la antropología, junto con Arturo Maldonado del Moral, quien hace su tesis de doctorado sobre esta ceremonia, van en la procesión de la Santa Cruz en la que también hay etnólogos, arqueólogos, geógrafos, geólogos y periodistas.
Maldonado ha venido varios años. Cuenta con molestia que los jóvenes de Atliaca no valoran su festividad, la que cree, es la más trascendente en esta entidad del sur del país. Cuenta que con la construcción de la carretera Atliaca-Apango, los jóvenes de ahora suben al cerro en carro, soslayando la importancia del trayecto a pie.
La festividad comienza con una procesión. La gente de Atliaca y los visitantes, unas 300 personas, salen del pueblo, alrededor de las seis de la tarde, en medio de cohetes y música de tambora, también acompañados de litros incalculables de mezcal, la bebida inseparable de estos rituales.
La procesión de la Santa Cruz consiste en un recorrido con cruces previamente bendecidas y un encuentro con otras cinco cruces en diferentes puntos de Atliaca y del cerro de Oztotempan.
La antropología dice que en las fiestas ceremoniales como la de Atliaca, los indígenas adaptaron imágenes católicas a sus ritos para no ser víctimas de la Inquisición. Así que esta cruz no es aquella de la crucifixión, sino una resignificación, y sus lados, representan los cuatro rumbos del universo.
El recorrido se escucha en todo Atliaca. Nadie permanece indiferente a la ceremonia. Los cohetes, tambores y trompetas no lo permiten.
Comienza el ascenso al cerro. Los primeros 30 minutos son ligeros, pero cuando alguien de los que hace este viaje por primera vez, pregunta cuánto falta para llegar, la brecha comienza a parecer algo sin fin.
Alguien contesta que lo que se ha avanzado es apenas el inicio del camino, que a la cúspide del cerro y el pozo de Oztotempan, se llegará como en cuatro horas más, entonces los pasos se hacen lentos, cada vez más lentos.
Arturo Maldonado, antropólogo de campo, porque la escuela lo que formó fue a un abogado, va haciendo recomendaciones todo el tiempo a los visitantes. “Pasos cortos, lentos, para que la energía alcance y para no lastimarse con las piedras puntiagudas del suelo”.
Hay gente que sube rápido. Dice Maldonado que son de Atliaca, gente acostumbrada a subir y bajar el cerro. Los de fuera van despacio, al ritmo que permite el pulso cardiaco y la presión sanguínea.
Una hora después de iniciar el ascenso todo está oscuro, envuelto en sombras, sólo es posible continuar adelante con lámparas, hacia atrás se puede ver cuánta gente se quedó rezagada. Sus luces tintinean sobre el camino como una culebra brillante.
A falta de la vista, el olfato y el oído. La tierra huele a humedad, sin duda llovió hace un par de días. Más adelante huele a quemado, dicen que un incendio forestal arrasó con los encinos y las palmas de soyate, que cuando todo parecía perdido, una lluvia que llegó sin nubes de tempestad, apagó el cerró.
Durante una buena parte del trayecto se respira este olor a chamuscado y ya acostumbrados a la oscuridad es posible apreciar los árboles quemados, negros, de un negro distinto a la noche, en esta noche sin luna.
Ehecatl sopla. Su regalo fresco da aliento. Aún falta mucho, pero ya se anduvo más de la mitad del camino. Ya no se oyen pláticas, sólo las pisadas y las respiraciones agitadas, algunas demasiado agitadas, como se oirían en un lecho moribundo.
–¿Estás bien? Pregunta preocupado Maldonado del Moral a Federico Sandoval Hernández.
La respiración de Sandoval ha espantado a Maldonado, quien por sus investigaciones sube al pozo de Oztotempan, dos o tres veces al mes.
–Todo bien, dice Sandoval regulando la respiración y ambos, Maldonado y Sandoval, en un arranque de orgullo componen el andar cuando son rebasados por una abuelita de unos 80 años.
Conforme se continúa ascendiendo, Ehecatl avienta un aire frío y la brecha ya es parte de un bosque espeso de encinos. Aquí no llegó el incendio, no huele a quemado y se oyen crujir, bajo los pasos cansados, las hojas secas de los encinos, que forman una alfombra espesa.
Falta poco. De la falda del cerro hasta este punto se ha ascendido unos mil 200 metros, y ya se está a unos 2 mil 500 metros sobre el nivel del mar, Oztotempan no es el Tibet, pero como en esa ciudad sagrada de Asia, la bóveda celeste con sus constelaciones estelares, también parece muy cerca. Los grillos cantan, se escuchan cuando callan las pastoras que acompañan a las hermandades de la cruz.
A esta procesión hacia Oztotempan se le llama encuentro. La gente de Atliaca y de los pueblos vecinos le llama así porque en la cima se juntan los demandantes de agua de varias comunidades, alrededor de unas mil 500 personas, quienes llegan de caminos distintos.
Para los estudiosos de la ceremonia, el encuentro se refiere al contacto entre lo terrestre y lo celeste; a lo mortal, con lo eterno.
En la década de los setentas, la antropóloga María Teresa Sepúlveda, en un estudio pionero sobre la petición de lluvia en Oztotempan asegura que en esta petición participan alrededor de 30 comunidades. Marcos Matías, en 1997, en el texto la agricultura indígena en el estado de Guerrero, menciona 15.
Se llega a la cima, alrededor de las once de la noche, con los pies acalambrados, cinco horas después de comenzar a subir el cerro. Hilos de sudor escurren por los cuerpos castigados.
En pocos minutos, el frío comienza a calar hasta los huesos. Traspasa los rebozos de las mujeres y los jorongos de los hombres.
La gente de Atliaca que subió al pozo de Oztotempan no fue la única, ni la primera en llegar. La iglesia en la cúspide del cerro ya está llena de flores, copal, incienso y semillas. De otros pueblos llegaron primero.
La gente de cada comunidad participante arriba a la cúspide del cerro en medio de música, cohetes y tambores. Prende veladoras y deja sus semillas en la iglesia para que su siembra sea bendecida por sus dioses.
Las danzas y las bandas de música desfilan frente a la capilla que contiene 58 cruces adornadas con cempazuchitl, representando al mismo número de comunidades de la región Centro y de los pueblos nahuas del Bajo Balsas que ofrendan en Oztotempan. Por su parte, grupos de señores se ponen a buscar el maguey y las señoras a cocinar lo que van a ofrendar.
En el cerro aunque se quiera dormir, las danzas y los tambores, lo hacen imposible. Durante la noche y madrugada ocurre un desfile de gente que entra a la capilla atiborrada de comida, velas, copal humeante, jarros de café con pan y canastos de semillas de maíz, frijol y calabaza –tres elementos esenciales en la comida tradicional mexicana– a depositar más de todo lo que ya hay en abundancia.
La ceremonia de petición de lluvias es, sobre todo, una fiesta de preservación de semillas, explica Federico Sandoval Hernández.
La ceremonia en el pozo de Oztotempan es una lucha contra los transgénicos, la resistencia de los pueblos indígenas a la guerra alimentaria de las trasnacionales que quieren arrebatar a los pueblos sus semillas nativas; es decir, su autosuficiencia, agrega el especialista.
México es el país maicero por excelencia. A nivel nacional, se consumen 200 kilos anuales por habitante, y en Guerrero, se rompe la media nacional. Aquí se consumen 300 kilos anuales por persona.
Durante la noche, las mujeres elaboran las ofrendas. Una especie de lámparas gigantes en forma de cono, hechas con chicaxtli, la parte central del maguey, dentro del cual va el mole, los tamales y diversas frutas, que traen cargando desde sus pueblos.
Las mujeres se afanan en hacer la comida y los hombres en buscar los magueyes más grandes. Cuando lo tienen consigo, quitan las pencas hasta llegar al chicaxtli, el corazón de la planta, cuando lo consiguen, lo sujetan con dos palos largos y un aro de madera, sobre el que cuelgan las flores, piezas de pan y veladoras.
Cuando ya está preparado el mole verde, hecho con semilla de calabaza y los tamales, con semilla de maíz y de frijol, las mujeres llenan los chicaxtlis, y luego los adornan con flores. Culminan la preparación colgando velas y piezas de pan.
Cada grupo, compite para presentar la pieza más bella. Terminadas son un regalo a la vista y al olfato por los olores y colores azul, rosa y amarillo, de las flores de cempazuchitl, cacaxochilt, gladiolas y crisantemos. Ya listas, las cuelgan de las ramas de los encinos.
Cuando el huhueyotl lanza cada una de estas pieza al vacío, una por cada mes del año, el cono gira como una pirinola gigante, a veces se voltea o destroza en el camino, cuando ocurre lo segundo la gente lo lamenta en un murmullo multitudinario; se cree que si no cae bien, los dioses no quedarán satisfechos, y la cosecha no será abundante.
Se regresan a sus pueblos con un puño de semillas, una mezcla de todas las comunidades que tributaron y un ramito de flores, como reliquia de la visita a Oztotempan.
La semilla está bendecida y lista para la siembra, ahora sólo hay que esperar que un Tláloc satisfecho mande la lluvia en la cantidad exacta; ni demasiada que inunde las parcelas, ni menos de la que se necesita para que las milpas crezcan y, además, sin distingo para ningún pueblo.
Termina la ofrenda y con ella la ceremonia. De acuerdo al ritual, los demandantes de lluvia tienen que dejar el cerro sagrado, en medio del calor insoportable de medio día.
La gente comienza a descender, los mil 500 metros que subió la tarde-noche anterior.
La primera mitad del descenso es agradable, las veredas están cubiertas de encinos y proporcionan sombra a los desvelados y mezcaleados devotos de la cruz.
El sol no quema, abrasa. El cuerpo no suda, se derrite. Una buena cosecha de maíz lo vale.
*Este texto se elaboró en 2013, el año de la devastación en Guerrero por Ingrid y Manuel, ocurrida entre el 13 y 16 de septiembre. No se había publicado en ningún medio. Este año, por la pandemia, en la ceremonia en el pozo de Oztotempan sólo participarán los principales del pueblo. No se permitirá la participación de gente ajena a la comunidad. Las fotos junto a este texto corresponden a un ritual celebrado en región Montaña.
Este trabajo se publicó originalmente en Amapola Periodismo Trnasgresor, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Puedes consultar la publicación original en este link.
Es originaria del estado de Guerrero, en donde ha sido reportera durante 26 años, cubre principalmente temas de derechos humanos relacionados con los efectos sociales, ambientales y de salud en las comunidades, a causa de los proyectos extractivistas. Actualmente es coordinadora general del medio digital Amapola. Periodismo transgresor.
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