Una familia entera, padres e hijos grandes y pequeños. Todos perdieron la vida en un accidente carretero cuando se trasladaban para trabajar, lejos, muy lejos de su hogar. En Juanacatlán, Guerrero, les dan el último adiós, sin olvidar que estas muertes son producto de la explotación y el abandono.
Texto: Isael Rosales/Tlachinollan
Fotos: Lenin Mosso/ Tlachinollan
JUANACATLÁN, GUERRERO.- “Me siento muy triste, ahora quién estará conmigo. Mis nietos ya no vendrán a mis brazos. Me quedo desprotegida”.
Así se expresa doña Rosa Díaz Cano, madre, suegra y abuela, con lágrimas en el rostro. Se queda pensativa, baja la mirada a la tierra, pero en breve regresa a la realidad en esa espera larga para ver los cuerpos de su familia que regresan a su hogar.
No se imaginaban que la muerte merodeaba en el asfalto, donde la señal de peligro no existe porque las autoridades están ausentes; pero en ese tramo de la carretera la raya amarilla se pierde, ahí termina la esperanza de seguir hacia los campos agrícolas para laborar como jornalero o jornalera. La noticia llegó como el viento a la comunidad Mè’phàà, caló el alma de doña Rosa de 83 años y don Silvestre de 88 años porque no tenía que ser así: sólo en las guerras pasa que los padres sepultan a los más jóvenes. Esta vez se trata de una familia indígena jornalera que desde que tenían 12 años andaban en los surcos de la explotación, la esclavitud y el olvido.
Este 26 de agosto de 2021, como a las 13:00 horas, llevaron los féretros, pero antes los cuerpos de Raúl Ríos Díaz y Antonia Félix Martín, sus hijos Jonathan de 12 años, Moisés de 10 años, Misael de 8 años y Rey de 5 años en la Iglesia de la comunidad, donde el rezandero habló en lengua Me’phaa. El día lunes, 23 de agosto de 2021, perdieron la vida en un accidente en la carretera entre Atotonilco-La Barca, en el estado de Jalisco. La única sobreviviente de la familia fue la niña Rosa de 7 años, mientras que la nuera y nietas resultaron tan heridas que permanecen en el Hospital Comunitario de Atotonilco el Alto, siendo atendidas.
El pueblo despidió a las seis personas fallecidas con flores, veladoras y cantos religiosos, acompañado de tres bandas de otros lugares que llegaron a solidarizarse con el dolor de la familia. En el panteón comunitario, en las tumbas se depositaron dos pañuelos de color café a cada uno, que son el símbolo del trabajo en los campos agrícolas. También depositaron ropa y demás pertenencias personales porque se creé que en la otra vida se van a utilizar. La niña que sobrevivió al accidente, pensativa, solo observa los ataúdes, en su cabeza tiene una venda por el golpe que recibió con el impacto, cuando el vehículo salió del camino para caer al precipicio; se contiene, mira a todos llorando y al final le ruedan dos gotas de agua sobre el rostro, resbala a la tierra, se levanta y camina con una hermana más grande por la orilla, toma un poco de tierra para dársela a sus padres y a sus hermanos, un adiós, una incertidumbre, un ya no están o un abrazo.
Es un hecho insólito porque nunca había pasado en la historia desde que yo tengo memoria, aseguró uno de los habitantes; el dolor es del pueblo.
La lluvia anunció la llegada. El 25 de agosto, como a las 17:00 horas, fue cuando llegaron dos carrozas, la comisión puesta por las autoridades comunitarias en la entrada de la comunidad, las habían parado para recibirlos con tres bandas de viento y decenas de mujeres, hombres, niñas y niños; así caminaron hasta la morada de la familia fallecida.
Unas horas antes el día estaba descolorido, pálido. La angustia, el dolor se combinaban con las ansias de la llegada de la familia; quizá estaban con vida, anhelan algunos, posiblemente podría ser una noticia exagerada. La incertidumbre maquinaba una serie de pensamientos que iban de la imaginación a la realidad. Salían las lágrimas de a ratos. Los habitantes del pueblo llegaban de uno en uno para solidarizarse con refrescos, maíz, frijol, veladoras, incluso recursos económicos.
Otros ayudaron a excavar y hacer las tumbas en el camposanto, mientras las mujeres ofrecían de comer. Más del mediodía transcurrió entre sensaciones de melancolía colectiva, se abrazaban, lloraban. Así es toda la tarde hasta que llegan.
Empezaron a bajar los ataúdes de las dos carrozas. Los rostros afligidos, ya que algo así nunca antes había pasado en el pueblo. La familia en sollozos contenidos por el abrazo del primo, el tío, la tía, las abuelas, los abuelos, el dolor llegaba al alma, ellos mismos se consolaban, pero sabían que ahí estaban todos y que el dolor era de todos. Al fin habían llegado, pero no de la forma esperada. Don Silvestre Ríos Solano, esposo de doña Rosa, alzó sus brazos al cielo y le habló con la palabra sabia a su hijo Raúl, a su nuera Antonia y a sus cuatro nietos, sintió resbalarse, pero no era por la tristeza ni por la sensación de llorar sino por una piedra mal colocada en el patio de su casa. Volvió a extender sus brazos para pedir una explicación a la vida, a la esperanza de salir de la pobreza, a los 88 años castigado por las carencias. Un abrazo de ausencia, de que ya llegó su hijo. Así era cada vez que llegaban de los campos agrícolas.
Preparan todo en la casa de adobe y techos de lámina, ponen tres sartenes con el copal, las flores, encienden las velas y veladoras. Está todo listo, el rezandero empieza y la banda de viento acompaña con los cánticos.
Yacían sus cuerpos en el piso de tierra, inmóviles y sin respirar. Ahí estaban rodeados de personas del pueblo que lloraban su partida. Las filas de mujeres y hombres con flores y veladoras encendidas pasaban de dos en dos para evitar contagiarse de Covid-19. El rezo no paraba y la banda de viento en una cocina de bajareque (material de palos y lodo), lo más que pudieron construir con el trabajo en los campos, pues esta vez regresarían con algo de dinero, pero hasta eso les arrebataron en el camino de la muerte.
La familia Ríos Díaz llevaba varios años migrando a los campos agrícolas de Sinaloa, Baja California, Zacatecas, Jalisco y Michoacán en busca de una esperanza para mejorar sus condiciones de vida. El año pasado sembró su milpa, pero fue difícil sostener a su familia porque apenas le alcanzaba para ir comiendo al día. En septiembre de 2020 decidió regresar a los campos, junto con su familia al corte de jitomate. Tenía la esperanza de poder ahorrar para que sus hijos siguieran estudiando.
No hay palabras que interrumpan o que contrapunteen el llanto unísono que es de solidaridad, humanidad y resistencia. Don Raúl era buena persona, les hablaba a todas y a todos en la comunidad; a cualquiera invitaba a comer. También tenía un equipo de basquetbol. En Juanacatlán fue mayordomo de la fiesta de San Sebastián y San Marcos, justo después de concluir el cargo comunitario se fue a trabajar a los campos agrícolas con su esposa e hijos. No era verdad, nada creíble que una persona tan amable falleciera con su familia, comentaban entre sollozos familiares y amistades. Lo más triste es que los niños murieron también. No es una paradoja de la vida, es una causalidad de falta de oportunidades de trabajo y de desarrollo humano en las comunidades indígenas de la Montaña de Guerrero. Es el llanto de la pobreza es el más cruento de la existencia humana.
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