En esta tercera entrega desde Ucrania, el fotoperiodista mexicano Narciso Contreras narra el horror de un bombardeo sobre un bar en la ciudad de Kramatorsk, que dejó 13 civiles muertos y 71 heridos
Texto y fotos Narciso Contreras
KRAMATORSK, UCRANIA.- Acabábamos de aparcar el SUV en medio del suelo lodoso del jardín del vecindario de trabajadores cuando el misil cruzo el cielo con la fuerza de un antiguo titán elíseo.
Rugía al caer, como el hambre de un animal de caza que anuncia la muerte inminente, mientras la presa se queda paralizada esperando el asalto, segundos antes de ser despedazada.
El estruendo del misil retumbó desde el cielo hasta el suelo e hizo que todo tiritara, incluso mis manos. Reconocí la sensación de la muerte cercana, como quien se encuentra a una vieja conocida.
Las conversaciones de la gente alrededor enmudecieron, los ojos inquisidores de todos se torcieron hacia arriba, buscando al titán. Todos se paralizaron expectantes. Fue un instante de total y espeluznante armonía, en el que un mismo sentimiento se expandía en el corazón de todos, y todos lo compartíamos sin palabras, fundidos en absoluto entendimiento. Como en una hermandad de condenados. Y como en una revelación, una voz interior hablaba dentro de todos: “¿La ves? ¿La sientes? Ahí va La Muerte cabalgando sobre el lomo de ese titán asesino”.
Era un misil grande, tal vez dos.
En ese momento sientes el miedo inundándote la mente y la adrenalina amenazando con colapsar todos tus sentidos, pero esperas en calma mientras una sensación de alivio fugaz crece dentro de ti al escuchar al misil pasar, porque entonces entiendes, sabes que no eres el blanco. Entonces el alivio fugaz se vuelve ansiedad otra vez, y angustia, esperando que suceda lo peor después de que el misil caiga. Cuentas los segundos que tardará en escucharse el impacto y la explosión que le sigue. 1…2…3…4… Un gran estruendo, que se abre paso a lo largo de los segundos y continúa. Se vuelve eterno.
Mi compañero y yo salimos del shock y del estupor. Noté que las conversaciones se reanudaban, los ojos se destorcían y volvían a mirar con esa peculiar indiferencia que hay en la monotonía de una ciudad que ha aprendido a vivir bajo los ataques. Los ojos inquisitivos de mi compañero se volvieron hacia mi (o siempre estuvieron mirándome, no lo sé).
”Vamos”, dijimos.
Volvimos a subir al SUV. Apenas habíamos puesto un pie cuando el ataque comenzó. Regresamos a la calle, pero no se escuchaban las sirenas. Era demasiado pronto. Vimos una columna de humo, a lo lejos. El impacto del segundo misil.
A pesar de la emergencia, los coches que estaban enfrente de nosotros se detenían en la luz roja. De pronto, un todo terreno militar cruzó a gran velocidad. Era nuestra señal. Nos llevaría al lugar del ataque. Al llegar, apenas unas calles después, el caos se desbordaba, entre desesperación, gritos y llanto.
Los edificios sobre la calle Vasylia Stusa humeaban en llamas, solo cinco minutos antes habíamos pasado por ahí, de regreso del súper mercado que esta a espaldas al lugar.
En la esquina, un hombre joven sostenía un teléfono en la mano. Hablaba alarmado haciendo gestos con su otra mano que extendía por el aire. Su cabeza estaba envuelta con vendas blancas manchadas de rojo mientras líneas de sangre seca cubrían su rostro pálido. Al otro lado del teléfono, alguien se alegraba de escucharlo con vida.
Al lado de él, una mujer desorientada con el rostro lacerado por heridas y escurriendo de sangre deambulaba abrazando a su bebé de meses que tenía la ropita también ensangrentada. La mujer caminaba confundida de un lado a otro, con su bebé en brazos, hasta que un soldado ucraniano visiblemente aturdido, con una herida en la oreja derecha, se acercó para ayudarla a replegar la carriola. Instantes después, la mujer y su bebé se alejaron a bordo de una ambulancia.
Dentro de la calle Bohdana Khmel’nyts’koho la escena era sombría y terrible. La estructura retorcida de tubos de metal y de vinil blanco desgarrado que antes fue la entrada de la elegante terraza del bar lounge Ria era ahora el portal de donde salen azorados y heridos los comensales que sobrevivieron al ataque del misil.
Entre los sobrevivientes había meseros descalzos gritando con desesperación; hombres y mujeres con la mirada extraviada, errando entre escombros; trabajadores de ayuda humanitaria con el logo estampado de sus empresas manchado de sangre; periodistas en pánico y militares, muchos militares en uniforme, desconcertados o enfurecidos.
El sol del atardecer desciende enrojeciendo y bañando el cielo y las nubes de carmín, naranja y amarillo. Es como si el disco del sol lo supiera y fuera el testigo mudo de la tragedia de esa tarde y quisiera acompañar con sus rayos de luz cálida el luto de la victimas. El humo se extiende sobre todo el lugar del ataque y se levanta quebrando la encendida luz del verano. Que sensación de tragedia tienen estas tardes veraniegas del Donbás. Pequeños incendios amenazan con devorar otros inmuebles, autos inservibles y el añejo y maltratado hotel Kramatorsk, que otra vez está en llamas echando humo desde sus ventanas, ya chamuscadas por anteriores ataques.
El misil penetró la estructura del edificio y se enterró en el suelo succionándolo todo a su paso: techo, paredes y personas. Quedaron tantos enterrados entre los escombros que seguían buscando víctimas y cuerpos después de dos días. El reporte oficial hizo pública la cifra de 13 víctimas mortales y 71 heridos, de acuerdo con la fuente del CPJ (Comité para la Protección a Periodistas).
Entre los muertos, estaba Victoria Amelina, una conocida autora Ucranian. Sus colegas, amigos y voluntarios de la arrastraron entre las ruinas, mal herida. La cargaron hacia una ambulancia en total angustia mientras los paramédicos gritaban a la prensa que se largaran de ahí.
Entre gritos la subieron y luego la trasladaron a un hospital donde moriría mas tarde a causa de sus heridas. En un sofá blanco de la terraza, donde estaba sentada en el ataque, Amelina dejó su sangre embarrada en patrones muy dramáticos, una gorra negra con una X blanca y a una hija de 11 años que quedo sola en la vida.
Varios cuerpos fueron recuperados en las primeras horas, algunos en pedazos. Eran transportados sobre camillas ensangrentadas que se iban apilando en las ambulancias, las cuales salían y regresaban en medio de corredores de rescatistas, bomberos, policías y militares.
El pálido y joven cuerpo de una mujer iba colgando de una camilla que unos rescatistas llevaban apresurados. Más tarde me enteraré que se trataba de una camarera adolescente de 17 años que trabajaba en el bar Ria. Un amasijo de carne amoratada en su hombro derecho es todo lo que había quedado de su brazo cercenado. Una parte de su rostro había sido arrancada también. La piel liviana de su cara sin vida contrastaba con el azul fantasmal de la cuenca de sus ojos y boca. Los rescatistas acostaron su cuerpo semidesnudo sobre la calle, donde reposó solitario por varios minutos hasta que unos paramédicos la levantaron y la condujeron a la morgue.
A 20 kilómetros del frente de Bakhmut, las sirenas de bombardeo vuelven a sonar en las calles de Kramatorsk, pero nadie se inquieta esta vez. Todos están inmersos en una búsqueda afanosa contrarreloj para devolver con vida o sin ella a todas las personas devoradas por el misil. Sobre los montones de escombros se hace el silencio para identificar cualquier signo de vida que haya abajo, mientras la amenaza de un nuevo ataque se cierne sobre el cielo rojo del Donbás.
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