Fernando Sabag intentó asesinar a Cristina Fernández de Kirchner, expresidenta de Argentina. No pudo hacerlo, y ahora enfrenta a la justicia, aunque muy pocos siguen la pista. Esta es su historia
Texto: Cecilia González
Foto: Cuenta de Instagram
ARGENTINA. – ”Estoy abierto a todo tipo de preguntas», promete Fernando Sabag Montiel, el hombre que quiso, y no pudo, matar a Cristina Fernández de Kirchner.
Es miércoles 26 de junio y acaba de comenzar el juicio en el que está acusado por el intento de magnicidio que pudo haber cambiado por completo la historia de Argentina. Es la primera vez que los jueces, la víctima y la sociedad van a escuchar su versión sobre el crimen que cometió hace ya casi dos años.
La audiencia se realiza en unos tribunales de Buenos Aires y se transmite por YouTube. Cualquiera pensaría que la declaración del hombre que quiso matar a la política más importante que ha tenido el país sudamericano en las últimas dos décadas es prioritaria en la agenda pública.
Pero no. Los canales de televisión prefieren mostrar a toda hora, con morbo y amarillismo, la historia de Loan, un niño de cinco años desaparecido hace dos semanas. En los portales de internet, el juicio por el atentado a Fernández de Kirchner es una noticia secundaria. La transmisión en directo desde el canal del tribunal apenas roza los dos mil espectadores.
La indiferencia mediática no corresponde con la trascendencia política del crimen. Pero se explica por la polarización que genera la abogada de 71 años que ya ocupó todos los cargos posibles: legisladora provincial, convencional constituyente, senadora, dos veces presidenta y vicepresidenta. La misma a la que un sector de la sociedad ama con devoción, y otro la odia y desprecia profundamente.
Los medios de mayor alcance, los que todavía marcan la agenda del debate público, forman parte del segundo bloque. Su antikirchnerismo se refleja en las coberturas sesgadas que realizan alrededor de la dirigente política ya desde hace tanto, desde su primera presidencia.
Por eso, en alianza con la oposición partidaria, desdeñan el atentado.
1 de septiembre de 2022. La vicepresidenta Fernández de Kirchner llega a su casa, ubicada en el barrio de Recoleta, en Buenos Aires. La espera una multitud que la apoya en medio del juicio que en esos momentos se lleva a cabo en su contra por corrupción.
Es cierto que hay serias sospechas sobre los negocios privados que permitieron que la expresidenta y su fallecido esposo y antecesor, Néstor Kirchner, se enriquecieran mientras gobernaron. Pero también es cierto que este proceso tiene un tufo más a venganza, que a justicia.
Ese juicio sí es televisado, magnificado y reportado al detalle por la influyente prensa antikirchnerista que realiza extensas coberturas, que anticipa el fallo de culpabilidad, que poco y nada explica sobre las infinitas anomalías del proceso. Sólo por mencionar una: el fiscal Diego Luciani, uno de los acusadores, y el juez Rodrigo Giménez Uriburu, miembro del tribunal que la juzga, jugaban torneos de futbol en una casa de campo del expresidente Mauricio Macri, el adversario de Fernández de Kirchner.
La parcialidad judicial está garantizada. Así lo cuenta la prensa kirchnerista, que también existe, pero carece del impacto de los medios «antik» que tratan al fiscal como héroe y también promueven protestas frente a la casa de Fernández de Kirchner. Dan a conocer su dirección, mandan cámaras para mostrar la puerta exacta del edificio (no vaya a ser que los manifestantes se equivoquen) y hacen famosa a una señora que vive justo en el departamento de arriba de la vice y que se presta a todas las entrevistas que le solicitan para que explique por qué detesta a su famosa vecina.
Cada vez que hay una movilización en contra de la expresidenta, gran parte de los medios la azuza y la presenta como una acción legítima de ciudadanos indignados. Son «los buenos».
La estrategia se les vuelve en contra cuando miles de ciudadanos comienzan a llegar todas las noches para acompañar a Fernández de Kirchner. El apoyo masivo es reportado con desprecio clasista. Los acusan de cobrar planes sociales, de avalar la corrupción, de no entender que el peronismo es lo peor que le pasó a Argentina. De ir «por el chori y la coca». De ser «ignorantes». Son «los malos».
El país está habitado desde hace semanas por la tensión social cuando llega ese jueves en que la vicepresidenta se baja de su auto entre aplausos, flores, abrazos, llantos conmovidos y gritos de amor incondicional. A las 20:50, se acerca a un grupo de manifestantes, entre los que se encuentra un hombre que saca una pistola, la coloca frente al rostro de la vicepresidenta, y gatilla.
El disparo no sale. La bala se queda alojada en la cámara del arma.
Las cámaras de televisión transmiten el momento exacto del atentado. Lo vemos en vivo y en directo, pero tardamos en entender qué ha pasado, hasta que se confirma que han querido matar a la vicepresidenta.
Acaba de ocurrir uno de los hechos políticos más graves desde que en 1983 terminó la última dictadura. Es fácil intuir que, si asesinaban a Fernández de Kirchner, se incendiaba el país y se ponía en riesgo la democracia que tanto les ha costado sostener. La magnitud histórica del crimen apabulla.
Pero las miserias políticas se imponen. Medios y políticos antikirchneristas hacen todos los esfuerzos posibles para frenar la conmoción. Siembran dudas desde el primer momento. Que si no había ninguna pistola. Que si la pistola era de juguete. Que no estaba cargada. Que fue un autoatentado para victimizarse. Que fue un «loquito solitario». Que fueron varios «lúmpenes» sin ningún respaldo político. Que acá no ha pasado nada. El rencor y desprecio hacia todo lo que tenga que ver con el peronismo, se impone.
El novel diputado Javier Milei ni siquiera condena el atentado, mucho menos se solidariza con Fernández de Kirchner.
Los esfuerzos rinden frutos. El antikirchnerismo logra minimizar el peor episodio de violencia política de la historia reciente de Argentina. Y sigue en esa tesitura incluso este día en el que, un año, nueve meses y veintiséis días después del intento de asesinato, vamos a conocer la voz de Sabag Montiel.
Desde que lo detuvieron, Sabag Montiel se ha dejado crecer la barba, el bigote y el cabello. Llega al tribunal con tenis gastados, vestido con pantalón de mezclilla y una campera color vino que luego se quita para dejar al descubierto una camiseta negra y sus tatuajes. «Me tienen secuestrado», escribe en un cuaderno que muestra ante los fotógrafos.
Es el principal acusado. Los videos son contundentes y no dejan margen de duda. Él gatilló. Está imputado en calidad de autor. Su exnovia, Brenda Uliarte, es señalada como coautora. La fiscalía cree que fue su principal cómplice. Nicolás Carrizo, el jefe de ambos en el grupo de vendedores ambulantes con el que trabajaban, está acusado de ser partícipe secundario. Los chats que descubrieron los investigadores en su celular demuestran que, por lo menos, sabía que sus empleados querían matar a la vice y los instigó. Los tres se sientan por separado. No comparten abogados. Se evitan.
El juicio inicia con la lectura de la acusación por el delito de tentativa de homicidio doblemente calificado por alevosía y el concurso premeditado de dos o más personas agravado por el uso de arma de fuego.
Ya hablaron jueces, fiscales, abogados. Ahora es el turno de Sabag Montiel, a quien le preguntan datos personales. Tiene 37 años y estudió ingeniería industrial. Su padre todavía vive y el resto de sus primos y tías están desperdigados en Argentina, Brasil, Chile y Canadá. Nació en Brasil pero luego se nacionalizó argentino. No ha recibido visitas en prisión ni le permiten hablar con los medios. Usa ropa usada que le regalan.
El imputado desdeña su vínculo sentimental con la coacusada Uliarte. Primero, dice, fueron «amigos con derechos». Recién empezaron a salir un mes antes del atentado. «Pero no se podría tomar como un noviazgo serio o una relación relevante», afirma. Se refiere a ella por su apellido, jamás le dice «Brenda». Es Uliarte, sostiene, quien simpatizaba con los libertarios, con Milei, con los grupos radicales que meses antes del atentado marchaban y pedían «muerte para Cristina» y mostraban una horca en Plaza de Mayo.
«Yo soy apolítico. El incentivo por cometer el atentado no es por tener una posición en las antípodas del kirchnerismo o estar en un sector contrario. Los fines son más de un tinte personal que un fin que pueda beneficiar a un sector político», explica Sabag Montiel en aras de dotar de un aura épica el intento de homicidio.
«Soy el resultado de fallas de la justicia. Estoy acá también porque una parte de la justicia argentina no funciona. Tengo que pagar el precio de lo que otros no hicieron», agrega con la voz pausada y el tono inalterable que usará durante las más de dos horas de declaración.
Y resume: «Cristina es corrupta, roba, hace daño a la sociedad». Por eso la quiso matar. La odia.
Sabag Montiel quiere convencer al tribunal de que actuó solo, que nadie lo contrató, que él es el autor material e intelectual, que fue una decisión personal. Que no hay nadie más involucrado.
Fernández de Kirchner cree lo contrario. La investigación ha derivado en sospechosos y no aclarados vínculos de una empresa de la familia del ministro de Economía, Luis Caputo, y de Gerardo Milman, un diputado del partido de Macri, con el atentado, pero la expresidenta viene perdiendo la batalla judicial para que se investiguen las conexiones políticas, a otros presuntos cómplices o autores intelectuales.
«Quisieron injuriarme sin pruebas (y decir que) yo recibí dinero. Ponerme a la altura de personas que cometen un delito de tal gravedad por intereses y no por valores me parece desestimarme. Fue un acto de justicia, no para favorecerme económicamente. No me gusta hablar de mí mismo desde cierta altura pero tengo una casa, cinco autos, dinero, no tengo necesidad de ser financiado», presume Sabag Montiel.
Un rato más tarde, se contradice. Transita de la arrogancia a la victimización y apela a su pobreza como otra de las motivaciones para cometer el crimen. «Me sentí humillado. De ser una persona que tenía un buen pasar económico a ser un vendedor de copitos (algodones de azúcar). Mi alquiler no me alcanzaba, empecé a creer que el problema estaba en otro lado, (me preguntaba) por qué hago las cosas bien y me va mal», recuerda.
La conclusión es que la expresidenta tenía la culpa de que él fuera pobre. Tenía que pagar con su vida.
El coronavirus, para el aspirante a homicida, fue un agravante. «Todas las muertes que hubo, es una injusticia», lamenta al citar a Eduardo Feinmann, uno de los tantos periodistas promotores de los discursos de odio en este país, y sus críticas sobre el manejo de la pandemia durante el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner. Sabag Montiel también respalda la tesis conspiracionista de que el Covid fue «un negocio» financiado por el expresidente y la exvicepresidenta. Pero a la que quiso matar fue a ella. «Obviamente que no», responde cuando le preguntan si se vacunó.
Una y otra vez insiste en que nadie le pagó, que él no tiene motivaciones económicas, a diferencia de Uliarte y Carrizo, a quienes, en una de las primeras y sorpresivas volteretas de este juicio, acusa de haberse dejado sobornar por la propia exvicepresidenta para involucrarse en el atentado. Ellos, dice con desdén, sí necesitaban dinero. Lo que no puede explicar es en qué le beneficiaría a Fernández de Kirchner el supuesto e improbable soborno.
El relato de Sabag Montiel a ratos se infantiliza. «Me hubiera gustado que hubiera salido de ella una palabra para frenar (el crimen), no midió las consecuencias», dice sobre su exnovia. La responsabiliza de no haberlo detenido. Entonces confiesa: «Yo la quería matar (a Fernández de Kirchner), y ella (Uliarte) quería que muera».
La frialdad de la autoinculpación recorre el tribunal. Desconcierta la facilidad con la que se piensa, se habla y se planea la muerte de otra persona. De una líder política.
¿Qué sentirá Fernández de Kirchner al escuchar por primera vez al hombre que le gatilló en el rostro?
Sabag Montiel controla el interrogatorio. Las preguntas de la fiscal y de los abogados evidencian sorpresa por su disponibilidad para responder, ya que tenía derecho a no declarar.
Pero no. El asesino frustrado quiere hablar.
Pese a haber intentado matar a una persona, asegura, es cristiano. Cuenta entonces un fantasioso periplo «espiritual» en el que se define como líder de una doctrina llamada «sabiduría hiperboria» que incluye hipnosis; que fue creada por un tal Felipe Moyano que trabajaba para los servicios de espionaje de Argentina y para la colectividad judía; que era nieto de Julio Antonio Roca, el presidente argentino de principios del siglo pasado y, también, «peronista nazi».
Un día, dice, decidió abandonar las «prácticas paganas» y se volcó al cristianismo. Se ve que no le importó violar el quinto mandamiento.
Tanto planeó el atentado, que incluso se respaldó en la astrología. Días antes, reconoce, buscó en Google la carta astral de Fernández de Kirchner para saber si estaba destinada a desaparecer de este mundo. «La muerte de una persona la anticipa la casa ocho de Neptuno», explica didáctico siempre con el mismo tono de voz, sin alteración alguna.
Le preguntan si en algún momento evaluó qué podía pasar si mataba a la vicepresidenta.
«Una desestabilización, una temida guerra civil, un enojo grande de la sociedad. A veces (pienso que) es mejor que no haya pasado, a que haya pasado», asume.
Tiene razón. Qué bueno que no pudo asesinarla.
En las marchas de apoyo a la expresidenta, los manifestantes popularizaron un lema: «¡Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar!», advertían en un coro multitudinario.
Pero no sólo la tocaron. La quisieron matar.
Y no hubo ningún «quilombo». Ningún lío.
Al contrario. Los discursos de odio se profundizaron, naturalizaron y habilitaron. Solo 14 meses después del atentado, ganó la presidencia un economista que a diario enarbola la violencia verbal, simbólica, política como una de sus principales y más exitosas banderas.
Periodista mexicana que desde hace 15 años cubre el cono sur. Autora de los libros Narco Sur y Narco Fugas.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona