Ana Gallardo, la artista, el público, los derechos humanos, la censura; el sistema de creadores y los museos como tienda. ¿Los espacios culturales públicos, son un espacio para todas las personas?
Por Leonardo Toledo / X: @leonardotoledo
Un museo presenta una exposición. Un grupo de personas protestan indignadas porque una de las piezas les resulta insultante y exigen el cierre inmediato de la misma.
Eso pasó en el Museo de Arte Moderno del entonces Distrito Federal, en enero de 1988. También pasó en Cincinnati, en el Centro de Arte Contemporáneo Rosenthal en marzo de 1990. Pasó también en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México en diciembre de 2019.
Ahora, en octubre de 2024, sucedió en el Museo de Arte Contemporáneo de Ciudad de México.
Hay más coincidencias de las deseadas en estos casos, pero también grandes diferencias.
En la primera mitad del siglo pasado artistas de todo el mundo se dedicaron a romper los límites del arte, rompieron las rimas y la métrica, los marcos y los óleos, la composición y la armonía, y a cada regla rota se multiplicaban las posibilidades de plasmar la realidad.
Desde entonces siempre hay un tío obcecado que se planta frente a sus obras y dice “¡mi sobrino podría hacerlo mejor!”. Y puede ser que de eso se tratase también, de democratizar la creación artística, de romper los muros de incólumes palacios y abigarrados museos.
Pero Duchamp no tiene la culpa de lo que pasa aquí. En la segunda mitad del siglo XX apareció una nueva corriente que buscaba romper con aquellos que ya de por sí lo habían roto todo. Les imitaban en la intención demoledora, pero al mismo tiempo trataban y tratan de diferenciarse. Mientras para esa nueva corriente el objeto artístico y sus aspectos formales son cuestionados —expulsados de la tertulia—, el público consumidor los redescubre, los atesora, los especula.
La brecha entre artistas y público se hace grande. Pero al mismo tiempo las posibilidades de la expresión artística se multiplican y dejan de depender del virtuosismo y la habilidad disciplinada. Desde una marquesina, Tristan Tzara nos mira satisfecho con su monóculo y repite sonriente y satisfecho a la manera de un chef Gusteau de las artes: “Cualquiera puede ser artista”.
Lo que Tzara y todos los experimentos de los 60 no consideraron fue que si bien las posibilidades de la creación se expandieron, la brecha con el público provocaría que no cualquiera pudiera apreciar las nuevas obras. La democratización de la creación artística le había dado la espalda al pueblo en cuyo nombre se había roto todo.
La frase del tío pasó de “mi sobrino lo haría mejor” a “no le entiendo”.
El problema no es que ciertas manifestaciones artísticas tengan un público reducido, sino que ese grupo reducido controle las instituciones públicas. El gobierno de Salinas (el último que implementó una clara política pública respecto a las artes) decretó que las artes financiadas con recursos públicos deberían ser mercancías competitivas en el mercado nacional e internacional, la inversión pública en las artes para beneficio de intereses privados.
Las escuelas, las becas, los premios, los museos… todo enfocado a construir productos atractivos para la compra-venta. Un sistema auto-poiético artificial. Los maestros integran los jurados que becarán y premiarán a sus alumnos, que harán carrera desde jóvenes creadores hasta creadores del Sistema, el cual exigirá requisitos que solamente ellos podrán cumplir.
¿Para qué podrían las, les y los artistas contemporáneos necesitar del beneplácito del público con una maquinaria tan bien aceitada? Esa ausencia de necesidad se volcó en soberbia. Cada vez que un tío dice “no le entiendo” se suma una estrellita en la frente que colocan los que “sí le entienden”.
No hay nada criticable en ello, es normal que una comunidad se autovalide, que encuentre identidad y sentido de pertenencia a partir del rechazo de quienes no considera sus iguales. La comunidad artística abrazó a Rolando de la Rosa cuando los grupos católicos y nacionalistas cerraron su exposición en el MAM, la comunidad LGBTQ+ acuerpo a Fabián Chairez y peleó contra los campesinos seguidores de Emiliano Zapata cuando querían quitar su pieza en Bellas Artes. Comunidades enfrentadas que están seguras de tener razón frente a sus opuestos opositores.
¿A quién debería escuchar la institución pública cuyo museo enfrenta los reclamos de un sector del público?
A diferencia de Jorge Alberto Manrique que en 1988 aceptó retirar las piezas de Rolando de la Rosa del MAM o de la actual administración del MUAC que decidió cancelar la retrospectiva de Ana Gallardo, el director del CAC de Cincinnati, Denis Barrie, defendió la exposición de Robert Mapplethorpe titulada “The perfect moment” tanto in situ como ante un jurado. Las transcripciones de ese juicio en torno al mérito artístico y las obligaciones de las instituciones culturales deberían ser materia obligatoria tanto para curadores como para directores de museos.
La defensa de Denis Barrie de la libertad de expresión y de la institución cultural no se puede importar tan fácilmente al dilema actual que enfrenta el MUAC. Hace unos días un grupo de defensores de derechos humanos y activistas demandó a la autoridad del museo el inmediato cierre de la exposición retrospectiva de la artista Ana Gallardo, argumentando una violación al derecho a la privacidad de la mujer en cuya condición de trabajadora sexual se centra la obra de la artista.
En el caso de Gallardo, por un lado está el entramado endogámico y autorreferencial del sistema artístico mexicano representado por un espacio museístico de una institución anquilosada y opaca, que se enfrentan ya no a una muchedumbre de fanáticos religiosos sino a defensores de derechos humanos que abogan por la dignidad de una persona vulnerable y vulnerada.
También, a diferencia de Chairez, De la Rosa o Mapplethorpe, de este diferendo la autora no saldrá con mayor prestigio. Se dice, se comenta en los pasillos de escuelas de arte, que el escándalo hace al maestro, hay una fascinación por la provocación que le permitirá a la persona creadora acceder a nuevos y más grandes circuitos. Los intentos de censura son música para los oídos del box office, tal como lo demostró la película de “El crimen del padre Amaro”.
Pero hay casos donde no sucede así. Luego del escándalo alrededor de la “Exposición Nº1” de Habacuc en 2007 no hubo más fama para Guillermo Vargas. La diferencia, tanto en esa exhibición como en la pieza de Ana Gallardo es que no se enfrentaron a un gran poder como la iglesia católica o el conservadurismo estadounidense, sino que se presentaron en una situación de abuso de poder, de desequilibrio evidente.
En ambos casos puede haber discusión sobre el sentido de la obra y las interpretaciones que circularon, pero el desequilibrio de poder es innegable. El caso del MUAC es complejo. Los señalamientos a la obra “Extracto para un fracasado proyecto” de Ana Gallardo podrían resumirse (aunque no limitarse) a: violación al derecho a la privacidad, revictimización de mujeres que ejercieron trabajo sexual y desprestigio a la directora del albergue donde documentó su proyecto artístico.
A esta presunta violación de derechos por parte de la artista se suma la connivencia de curadores y autoridades del museo que validaron la pieza. Ella podría argumentar en su defensa el desconocimiento del marco jurídico mexicano y también podríamos considerar las dificultades de la traducción cultural (“vieja” en argentino no es lo mismo que “vieja” en mexicano), pero el equipo curatorial no tiene esa excusa.
La garantía de no repetición será una promesa banal si no incluye, por parte de las instituciones culturales, cambios en sus políticas de inclusión. Hay un sector muy amplio de la sociedad que solamente aparece en sus salas como objeto, como pieza, como adorno, pero nunca como sujeto creador. ¿De qué forma se les incluirá de manera equitativa con los hijos de y los amigos de?
Las protestas afuera del MUAC se dieron principalmente en defensa de la dignidad de una mujer y en respaldo de la directora de la casa que le daba albergue, pero también podrían ser un ready-made, una intervención del espacio, una instalación, un Street-art, que sin necesidad de validación curatorial se plantan ahí a decir sentimientos y percepciones del mundo, con poca técnica, pero mucho concepto. Pero pareciera que detrás de los muros del museo no hay nadie dispuesto a dialogar.
El caso de Ana Gallardo y la pieza posterior que suscitó en el exterior del museo debería ser un punto de partida para discutir la función de la institución pública cultural, la urgencia de abandonar las políticas culturales del salinato. Los espacios culturales financiados con recursos públicos deben dejar de ser palacios inmaculados de acceso restringido y aceptar que son (deben ser) como el resto del espacio público: un lugar para todas las personas, con igualdad en dignidad y en derechos. El sistema de creadores y los museos deben dejar de ser una tienda y transformarse en algo más, algo de todxs y para todxs.
Creció y reside en Los Altos de Chiapas. Estudió la licenciatura en comunicación social por la UAM-X y la maestría en antropología social por la ENAH. Actualmente trabaja como editor de la revista “Sociedad y Ambiente”, de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR) y colabora con el proyecto Kinoki Media. Formó parte del Colectivo Frecuencia Libre (radio comunitaria de San Cristóbal de Las Casas) y del colectivo fotográfico Tragameluz. Es colaborador de Chiapas Paralelo y docente en la Maestría en Educación y Comunicación Ambiental Participativas de la Universidad Moxviquil, además de participar en el Consejo del proyecto “Bat’si Lab, fotografía y comunidad”
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