El ambientalismo opositor es un discurso de memoria corta, que quiere hacer creer que el ecocidio en México inició con este gobierno. Al ambientalismo opositor le encantan las imágenes de la contaminación de las industrias del carbón y el petróleo, pero no aquellas de luchas indígenas contra megadesarrollos eólicos y solares en el sur del país
Twitter: @etiennista
Las recientes declaraciones del presidente Andrés Manuel López Obrador en torno al pseudoambientalismo ostentoso y que lanza amparos al por mayor son un poco desafortunadas al tiempo que muy pertinentes. Sabemos que sus generalizaciones con frecuencia no ayudan. En este caso quedó patente con la cantidad de aludidos que no tendrían por qué ponerse el saco, y la elección de palabras puede afectar indirectamente o lastimar la solidaridad hacia quienes genuinamente luchan por la defensa de la vida. Pero para quienes sabemos a qué se refiere, estas declaraciones son acertadas, pues pone el dedo en algo real que debe ser señalado. Más allá de este último episodio cuyo extracto algunos quieren convertir en el nuevo escándalo (muchos seguramente no vieron la conferencia de este 19 de mayo ni sabrán de qué trató esa primera parte), el suceso me remonta a una observación que he venido haciendo sobre un fenómeno relacionado, y que a falta de un mejor nombre llamo ambientalismo opositor.
Empiezo por aclarar que el ambientalismo opositor no es un grupo de individuos, mucho menos homogéneo, sino un discurso. Una forma compartida de mirar el mundo, en este caso el acontecer nacional, que utiliza un lenguaje y elementos retóricos comunes en su diagnóstico sobre la problemática ambiental y en la atribución de responsabilidades. Como todo discurso tiene proponentes y seguidores, entre unos y otros hay personas de buena fe preocupadas por la crisis ambiental de alcance civilizatorio y escala planetaria. Aclaro también que no me refiero a los pueblos indígenas y a las comunidades que defienden sus territorios, así como a quienes han sido por largo tiempo sus aliados. Aquí, algunas pistas sobre a lo que sí me refiero.
El ambientalismo opositor es de memoria corta y cree, o quiere hacer creer, que el ecocidio en México inició con la llegada de López Obrador al poder. Omiten que la mayor devastación y el despojo sistemático se suscitaron dramáticamente con el arribo del neoliberalismo en los años noventa. Esto, pese a las instituciones creadas supuestamente para conservación de la naturaleza incluyendo las instancias en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), como la Comisión para la Cooperación Ambiental (CCA). Todo un entramado que principalmente atacaba aquellos problemas ambientales que no afectaran los nuevos intereses económicos, el flujo de capitales y el “libre” comercio. La CCA, por ejemplo, sólo podía atender casos en que los tres países miembros estuviesen de acuerdo. Bonita cosa.
Muchos de sus adherentes no sabrán que el Estado mexicano en los últimos dos sexenios fue señalado y sentenciado como ningún otro en tribunales éticos internacionales, como el Tribunal Latinoamericano del Agua y el Tribunal Permanente de los Pueblos. Este último, que en su Capítulo México trabajó de 2010 a 2014, tuvo como tema central “Libre comercio, violencia, impunidad y derechos de los pueblos” e identificó “al conjunto de los tratados internacionales firmados por el gobierno de México como la causa fundamental del deterioro estructural de la calidad de vida económica, social, ambiental, política, cultural e institucional que viene ocurriendo en México de forma cada vez más acelerada desde hace veinte años”. Todo ambientalista serio tendría que leer su sentencia. Qué tanto este gobierno ha logrado abandonar el modelo neoliberal es una discusión sin punto final, pero al menos ataca algunas de sus características más nefastas en el país, como la corrupción y la impunidad, y busca recuperar el papel del Estado y la soberanía sobre los bienes naturales del país.
El ambientalismo opositor nunca falla en mencionar de manera simultánea Dos Bocas y Tren Maya, aunque rara vez entre en detalles en su análisis y adolezca de autorreflexión en su crítica. Es decir, no encuentra problemático que continúe la importación de gasolinas y nunca cayó en cuenta que nada en la Riviera Maya es maya ni tampoco denunció la devastación producida en gran medida por el modelo de desarrollo turístico prevaleciente. Muchos de sus adherentes habrán gozado de Cancún o, si son más alternativos, de Tulum, pues con frecuencia son ciudadanos urbanos acomodados.
El ambientalismo opositor es sistémico a modo. En cuanto a la crisis climática señala sin descanso, como es preciso, a los combustibles fósiles, y no quita de la mira a López Obrador ridiculizando los esfuerzos de su gobierno por recuperar la soberanía energética. A este ambientalismo le encantan las imágenes de la contaminación de las industrias del carbón y el petróleo, pero no así las imágenes de luchas indígenas contra megadesarrollos eólicos y solares en el sur y sureste del país, pues dichas escenas demandarían explicar muchas otras cosas y conducirían, nuevamente, a hablar de la historia. Lo sostengo: la transición energética a las energías renovables impulsada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto ha sido la más opaca, corrupta, injusta, abusiva y conflictiva del mundo.
El ambientalismo opositor es selectivo y es incapaz de reconocer acierto o mérito alguno del gobierno actual, pues le mueve, en mayor o menor medida, su animadversión a éste. Para sus adherentes, los esfuerzos de este gobierno por erradicar el glifosato y transitar a un modelo agroecológico que apoye a las y los campesinos, dignificando la vida rural, o el freno a la privatización de las playas y el agua y el alto total a nuevas concesiones mineras de cielo abierto, son despreciables, y qué decir del programa Sembrando Vida, que pocos conocen y cuyas limitaciones son suficientes para igualmente merecer su desprecio.
El ambientalismo opositor usa como es usado. Se suma a causas como la indígena de manera oportunista (suele apoyar menos las causas populares urbanas y periurbanas) aunque de forma no necesariamente malintencionada pues, para algunos, allí podrá surgir un compromiso de largo aliento. Es simultáneamente usado por el falso ambientalismo de los partidos de oposición y últimamente de manera obvia y escandalosa por Claudio X. González y compañía, que defienden su entramado de intereses en la coyuntura electoral (lo siento, ni aquí ni en China tienen los magnates estatura moral para ponerse como defensores de la naturaleza).
Habría que reconocer que el ambientalismo en México, hablando en términos político-electorales, está huérfano. El Partido Verde es una mala broma que haría bien en desaparecer. Ni Morena se distingue por una agenda ambiental amplia y lo suficientemente consistente, ni ningún otro partido que haya gobernado el país o alguno de sus estados tiene un historial que sostenga su actual retórica ambientalista.
Por supuesto que este gobierno tiene claroscuros en materia ambiental: la degradación avanza, existen contradicciones que deben buscar resolverse y las acciones y políticas son y serán irremediablemente insuficientes. Lo que sí es que es aún temprano para hacer un balance del sexenio en la materia. En cuanto a los proponentes de buena voluntad del ambientalismo opositor, ojalá se animaran a entrar de lleno a hacer política y buscaran incidir en lo que resta del sexenio (finalmente el sentido de urgencia es real). Para ello, me imagino, habría que hacerla más de ambientalistas y menos de opositores del actual gobierno.
Gracias por leer esta primera entrega de la columna Lo Posible. Estaré escribiendo cada par de semanas. Su retroalimentación será siempre bienvenida.
Profesor de ecología política en University College London. Estudia la producción de la (in)justicia ambiental en América Latina. Cofundador y director de Albora: Geografía de la Esperanza en México.
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