En una ciudad que extendió su concreto fuera de sus fronteras y ahora crece de forma vertical, los parques son respiros para sus habitantes. Pero no todos respiran igual. La inequidad de la capital del país se refleja, como pocas cosas, en sus espacios públicos. Aquí presentamos tres miradas de una urbe profundamente desigual
Textos: Andro Aguilar (Iztapalapa) José Ignacio De Alba (Santa Fé) y Arturo Contreras (Benito Juárez)
Fotografías: Lucía Vergara
CIUDAD DE MÉXICO.- En la alcaldía que menos metros de áreas verde por habitante tiene se extiende un enorme parque de pasto seco; en Santa Fé, la zona de mayor plusvaía de la ciudad, se estrena un parque petfriendly con lagos artificiales; en Benito Juárez, la alcaldía con los mayores niveles de Desarrollo Humano de la capital, tiene -junto con Cuauhpemoc-, los árboles más viejos de la ciudad, atrapados en parques por cada colonia.
El primer domingo de vacaciones, a Carmen Nicolás se le ocurrió ir con su familia a conocer el Parque Cuitláhuac, hacer un picnic, empaparse en las fuentes brotantes y jugar futbol.
La idea le surgió cuando iba rumbo al tianguis de chácharas de la colonia Renovación –colindante con el parque –, a donde Carmen compra ropa y zapatos usados que después revende en su barrio. ¿Por qué no aprovechar estos días para ir al parque calificado por algunas de sus amistades como “bien bonito”?
“Dije: ‘voy a llevarme lo que tenga de la casa. Igual no se necesita mucho’”.
Al llegar a su vivienda, animó a sus tres hijos. “¡Vénganse!”. Echó en un recipiente el guisado de pollo con chile guajillo que había cocinado el día anterior y, en una bolsa aparte, la fruta que tenía.
En el camino, la familia compró un pollo rostizado para completar el menú, cuenta su esposo Óscar, un carpintero de 44 años de sonrisa y frente amplias.
Cargaron también con Billy, un perro Chihuahua que, según ellos, está contento de haber ido.
En San Sebastián Tecoloxtitla, la colonia donde viven Carmen y Óscar,no hay muchos parques. O los que hay son “bien chiquitos”, dice él. Con “puros chavos drogándose”, añade ella.
Este Domingo de ramos, en el Parque Cuitláhuac predominan las familias. Algunas con más de 10 integrantes, como la de Ebodia Ramos, de 66 años, quien llegó con casi la docena de nietos que tiene y sus cinco hijos. Ellos viven en una casa que construyeron hace cuatro décadas y que ha ido creciendo hasta ser un edificio en la colonia Lomas de Zaragoza.
“Yo digo que es una bendición de Dios que estemos todos juntos”, dice Ebodia trepada en un aparato para ejercitar las piernas.
Los visitantes se concentran principalmente en el centro del parque: un punto verde dentro de un rectángulo con poca vegetación que, aún así, destaca en espacio urbano donde predomina el gris. Un oasis dentro del oasis.
Las 140 hectáreas del Parque Cuitláhuac son atípicas en Iztapalapa, la alcaldía más poblada y con el tercer territorio más grande de Ciudad de México, pero que tiene el promedio más bajo –3 metros– de áreas verdes por habitante. La demarcación donde viven dos millones de personas. La segunda más peligrosa. La cuarta más pobre.
En el centro del parque están las fuentes atiborradas de gente. Un dragón arroja agua y una enorme orca, hecha a semejanza de la famosa Keiko, moja principalmente a los niños que se acercan. La zona de fuentes abre sólo tres horas los sábados, domingos y días festivos. Reúne a familias en trajes de baño y sandalias que ignoran que están en la alcaldía con menos agua de la capital.
A un lado, en el arenero, niños construyen castillos amorfos y soplan para apagar las velas imaginarias de pasteles de tierra. También hay espacio para jóvenes aficionados al break dance que aplauden la destreza de uno de sus colegas que gira en el pavimento.
A unos metros de ahí, bajo una carpa amarilla, el grupo Wang Perro interpreta folk y polkas con instrumentos que sus mismos integrantes construyeron, sin lograr que un público siga el ritmo con las palmas.
Hay tortas de jamón, queso de puerco o salchicha por 10 pesos. Chicharrones o palomitas. Raspados y refrescos.
Los perros tienen prohibido entrar al parque, aunque el policía de la entrada dice que mientras tengan correa pueden ingresar con sus dueños. Si la mascota es un ave, no hay problema. Por eso Piolín, un gallo blanco que se resiste a posar para la foto, picotea despreocupado entre el pasto en busca de moronas.
Fuera del punto central del parque, el verde se diluye. Detrás de la carpa musical quedan las cenizas de montones de pastizales que serían molidos para hacer composta, antes de que unos “chamacos” los incendiaran, dice Juan Manuel Téllez, un empleado que renta bicicletas. El hombre de 51 años, cachucha, barba cana, concluye que es normal que esas cosas pasen por la peligrosidad de las colonias contiguas al parque.
El olor a quemado persiste dos semanas después del incendio. Eso ayuda a mitigar el aroma intermitente de agua estancada al que los visitantes se acostumbran después de un rato, pero que hace recordar que durante décadas ese espacio fue un basurero a cielo abierto. “Por eso los caminos están disparejos, todavía se está acomodando la basura abajo», dice Juan Manuel.
El parque está dividido en dos por la avenida Circunvalación. Del otro lado del área deportiva hay una granja, un lago artificial, alberca y otras atracciones que desde octubre están cerradas por “rehabilitación”. Sólo algunas familias pueden ingresar a jugar en los campos de futbol los domingos. La razón del cierre, dice un policía auxiliar de apellido Cortés, es el biogás que se está liberando y los jugos de la basura que reposan bajo la superficie.
Apiladas sobre una vereda roja, una docena de lanchas con pedales fueron arrumbadas. Deberían estar flotando sobre el lago artificial, que ahora es un pantano de agua podrida. Sólo las urracas descansan sobre las varas que medio se asoman. Su olor inunda toda el área.
El gobierno capitalino anunció que gastaría 500 millones de pesos en dos años para rescatar el parque que, a pesar de todo, significa un oasis en el oriente de la Ciudad de México.
Los árboles de este sitio son tan jóvenes que apenas dan sombra. No hay ardillas, ni pájaros, ni cientos de tonos de verde. La vista que predomina en este parque es la de edificios corporativos que colindan con el lugar.
Al mediodía, la gente se ampara del sol en la decena de restaurantes que hay dentro del parque. Desde La Boulangerie, con copa en mano, los padres vigilan a sus hijos en el área de juegos.
A pesar de que hay mucha gente, los basureros están vacíos. No hay ambulantes, ni música, aunque sí muchos policías y cámaras de vigilancia. El reglamento prohíbe fumar, los anafres, las hamacas, introducir sillas o mesas, actividades “que pueden molestar o incomodar a otros visitantes, incluyendo el uso de radios”. Todos cumplen las reglas. Es un parque sin vicios ni viciosos.
La Mexicana ocupa un área de 28 hectáreas (tres veces la Alameda Central) de Contadero, la parte más rica de la alcaldía de Álvaro Obregón, que colinda con Cuajimalpa. La zona, conocida simplemente como Santa Fe, es uno de los centros financieros más importantes del país. En los últimos 30 años, los corporativos trasnacionales más importantes se han instalado aquí y se han abierto decenas de clubes residenciales y de comercio para la élite empresarial mexicana.
El parque La Mexicana fue inaugurado en 2017 por el exjefe de gobierno Miguel Ángel Mancera, quien lo presumió como un “nuevo pulmón urbano”. Un parque “del siglo 21”, moderno, ecológico (usa celdas solares, tiene tratamiento de aguas negras, zonas de humedales) y autosustentable, pues la tutela quedó a cargo de un fideicomiso vecinal responsable de dar mantenimiento a este parque público.
A diferencia de otros parques de la ciudad, aquí la gente tiene acceso a internet gratis. El propio parque tiene su cuenta de Twitter y en Instagram es la sensación.
El área de niños tiene un piso acolchado para caídas, y no falta en niño que llega conduciendo su propio cochecito eléctrico. Los corredores andan sobre una pista de material sintético. Y los perros, que llegan bañados, peluqueados y muy educados, juegan en las fuentes, porque este parque es petfriendly y tiene un jardín canino para su diversión: hay un área especial para perros chicos y otra para canes grandes.Un policía determina cuál es cuál antes de darle entrada a que juegue con los de su respectivo tamaño.
A la gente que viene a La Mexicana le gusta decir que vino. Y la gente que viene se arregla para venir. Se ven sobre todo familias chicas y jóvenes con perros. También circulan los bloqueadores para el sol y lentes oscuros. Por momentos, parece que el segundo idioma es el inglés, aunque sus visitantes sean mexicanos.
Pero La Mexicana recibe gente de toda la ciudad, como Carmen Castillo, trabajadora de una fábrica de cartón que viene desde de Cuautitlán Izcalli con sus dos hijos. La mujer, de tez morena, viste un sombrero amarillo con flores. Sus hijos no paran de aventarse de la resbaladilla y de jugar en el arenero. Dice que viene hasta acá “para pasear en un lugar bonito”.
Luego pregunta sobre uno de los edificios que despuntan junto al parque: “¿Ese edificio se habrá enchuecado o así lo construyeron?”. Saber que así lo hicieron se le hace raro.
El parque “del siglo 21” cierra sus puertas de las 10 de la noche a las 5 de la mañana. Es difícil identificar algún olor. Los motores de los helicópteros que van a los corporativos y de algún camión lejano se mezclan entre risas de niños y ladridos de perros.
En el centro de uno los dos lagos artificiales hay un chorro de agua azul–pintada de azul- y unos visitantes que tienen el pelo rubio –pintado de rubio- se toman unas fotografías.
Porque venir a La Mexicana y no presumir que viniste es como si no hubieras venido.
En este parque siempre hay juegos de feria funcionando. No tiene que ser santo de nada ni el día de ninguna virgen, sólo un domingo cualquiera.
Es uno de los parques favoritos de la nieta de Juan López, quien asegura que aquí pueden encontrar muchas cosas que no hay en otros parques. Ambos recorren parques los fines de semana, y aseguran que han ido a todos los de la ciudad: a Aragón, a Chapultepec, y hasta a Milpa Alta, donde hay más bosque que casas.
Juan habla mientras su nieta da brincos de 4 o 5 metros de altura, amarrada a unas ligas y un trampolín. Luego pasa a un juego mecánico que gira y sube y baja, la gente levanta los brazos y grita de emoción. Antes, la niña escuchó el ritmo de una batucada y todavía les falta probar un algodón de azúcar o unos plátanos con leche condensada, aunque por el calor tal vez elijan una jicaleta o un raspado.
En las casi 10 hectáreas de jardines que forman el parque de Los Venados –originalmente llamado Francisco Villa– uno puede hacer una copia en cera de su propia mano, practicar duelos medievales con réplicas de armas de la época, jugar futbol, pintar un vitral, o ir a ver una película sobre astronomía en su planetario.
El parque tiene decenas de árboles frondosos y muy apretados entre sí. Parece un bosquecito con una feria escondida adentro. Está rodeado de avenidas, en el corazón de Benito Juárez, una de las cuatro alcaldías centrales de la capital, y la que tiene el mayor índice de salud, educación e ingresos del país, de acuerdo con el Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.
Desde que se inauguró, a mediados de la década de los 50, el parque fue un destino dominical para familias de la pujante clase media que se desarrolló en la segunda mitad del siglo pasado, durante del ‘milagro mexicano’. Pero hoy, la clase media mexicana está desdibujada y, los domingos, el parque se atiborra de una plétora de paseantes para los que tiene una propuesta de entretenimiento a la medida.
Juan López y su nieta vienen desde San Ángel, al sur de la ciudad. Hicieron unos 40 minutos en transporte público. Pero no son los que vienen de más lejos. Hay gente que viene de la alcaldía Venustiano Carranza, al noreste.
“Es que allá hay muchos desarrollos como deportivos, con canchas, y demás, pero no se puede ir a caminar y pasear. No tienen tantas amenidades como aquí”, asegura un hombre que baja de una camioneta con otros seis familiares.
Este parque podría ser un premio de consolación para los que buscan experiencias al aire libre, como los niños scouts que levantan una tienda de campaña en uno de sus jardines.
“Están practicando para cuando tengan un campamento de verdad”, dice su guía, un muchacho con incipiente barba que lee los mensajes de su celular recargado en un árbol.
A unos metros, dos jóvenes fornidos y barbones se sueltan trancazos con unhacha y una espada de metal de adeveras. Están entrenando para las ferias medievales en las que hacen torneos. “Una de éstas tal vez no te corta, pero sí te podría romper un brazo”.
En el jardín de enfrente, otro grupo se golpea con espadas de hule espuma.“Ellos también son de luchas medievales, pero sólo lo hacen como experiencia lúdica, nosotros sí lo hacemos para torneos”, dice Edgardo Andrés López.
Alguna vez, Los Venados fue parque con veredas serpenteantes que lo único extraordinario que tenía era su planetario. Como la Portales, la colonia que lo alberga, poco a poco se ha ido llenando de más gente y de muchos servicios.
Hace un par de años, por ejemplo, se construyó un carrilito de tartán, para los que gustan de salir a correr. Por la misma época se cercó un área para que los perros corran sin correa, a donde pueden entrar por igual chihuahueños y bóxer, muy bañados. No en vano las veterinarias y las estéticas caninas son el negocio más común en los alrededores.
Un poco antes se había rehabilitado el área de juegos infantiles, que ahora tiene con estructuras escalables, redes de mono y resbaladillas de colores.También hay un par de canchas de basquetbol y fútbol rápido cerradas por gruesos pilotes de metal, por eso de los balonazos.
El parque tiene basureros pares, para separar la basura, pero nadie lo hace. Y según el lugar donde te pares puede oler a fierro, a pasto o a caca de perro.
En los andadores, no falta el niño que arrolla sin querer a un perro con su cochecito de plástico impulsado por baterías, o el que atina un certero golpe a los tobillos de alguien con la defensa de un mustang rosa que dice Barbie.
En el centro del parque hay una feria de pueblo que no respeta calendarios o santorales existentes. Todos los días opera, de lunes a domingo, sin parar, desde hace al menos 28 años.
“Yo toda mi vida he trabajado en esta feria. Mi mamá tenía un puesto de canicas, que ahora atiende mi hija”, dice Alejandra mientras vacía un flan en un platito de unicel.
Antes de que se instalaran en el parque solían recorrer pueblos en las periferias del sur de la ciudad, por los rumbos de Tláhuac y Milpa Alta. Pero aquí, encontraron su Aztlán:
“Este ha de ser uno de los únicos parques públicos en los que encuentras una feria todos los días del año. Aunque como los juegos son eléctricos, en temporada de lluvias la gente deja de visitarlo”.
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