A mediados del siglo XX los intelectuales referenciaban al mundo desde un sitio universal, fueron ensayistas con tendencias literarias. Fueron creadores de sentido, incluso moral. Pero estos personajes ya no existen más. Las lumbreras del pensamiento sobreviven ahora como especialistas en áreas específicas, sobre todo como burócratas o académicos
Por José Ignacio De Alba / X: @ignaciodealba
Proponerse definir a un intelectual es complicado, incluso el diccionario de la RAE establece la acepción “espiritual”. Un personaje casi chamán, alguien que se cultiva en las ciencias y las letras. La vocación y destino de las sociedades era acompañada de estos personajes. Tan ambiguos como querer categorizar un ensayo.
El intelectual fue un personaje polifacético, eran escritores y políticos, pensadores y diplomáticos, líderes políticos y periodistas, poetas y científicos. De José Revueltas a Octavio Paz, de José Vasconcelos a Carlos Monsivais. Este tipo de personajes ya no existen más. Habitamos en un nuevo temporal ideológico.
Estos intelectuales vivían fuera del campo académico, si ocuparon un cargo gubernamental fue transitorio y, en la mayoría de los casos, de forma muy apasionada. Gozaron de un papel más independiente frente al poder, pero sus críticas encontraban eco en un espectro amplísimo. A manera de árbitros supremos.
La conversión de los intelectuales en tecnócratas comenzó en los años 80, el neoliberalismo se consolidó como el sistema a seguir, pero también propuso una nueva pauta para el pensamiento. En América Latina se replicó el sistema que ya funcionaba en Estados Unidos y Canadá, donde los intelectuales no influían de forma terminante sobre el sentido de la sociedad y donde su prestigio social estaba regulado por la academia.
La llamada “relación perversa” entre el campo del saber y la política ha sido planteada por distintas personas, como el filósofo Hugo Celso Felipe Mansilla Ferret, quien ha elaborado una teoría crítica sobre las ideas de modernización.
Una de las características del intelectual moderno es que dispone de un salario corriente, la especificidad de su trabajo lo volvió eficaz cuando se trata de elaborar políticas públicas, aunque haya cesado el esfuerzo de construir una “conciencia nacional”.
Desde los años ochenta el conocimiento dejó de preocuparse por ocupar una posición crítica, ya no digamos contestataria frente a las estructuras de poder neoliberales. Vivimos en un tiempo -aunque agotado- donde la corrección intelectual es un buen negocio.
Mansilla Ferret explica las desventajas de este sistema de pensamiento: “Una de las conclusiones centrales es que el desarrollo actual, por más inevitable que sea, genera también elementos negativos, entre ellos la declinación del espíritu crítico y la incapacidad de articular síntesis globales”.
Pero el neoliberalismo no solo trastoca el papel de los intelectuales, se enraizó por todos lados. Los partidos políticos se convirtieron en máquinas electorales, las ciencias fueron escindidas. Por ejemplo, a la economía se le dejó de considerar una ciencia social. Un economista se limita a ver números, difícilmente da argumentos sociales en una explicación.
En las universidades se dan a leer obras de temas específicos y de corto alcance, mientras que los enfoques teóricos universales se volvieron obsoletos. El conocimiento quedó fragmentado. Mientras que los beneficios materiales son factores decisivos para elegir una carrera. Es más, estudiar, dejó de ser un fin en sí mismo.
Hace unos días alguien me preguntó para qué sirve hacer una maestría en estudios latinoamericanos, el curso que actualmente realizo. Mi respuesta fue tan torpe que quedé como un idiota. Pero la pregunta “para qué sirve” sirve que ilustra mucho.
La falta de intelectuales de largo alcance han provocado que haya pocas discusiones éticas sobre acontecimientos globales, las lecturas universales están más en poder de la informática que en la ensayística de nuestros tiempos. La academia está tan conquistada por esta era que hasta se habla del “capitalismo académico”.
En esta este nuevo entramado de ideas, en la fragmentación del pensamiento, cuyo valor tiene fin en la medida en que es funcional al sistema, también la izquierda rema en dulce de leche. De nuevo, cito Felipe Mansilla:
“Las corrientes de izquierda han carecido, por ejemplo, de una visión diferenciada de fenómenos como el mercado y la democracia representativa: han pasado sintomáticamente de un rechazo dogmático a una aceptación oportunista, lo que conlleva la tácita renuncia –jamás lamentada– de la clásica dimensión progresista de igualdad y solidaridad”.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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