En los últimos 12 años, los normalistas rurales han tenido que entender, conocer y analizar los vaivenes del crimen organizado en sus regiones. Todo ello con la finalidad de sobrevivir.
Lydiette Carrión
En 2011 fue la primera vez que tuve contacto con el normalismo rural. La dirección nacional de la Federación de Estudiantes Campesinos de México (FECSM) convocó a una conferencia de prensa con reporteras y reporteros de confianza. Al tratarse de una organización semiclandestina, no hubo invitaciones abiertas; y una vez en la conferencia tampoco había nombres. Yo tuve la oportunidad de asistir, si la memoria no me traiciona, por la invitación de un colega de la revista Contralínea.
En aquella ocasión, la violencia del narco había alcanzado a dos normalistas rurales. El 24 de septiembre de aquel año, José Alberto Martínez Favela y Omar Isaac Medina Tarango, estudiantes de la normal rural de Durango, desaparecieron cuando viajaban de aventón por el estado Aguascalientes.
Habían participado en la bienvenida a las estudiantes de nuevo ingreso de la escuela normal rural “Justo Sierra Méndez”, mejor conocido como “Cañada Honda”, de Aguascalientes, posterior a dicho evento decidieron trasladarse de nueva cuenta a su escuela. Pero en el camino alguien les hizo algo.
La FECSM fue clara: esta era la primera vez que estudiantes normalistas sufrían una agresión de este tipo durante un trayecto por territorio mexicano. Durante sus compañeros, miembros del Comité Nacional de la FECSM fueron claros: sabían que estas desapariciones no obedecían a una represión política (que en otras ocasiones sí habían sufrido), sino a la presencia del narco, y una inseguridad que antes no se conocía; no así al menos.
En aquellos mismos tiempos, unos años antes o después, mujeres jóvenes, normalistas rurales de Chihuahua, habrían pedido ayuda al Comité Central y a las organizaciones aliadas, a que les dieran apoyo de seguridad. Miembros del crimen organizado querían “robarse” a algunas estudiantes porque les habían gustado.
De nuevo, las organizaciones sociales y sus compañeros normalistas habrían apoyado y protegido a las estudiantes.
De igual forma, otras organizaciones supieron que, durante algunas movilizaciones de entonces, en las que se enfrentaban con miembros de la policía federal, o policías locales, en muchas ocasiones los jóvenes arrebataron celulares o aparatos electrónicos a policías que los agredían. En algunos de ellos encontraron vínculos de elementos en activo con la delincuencia organizada local.
Por temor, decidieron destruir todos esos aparatos. Decisiones de vida o muerte. Defensores de derechos humanos les ayudaron. Cuentan que los guardaban en bolsas metalizadas de doritos –para no ser ubicados por medio de tecnología– y con ayuda de una abogada, destruyeron legalmente aquel cúmulo de información que ponía en riesgo sus vidas.
Pero no para ahí. Ya para 2012, la infiltración y el acoso de la delincuencia organizada, obligó a algunas escuelas a tener que realizar “pactos” de no agresión con los narcos de su región. Era eso o morir, o desaparecer, o ser levantada porque algún narco les pareció bonita, o no regresar a casa. Además paralelo (o mejor dicho orgánicamente cercano) el acoso y la violencia estatal explotó. Fueron esos los años de la violencia contra Tiripetío, contra el Mexe, contra Mactumactzá.
Esto por supuesto, no es privativo de las normales rurales. Cualquiera que haya vivido en ciertas regiones del país sabe que hay lugares en los que la convivencia es ineludible. Es un asunto de sobrevivencia. ¿Cómo no conocer quiénes son la maña en las cañadas del norte, o en la montaña de Guerrero? Si se es normalista rural, si se viene de pueblos remotos en la sierra, o de los barrios periféricos de las ciudades al interior de la república, ¿cómo no conocer personalmente a quienes deciden ser malilla?
En otras palabras, el conocer quienes forman parte y cuáles son las dinámicas de estos grupos, es cuestión de sobrevivencia, no solo para normalistas rurales, sino para cualquier persona que viva en estos espacios. Y por eso existe mucho desconcierto frente a los equívocos frente al crimen organizado que ocurrieron durante la llamada Noche de Iguala.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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