El racismo y clasismo en México están entregando toda la legitimidad al gobierno actual. Han convertido al discurso de la 4T en hegemónico
Por Lydiette Carrión / X: @lydicar
Mi hijo ama los peces. Tiene una fascinación extraña con ellos desde chiquito. Ahora tiene ocho años y cuando en la casa se sirve pescado –lo que para mí es día de fiesta– para él es un sufrimiento absoluto.
–Pobre pez– ha dicho, y en alguna ocasión ha llorado frente a la trucha.
En mi cabeza, comer pescado no es tan cruel porque –en algún lado leí, pero probablemente ni siquiera sea cierto– que los peces tienen menos terminaciones nerviosas y por tanto “les duele menos” cuando los matas.
Mi niño llora y sufre por los peces, pero cuando comemos cerdo todo cambia. No le importa un bledo el cerdo. Pero si hay cerdo en casa, no es por mí. Yo sufro. Alguna vez leí que estos animalitos tenían la inteligencia de un niño de dos años –tampoco sé si es cierto–, y como lo leí cuando mi hijo era muy pequeño, simplemente no puedo con la idea de comerlo. Cada vez que lo hago tengo pensamientos intrusivos sobre esa nota que alguna vez leí. ¿Por qué los comemos? Son listos, simpáticos, tiernos. Y luego vienen las vacas, con sus ojos soñadores. Recuerdo cuando era niña, iba a la ordeña, y veía a los becerros y sus mamás. Las ubres rosadas, la leche y el mugir. Sufro –cuando me acuerdo– al comer carne de vaca. No le digo res. Es lo que es: una vaca asesinada. Pero en estos casos, mi hijo ni se inmuta. Muestra una crueldad supina.
La última vez hasta me caché diciéndole:
–¡Son mamíferos! ¡Deberías tener más empatía por ellos que por los peces!
Sólo se rió.
Entonces me surgió una pregunta: ¿Por qué nuestra empatía es tan selectiva? ¿Por qué unos sí y otros no? Y sobre todo, ¿cómo se desarrolla?
La empatía, según la ciencia, tiene una base neuronal, pero puede disminuir según algunas actividades. Por ejemplo, el entrenamiento médico “baja” esa capacidad (lo cual tiene sentido si necesitas seguir siendo funcional para salvarle la vida a gente que está en sufrimiento). Además no tenemos la misma empatía para todos: los más cercanos son “los miembros de nuestra tribu”. Grupos más lejanos no despiertan la misma capacidad de “sentir” el dolor de los demás.
Yo creo que la intensa desigualdad económica y social que existe en México ha propiciado un encogimiento de nuestra capacidad de empatía. A eso se aúna una casi completa incapacidad de comunicación entre grupos sociales.
Por ejemplo, varias capas socioeconómicas no comprenden que López Obrador termine su sexenio con tan alto grado de aprobación. Ojo, aquí no me interesa discutir qué tan buen o mal sexenio ha sido este. Desde mi análisis el sexenio ha tenido aspectos positivos y otros muchos muy negativos. Ha sido, sin embargo, innegablemente, la primera vez que se dio una alternancia de postura política en el prisma electoral… Pero, como dije, este no es el punto a tratar, sino el del absoluto abismo entre capas sociales.
Desde un extremo social, es impensable que no vean cómo es que López Obrador miente. Y luego existe un reclamo por las llamadas becas. Se da la idea de que las becas y programas de dinero (en los que estudiantes, jubilados, etc reciben en realidad muy poco dinero) les han “comprado conciencias”.
Para alguien que gana 80 mil pesos mensuales, probablemente le parezca una nadería que un estudiante de licenciatura reciba 2 mil 800 pesos mensuales como beca. Debe llegar a pensar: “Se venden por nada”. Para el estudiante probablemente esos 2 mil 800 pesos sean un alivio parcial que le reivindique el ir a estudiar. Pienso que si yo hubiera recibido un monto así “en mis tiempos”, probablemente no me hubiera tardado tantos años en terminar la carrera. Hubiera sido todo un poco… menos difícil. Al igual que la pensión para la mujer de 65 años que nunca pudo trabajar fuera de casa, que el jubilado que tiene su pensión que le permite quizá comprarse una mermelada (hace muchos años, en el entonces Distrito Federal se hicieron encuestas para saber en qué gastaban los abuelos sus pensiones. En general respondían que para contribuir al hogar, y también para darse pequeños lujos: comprarse una mermelada o un frasco de cajeta).
Es decir, desde una oposición así, hay un desconocimiento de las carencias del otro, no se las ve, no son identificados los dolores, la situación en la que vive la mayor parte de la población. Es un niño de ocho años comiendo vaca.
Hay que decirlo, esa ceguera estaba antes, justo antes de que llegara López Obrador.
Cuando era niña, le pregunté al dueño de un rancho en Veracruz por qué no hacía algo para los trabajadores y sus familias que vivían ahí. A cambio de trabajo, la familia podía vivir en una casa con piso de tierra. Sí tenían un foco de luz, pero la letrina, al menos a mí, me parecía terrible. No recuerdo donde estaba la regadera, pero intuyo que estaba afuera. Los niños siempre andaban descalzos y sucios, las mujeres, trabajadoras incansables, también iban descalzas.
El dueño del rancho me respondió que las personas que ahí trabajaban estaban acostumbradas a vivir así. “No conocen otra vida”, respondió.
Pero eso no era verdad. Ellos conocían la vida del dueño del rancho. Era un hombre con una casa muy grande y muy bonita en la ciudad. Conocían también su camioneta pickup y conocían también la vida de otras personas fuera de la ranchería. También veían un poco a través de la televisión –entonces sólo existía televisa–. Además, pensaba yo, el solo hecho de que alguien no conozca otra vida, ¿es justificación para no mejorarla?
Pero sobre todo me inquietaba su respuesta: “no conocen otra vida”. Me cuestionaba si él les había preguntado, o cómo llegaba a esa conclusión. ¿Cómo lo sabía? Quizá porque hablaba con ellos. Les daba instrucciones y órdenes, revisaba con el capataz los resultados.
¿Les había preguntado si quizá les gustaría un piso de concreto en su casa o un baño en vez de letrina? Sobre si estaban acostumbrados o no, supongo que el dueño del rancho tenía razón, a todo nos acostumbramos en la vida: al calor sofocante, a los fríos intensos. Los migrantes indocumentados en EEUU se acostumbran a vivir hacinados en una casa, para así ahorrar y enviar dólares a sus familiares. No quiere decir que les guste, sólo que se han debido adaptar a circunstancias incómodas, poco propicias para desarrollar otros aspectos. La madre que busca a un desaparecido se acostumbra a hablar con la prensa, ha tenido que familiarizarse con ello. La víctima de violencia familiar se “acostumbra” a los ciclos de violencia. Es esta una adaptación dañina, pero ocurre todo el tiempo, ya que sí, los seres humanos tenemos la necesidad y la capacidad de adaptarnos para sobrevivir. Cuando uno no tiene recursos “se acostumbra” a vivir al día, haciendo malabares, dejando de consumir tal vez cierto alimento, dejando de pagar algunos gustos. Pero no quiere decir que esa persona sea plena de esta forma, que bajo esas circunstancias se pueda desarrollar plenamente, que desee eso para sus hijos.
El ranchero del que hablo estaba “acostumbrado” a percibir a sus trabajadores como menos merecedores que él. Por supuesto esto no era consciente. No estoy diciendo que fuera mala persona, en el sentido más amplio de la expresión. Sólo no había desarrollado una empatía frente al sufrimiento de aquellos a quienes percibía diferentes o inferiores: pobres, morenos, sucios.
Esto se aprende. Así como se puede entrenar la empatía, se puede entrenar a perderla. Creo que parte de la violencia clasista y racista que vemos todos los días proviene de esta empatía selectiva, de esta ceguera que la mayor parte de las veces ni siquiera es consciente. No es “maldad” en el sentido de querer hacer daño con conciencia, es eso: falta de empatía.
El problema es que del otro lado, esta violencia también ha “corrido” las cosas hacia el extremo. Y esto impide un diálogo frente a preocupaciones genuinas, frente a reclamos genuinos –pienso en el tema de las desapariciones, la concentración del poder en manos de militares, la desaparición del INAI–.
Esto puede traer consecuencias graves, ya que no hay interlocutor válido. Los grupos –profundamente clasistas y racistas– sólo están generando discursos de odio y desprecio contra los sectores trabajadores. Y esto no será bienvenido. Pero, y aquí viene el gran pero: la 4T ya se ha logrado ir constituyendo como poder gubernamental. Ya no es oposición, ya no es vanguardia. En estos momentos, al menos desde el gobierno está constituyendo una hegemonía. Esto es real. Se necesitan contrapesos críticos. El problema es que no hay: la oposición está encerrada en este racismo y clasismo y falta de empatía. Y los pocos sectores más progresistas se encuentran aturdidos y solo reaccionando.
Esto, en pocos años, puede devenir en un poder hegemónico que se vaya convirtiendo en su nemesis.
Sin diálogos y discusiones que se centren en los problemas específicos, sin la posibilidad de discernir con escuchar, se reduce la capacidad de hacer aciertos. Ha ocurrido antes en la historia.
Los horrores históricos no terminan como empiezan. Yo estoy convencida –me puedo equivocar, pero ese no es punto– de que el viraje de AMLO ha sido en términos generales positivo, al menos se sacudió un muy corrupto poder político. Pero, y aquí viene el gran pero, necesitamos la capacidad de discusión y de diálogo para acordar lo que beneficia a la mayor cantidad de personas y comunidades en el país. Con el nivel de polarización que existe que, insisto, ha sido provocada, en primer lugar, por los abismos sociales que sufre el país, por una falta de empatía aprendida entre clases, no veo condiciones para una discusión saludable, de cara a los cambios que se plantean.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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