4 noviembre, 2023
Las rutas migratorias en América Latina están controladas por el crimen organizado. Sin embargo, y aún con el miedo a cuestas, las personas no desisten en su sueño de llegar a los Estados Unidos. Los flujos siguen creciendo, pues la pobreza y la violencia que los expulsó de sus países no es mejor que lo que viven en la selva y los trenes
Texto y fotos: Pedro Anza
ESTADO DE MÉXICO. – Le acaban de quitar la cinta adhesiva del rostro y dos líneas moradas enmarcan sus ojos. El hombre mira desasido las vías del tren, sus ojos no buscan nada, reposan impasibles en el espacio frente a sí. En menos de 10 minutos el hombre tocó a la puerta del albergue, entró a la ducha con su rostro terroso, se calzó unos zapatos usados que las monjas del Buen Samaritano disponen para los visitantes, hizo una llamada a su familia, y sin pronunciar más palabras que las necesarias para solicitar el uso de la regadera y el teléfono, salió con un leve rengueo para sentarse en la banca de piedra a la orilla de las vías, desde donde mira a la nada. Su expresión petrificada delata la costumbre de la fatalidad.
–Así vienen cuando están recién salidos de un secuestro, con la cara marcada por las cintas con que los tapan, con moretones, todos espantados y pálidos.
La hermana Luisa María unta frijoles refritos en los panes que Gloria, otra hermana de su congregación, le entrega ya embarrados de mayonesa. Como cada sábado, en unas horas saldrán para entregar alimento a los migrantes que esperan para subirse a los trenes en un descampado frente al basurero municipal de Tequixquiac. Las religiosas deben de tener cuidado con la cantidad de jalapeño que colocan entre el queso y el jamón; la mayoría de los migrantes son reacios al picante, sobre todo los que provienen del sur del continente, y no son poco comunes las reacciones de desagrado que los hacen volver la cara al hambre haciendo a un lado un bocadillo enchilado. El número de migrantes que ingresa a México ha incrementado considerablemente en los últimos meses. –Así El abanico de nacionalidades del flujo varía, pero ahora está compuesto en su mayoría de migrantes provenientes de Venezuela; le siguen, en mucha menor cantidad, los ecuatorianos, colombianos, hondureños, salvadoreños, haitianos, y una pequeña minoría de peruanos, africanos y asiáticos.
–Pero no dijo nada de un secuestro, no dijo nada de nada.
–No dicen nada, pero a cada rato vienen así, con las marcas en la cara, sobre todo los hondureños, son a los que más secuestran en esta zona porque van en grupos más chicos que los venezolanos, o quien sabe por qué será, pero aquí por las vías rondan los malandrines, los andan cazando, los levantan y los encierran. Cuando salen del secuestro algunos llegan aquí, se bañan y le hablan a su familia. Casi ninguno nos dice nada, como éste, solo siguen su camino.
Salgo al encuentro del hombre, se llama X y tiene 41 años, su rostro recién aseado no deja de semejar a la tierra curtida de una superficie árida, tanto su piel como su mirada se han mimetizado con su travesía y sus paisajes de encuentros ásperos. Le pregunto si estuvo secuestrado, me dice que hace no más de dos horas lo liberaron, lo dejaron tirado por ahí afuera de una ranchería a uno o dos kilómetros del albergue, que estuvo tres semanas atado de manos y con la cara vendada en un cuarto con otros migrantes hasta que su familia, en Tegucigalpa, reunió los dos mil dólares que pedían por su vida.
–Aquí no está parando el tren -le digo señalando a las vías–. Está parando en el basurero de Tequixquiac, hacia Huehuetoca, queda lejos ¿qué vas a hacer?
Solo contesta lo necesario.
–Voy a esperar a que lleguen los otros, nos vamos a regresar a Huehuetoca y ahí lo vamos a esperar.
Sus ojos son dos esferas vacías, solo una leve melancolía tintinea escondida en algún lugar al fondo de ellas mientras sostiene la mirada y deja salir de su boca el esqueleto de palabras igual de vacías, carentes de emoción alguna. De nuevo vuelve su rostro y extravía su mirada en lo inefable, se sume en una extraña paz que lo exime de la conversación mientras el viento del alba derrama su sonido en el paisaje transparente.
Conversando con un perro que merodea la puerta del albergue, dos monjas acomodan en la camioneta pick-up las cajas con la comida preparada: arroz, sopa, galletas, algunas centenas de botellas de agua de un cuarto de litro, platos, vasos y cubiertos desechables. Ya están listas 300 tortas, aún les faltan 100 para partir a la orilla del basurero donde a esta hora ya se habrá reunido un número considerable de migrantes recién llegados de la Ciudad de México en autobuses o vehículos clandestinos. Apenas llegan al pueblo de Huehuetoca, los migrantes emprenden la caminata de 14 kilómetros que los separa del basurero de Tequixquiac. Ahí, al costado de las vías, esperan ansiosos el tren que a veces para y a veces se sigue de largo sin más. La predicción de su llegada es difícil, parece no cumplir horario, puede transcurrir un día entero sin asomar. Para cuando llega, los migrantes que fueron arribando en grupos familiares se habrán convertido en un tumulto impaciente. El flujo de migrantes que se suben diariamente al tren en el basurero de Tequixquiac para burlar los retenes migratorios de las carreteras sube y baja, pero en las últimas semanas y meses ha oscilado entre los 300 y 800.
Sin dejar de mirar hacia las vías, X me pregunta si soy mexicano. Quizá no haya caído en cuenta que me encuentro en circunstancias muy diferentes a las suyas. Que yo no vengo saliendo de un secuestro ni la probabilidad de uno amenaza con encontrarme en el horizonte próximo.
–Sí, soy periodista, estoy acá haciendo un reportaje sobre la situación de los migrantes.
–Ah, periodista, qué bueno eso.
Las palabras de X surgen de la misma oquedad que las anteriores. Parece no importarle nada. No es agotamiento, al menos no únicamente. Será quizá la creencia en la inevitabilidad del infortunio, una virtuosa aceptación de los acontecimientos desfavorables que le arroja el destino, o acaso la asiduidad de la desgracia en su vida lo ha orillado a la resignación pasiva ante la injusticia, y su entereza estoica se deba a dicho aturdimiento espiritual. Tal vez un poco de ambas. Lo cierto es que ni en su voz ni en sus ojos se traduce la queja o la autocompasión. Una serenidad marchita mantiene su dignidad intacta.
Al encenderse, el motor de la camioneta se desahoga en un tamborileo metálico. La caja está llena, son las nueve de la mañana y las monjas toman su lugar en el vehículo. Una de ellas, Luisa María, se asoma por la ventana e imita el sonido de la máquina de un tren, las otras tres festejan su gracia. Desobedeciendo la negativa de su superiora, Luisa María ha decidido que esa tarde, después de repartir el alimento, se subirá al tren con los migrantes para acompañarlos de cerca en parte de su viacrucis. Conociendo de los peligros que acechan la travesía a bordo del tren, decido acompañarla, la presencia de una religiosa será sin duda un escudo ante las amenazas del viaje pues incluso entre los maleantes que me merodean el tren para robar su mercancía o asaltar a sus vulnerables ocupantes, razono, se respeta la integridad de las elegidas de Dios. Mientras me despido de X palpo el bolsillo de mi camisa y encuentro 50 pesos, se los entrego rápido, casi con vergüenza, pensando en la inutilidad del gesto, el no parece inmutarse, inclina levemente la cabeza y los toma de manera mecánica. Por menos de un segundo creo reconocer en sus ojos el destello de algo parecido a la felicidad.
CAUCA, COLOMBIA. – –¡Jason, no, Jason, no lo hagas!
El sujeto apunta nervioso el arma trémula, gira el cuello para mirar sobre su hombro, hacia atrás, no quiere ver su mano apretar el gatillo de la pistola hechiza ni mucho menos ver el rostro de espanto de su amigo de la infancia tirado en el piso. Suenan cinco disparos, Kevin se queda inmóvil. Como en el entretelón de un sueño que se desvanece mira a Jason subirse en la parte trasera de una motocicleta que lo espera en la esquina y hacerse pequeño hasta desaparecer por completo. Piensa en su hija, cree verla pero no sabe si son visiones, está aturdido por el estruendo y el impacto de las balas, tampoco sabe si está vivo, no se lo pregunta, pero todo parece indicar que es el final. En adelante los recuerdos son borrosos: va a bordo de una motocicleta con dos personas más, quien maneja y alguien que lo sostiene para no derramar su cuerpo moribundo en el suelo mientras la moto avanza zigzagueante esquivando baches y personas en las calles nocturnas de Puerto Tejada. Los ruidos de gritos y motores a sus costados parecen venir de la lejanía y se hacen cada vez más distantes, hasta que pierde la consciencia. Mas tarde, al salir del hospital sabrá que cuatro balazos lo alcanzaron, no es la primera vez que llega al hospital con herida de bala, pero en ese momento toma la decisión de que será la última, ahora tiene una niña pequeña. Tiene que irse de ahí y entre más lejos se vaya mejor.
–Me pegaron estos tiros un quince de noviembre, mi hija cumple años el dieciocho y yo tenía todo acomodado para hacerle su fiestica. Cuando caí al piso pensaba en la niña. No le pude celebrar los cumpleaños y no le he podido celebrar un cumpleaños en paz mano. En Puerto Tejada no se puede vivir bien, la guerra es cuadra por cuadra, si usted un día va para allá y no hay balas todo mundo le dice que juegue a la lotería, o sea que tiene suerte, porque es raro un día en que no haya bala.
Kevin lleva puesta una gorra morada de los Yankees y, como la mayoría de los migrantes a nuestro alrededor, calza unas botas de hule. El viaje inició al alba, salimos de Las Tecas, una especie de resguardo en el que una organización social de nombre Fundación Nueva Luz del Darién, va reuniendo a los migrantes que desembarcan de las lanchas de motor que los transportan desde Antioquia hasta el Chocó. Ahí, una vez pagados los 150 dólares que les cobran por la travesía, a veces centenas y a veces miles de migrantes pernoctan antes de adentrarse al Tapón del Darién, una masa de selva que sirve como frontera natural entre Colombia y Panamá. Tras bambalinas, el grupo criminal que controla el acceso y tránsito por la selva del lado colombiano, el Clan del Golfo, se queda un porcentaje del dinero recaudado. Según informes de las autoridades panameñas, desde en enero y hasta septiembre del presente año, alrededor de 350 mil migrantes han pasado por esta selva con rumbo al norte del continente, siendo de origen venezolano más de la mitad de ellos. Ante la imposibilidad de bienvenida en aeropuertos y aduanas, los migrantes optan por atravesar caminando esta selva inmensa en la que la amenaza de bandidaje, animales y bichos ponzoñosos, sed, hambre, y peligrosas crecientes de ríos, se cobra la vida de incontables caminantes. Incontables no solo por ser alto el número, sino porque la mayoría de los cuerpos quedan sepultados en el lodo y olvidados bajo la corriente de sus ríos.
Antes de decidirse a cruzar el Darién con Nueva York en la mira, Kevin se trazó España como destino, una tía le había ofrecido recibirlo en casa mientras se establecía económicamente. Dos veces pisó territorio español, pero las dos veces, apenas bajar del avión, fue devuelto a Colombia. Las revisiones en el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas fueron minuciosas, los guardias aduanales lo miraban suspicaces. La primera fue en abril de 2021, en aquella ocasión no logró pasar el primer filtro aduanal. Volvió a intentarlo un año después para correr con la misma suerte, aunque ahora, después de una revisión a sus tenis para ver si no escondía nada prohibido en las suelas, avanzó esperanzado hacia otro filtro.
“¡Ah! Entonces vienes a conocer el estadio del Real Madrid, el Bernabéu?, Muy bien. ¡El mismo cuento de todos!”
Volvió a Colombia desmoralizado pero sin perder la esperanza de atravesar exitosamente una frontera.
–Los policías se reían del cuento del Real Madrid y me devolvieron otra vez. Aún sigo pagando esa vuelta a mi cuchita, parce.
Estamos sentados en un tronco a la mitad de una pendiente muy inclinada, la última y más pronunciada antes de llegar al cuarto campamento dispuesto por la organización que controla el paso por la selva. Llevamos buen ritmo. Mientras descansamos vemos a nuestro alrededor los rostros exhaustos del resto del grupo de ochocientos migrantes que salieron al amanecer, escalando como pueden las interminables laderas. Una mariposa azul revolotea insistente alrededor de un charco en el lodo como si se asomara, vanidosa, para contemplar su belleza.
–¿Por qué decidiste irte de Colombia, por la violencia en tu región o por trabajo?
-Las dos parce, uff mano, no alcanza, he intentado ya salir adelante de muchas formas. ¡Pero no!, mucho sufrimiento. Usted trabaja y paga el arriendito y la comida, pero nunca ahorra nada. Pero lo que me tenía con la urgencia de salir del país es la violencia, mano. Primero me fui a Cali, pero en Cali es la misma película, brother. Puerto Tejada es un pueblo muy pequeño pero los que lo mueven son gente grande que están regadas en todo Colombia, entonces de nada sirve a usted moverse de Puerto Tejada a Cali porque ahí también están.
–¿Quiénes?
-En Puerto Tejada se mueven las pandillas y son apoyados por grupos al margen de la ley. Cada una tiene su diferente patrocinador. Por ejemplo, están los elenos (ELN) y las FARC, esas son dos organizaciones que siempre están peleando y cada uno coge a un grupo de allá. Cuando la voz viene, desde arriba, la gente se mata entre sí. Por nada, mano, nadie tiene nada en contra de nadie. Se matan entre vecinos y gente con la que uno creció. A uno le dicen: métete a esta pandilla, te vas a ganar 700 mil mensual sin hacer nada, solo de vez en cuando toca que hagas un daño por ahí. Pero entonces el otro grupo se da cuenta y también le ofrecen a usted algo. Entonces viene la pregunta, y siempre es la misma pregunta: ¿blanco o negro? Mijo. La respuesta mía fue gris, ese fue el error, por eso me tocó irme del país.
Unos meses después de haber sido devuelto de España, Kevin se enteró que su prima, quien vivía desde niña en Ecuador, emprendería el viaje por la selva hacia Estados Unidos junto con su esposo y su hija, ambos ecuatorianos. La violencia que comenzaba a azotar el Ecuador, así como las cuantiosas cantidades que los grupos del crimen organizado cobran como cuotas o “vacunas” a los comercios y pequeñas empresas, había llevado a miles de ecuatorianos a abandonar su tierra y emprender el viaje al norte por la selva.
-Le tocó cerrar el negocio en Ecuador, por las vacunas, era mucho dinero el que les pedían, mano. Ella ya conocía mi problemática y me invitó. Y claro, parce, de una me vine. Es la misma maricada parce, Ecuador, Colombia, Venezuela, tú sabes, en todos lados está la película, y si no estás en la película te comen.
Hastiada de tanto mirarse, la mariposa emprende su vuelo y se pierde en el cielo. Una mujer quechua de origen ecuatoriano pasa a nuestro lado andando con firmeza, tiene un niño en el rebozo, y camina con sandalias y mirada seria. Hace unas horas intenté saber más acerca de ella, pero al acercarme descubrí que su español era escaso. En el grupo vienen niños, adultos y hasta mascotas. En los últimos meses, el promedio de personas que cruzan por la selva está entre los mil 500 y los 3 mil diarios. Más del cincuenta por ciento son venezolanos, le siguen los ecuatorianos (13%), haitianos (11%) y colombianos (3%). El resto es un mosaico de nacionalidades, etnias y culturas: India, Cuba, Nepal, China, Brasil, Togo, Ghana, y un largo etcétera.
A lo lejos, en una pequeña planicie entre pendientes, avanza la prima de Kevin cargando en hombros a la niña, y un poco más atrás, haciendo un esfuerzo inhumano, su esposo, un hombre inmenso y barbón con camisa de tirantes, jadea mirando el suelo apoyado sobre sus rodillas. Aunque no es demasiado alto, calculo que pesará por lo menos 110 kilos. Dos días después, sabré más tarde, la dejará abandonada a su suerte con la niña en Panamá y él tomará otra ruta. En el grupo viene también un señor en muletas al que le falta una pierna, dejamos de verlo hace algunas horas, quedó rezagado entre los últimos caminantes; un joven cargador colombiano parte del equipo de guías de la organización, se había ofrecido para asistirlo voluntariamente hasta la frontera con Panamá. Nos preguntamos, quizá todos lo hagan, cómo podrá soportar el suplicio de la travesía completa, la cual apenas inicia y ya ha mancillado la entereza de más de uno. Días después nos enteraremos que no logró soportarlo, como nos enteraremos que un par más del grupo tampoco salió vivo de la selva, o si lo hicieron, fue hacia un destino desconocido. Al inicio del camino el entusiasmo era evidente en los rostros ávidos de avanzar en su camino hacia “La USA” -Estados Unidos-, un lugar mítico y lejano, una especie de olimpo terrenal, horizonte paradisiaco que tiene al dólar como valor de cambio y en el que los pesares que acarrea la realidad humana se disuelven súbitamente. Pero la selva mostró rápidamente a los viajeros la distancia que separaba su recién comenzado viacrucis del sueño americano. Reticentes al inicio a aceptar las solicitudes de los guías y cargadores, sherpas de la selva colombiana, que a cambio de negociables tarifas de cuarenta a cien dólares ofrecían sus servicios para llevar sus mochilas o cargar a sus hijos, atrapados ahora en el estómago fangoso del Darién, cansados, casi rendidos, mujeres y hombres cambiaban por dicho servicio el poco dinero que aún conservaban o no demoraban en deshacerse de todo lo que no fuera imprescindible, lo que en la selva quiere decir deshacerse de todo o casi todo, conservando a veces únicamente el agua y escazas prendas. Los migrantes van dejando tirada gran parte de la ropa, mochilas, zapatos, biberones y demás aditamentos que consideraron esenciales al partir temprano en la mañana. Tras el éxodo humano va formándose un camino de basura.
Mientras tomamos un breve descanso, Kevin mira sonriente en la pantalla de su celular un video que grabó la tarde antes de dejar Cali e iniciar el viaje. En él se ve a un muchacho alegre, cantando y saltando con un grupo de amigos al unísono con el resto de hinchas en el Estadio Olímpico Pascual Guerrero. Su equipo, el América, derrotaba al Deportivo Cali 5 a 2. El video fue tomado apenas hace unos días, y la diferencia entre el joven de la pantalla y el que está sentado frente a mi es notable. El del video es un muchacho festivo, airoso y aliñado, cobijado por el canto de un estadio y el afecto de sus amigos, lejos aún de ser tragado por las fauces humedecidas del Darién y arrojado al incierto camino de fango, bandoleros y serpientes que lo espera al interior de la selva.
Al caer la tarde la mayoría de los migrantes del grupo que salió de las Tecas agota los últimos pedazos de la selva colombiana. Algunos más ágiles estarán ya adentrándose en las profundidades de la parte panameña, otros, los menos aptos para sus veredas, vienen desperdigados, solitarios o en pequeños grupos, algunos kilómetros atrás. Aún no se esconde el sol pero el azote de sus rayos al colarse por la espesura del cielo selvático es menos severo. Una pareja de venezolanos vacila con un chino. Ríen y le hacen señas para que se siente, intentan descifrar si desea descansar y compartir con ellos unas galletas y una lata de atún. Ante la imposibilidad de pronunciar su verdadero nombre lo han bautizado como “Chan”. Aunque no son los únicos asiáticos en los caminos cosmopolitas del Darién, a diferencia del puñado de nepalíes y del grupo de jóvenes de Sri Lanka, Chan, junto a su esposa y sus dos hijos, viajan solos y su inglés no es solo pobre sino inexistente. La pareja ayuda a Chan y a sus hijos con una traducción rudimentaria que consiste en gesticular y mover las manos y cabeza para indicar hambre, cansancio, afirmación o negación y gastar de vez en cuando una broma a la que Chan y su esposa responderán de manera cortés con pequeñas risas desorientadas. Nos cuenta que lo conoció tres días atrás en Necoclí mientras esperaban en el muelle para comprar los boletos de la lancha hacia Acandí. Le dio pena dejarlo solo pues se percató de que Chan era víctima de todo tipo de abusos, estafas y bromas de mal gusto. Desde entonces viajan en grupo.
Mientras descansamos, los hijos de Chan brincan ligeros y juguetones sobre los enlodados montículos, gritan y ríen entre los adultos que toman bocanadas de aire rendidos en el suelo. Su inocencia inmaculada parece salvarlos de la angustia reflejada en el rostro de sus padres, no estar enterados de los peligros que acechan el camino, sobre todo en la parte panameña de la travesía, los sitúa en una ruta diferente a la que atraviesan los mayores a su alrededor, la selva es para ellos una aventura retadora, una extraña vacación familiar. Al menos espero que así sea mientras los observo desde unos metros más arriba correteando ágiles de un lado al otro.
Un venezolano bonachón con quien iniciamos la ruta avanza dicharachero cargando su mochila y la de una joven dominicana, igual de alegre, que viaja sola y que camina con él compartiendo su entusiasmo caribeño. Al vernos, se acerca y le da una palmada amistosa a Kevin en la espalda.
–Vamos, marico, ¿cómo le gusta echar cuento no? Levántate, negro, que ya se ve la Estatua de la Libertad ahí atrás, huevón. ¡Arriba todos!
Nos levantamos, hay que continuar la caminata. Avanzamos el último trecho del Darién colombiano, y alcanzamos la cima de la vertiginosa loma. Ya pisamos territorio panameño. Los guías y cargadores colombianos comienzan a replegarse, tienen miedo de que la Senafront, la policía migratoria panameña, los encuentre. Recientemente dos guías colombianos fueron capturados y hoy están presos en Panamá, ninguno quiere aventurarse más de un par de metros en el país vecino. Me despido de Kevin, su prima, y su sobrina. Los veo bajando la pendiente y seguir hasta perderse en la distancia. Las banderas de múltiples naciones amarradas a los árboles anuncian la llegada a Panamá. En adelante quedará para los migrantes la parte más dura de la travesía selvática de más de 110 kilómetros que inició en Acandí, en el Chocó colombiano y termina en Bajo Chiquito, un pequeño poblado panameño. En la selva del lado de Panamá los espera un camino tortuoso y una incertidumbre acentuada aún más por los relatos de conocidos y familiares que ya han cruzado: bandidos, hambre, asesinatos, violaciones, animales venenosos, panteras que acechan en la oscuridad, una intensa sed y el agua de ríos llenos de cadáveres como única posibilidad de saciarla e, incluso, la aparición de espíritus que hacen a uno extraviar el camino y perderse en la oscuridad impenetrable de la selva.
Yo y el colega fotoperiodista que me acompaña pasaremos la noche en las hamacas instaladas en el cuarto campamento. Comienza a anochecer mientras desandamos el camino en esa dirección. Uno de los encargados de los guías, un joven de Medellín con una tenue cicatriz en el pómulo y un radio en la cintura, me pide que le haga una foto, pero antes de posar se pone un pasamontañas. Al percatarse de que soy mexicano se muestra inquieto y curioso, quiere saber si me gustan los corridos tumbados, si he estado en Culiacán, si me sé las canciones de Peso Pluma. Otro más, un mulato de ojos verde pistache y rostro severo que camina más adelante, mira la escena con gesto incrédulo: “Uy, parce, yo que usted no me dejo sacar esas fotos, quién sabe que hagan con ellas estos periodistas”. “No mames, son pinches mexicanos güey, ¿dónde están las morritas?, Órale, cabrón”, contesta riendo el joven antioqueño mientras se quita de nuevo el pasamontañas.
ESTADO DE MÉXICO. – –Prefiero volver a cruzar esa hijueputa selva mil veces que pasar por México otra vez.
El rumor del tren se embravece al pasar frente a la multitud, su estruendo incesante dilata unos minutos y vuelve a alejarse hasta desvanecer en el horizonte. Es el tercero que pasa en cuatro horas y, como los anteriores, su anuncio de esperanza hizo que los más de trescientos migrantes a la orilla del basurero se levantaran del suelo para correr presurosos hacia las vías, ansiosos de que esta vez sí se detuviera por completo. No se detuvo, su sonido fue solo una promesa, y todos regresan contrariados al amparo de las sombras escuetas que encuentran bajo los pocos arboles del descampado. Ya son las tres de la tarde, pero el sol sigue ardiendo aferrándose a su cenit.
–Esa selva usted la cruza en tres días. Pero México no, parce, en todos lados le roban la plata a uno. Los policías de Oaxaca, marico, ¡no!, ni en Guatemala lo joden a uno así.
A lo mucho habrá cumplido 13 años y todavía tiene voz de niño, pero actúa con la seguridad y la soltura de un adulto. Se llama Luis, es venezolano y viaja únicamente con su abuela, con quien migró originalmente a Barranquilla en donde vivieron dos años, ella trabajando en la cocina de un restaurante, él asistiendo en un taller mecánico. Nada más llegar a Chicago, Luis planea ahorrar dinero para montar una barbería y comprarse una moto y un IPhone nuevo.
Repite, quizá con verdadera convicción, lo que se escucha en boca de la mayoría de los migrantes que esperan el tren: que México es más duro que el Darién, que a partir de Guatemala, la travesía, en su extensión y en las dificultades de tránsito, es un reto mayor que llegar de Colombia a Panamá.
Aunque no es el método elegido por todos, gran parte de los migrantes que pasan por México opta por ingresar a Estados Unidos utilizando la CBP One, una aplicación móvil que funciona como un portal a través del cual solicitan una cita con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. A partir de esta cita, las autoridades evalúan si los solicitantes son candidatos a ser inscrito en procedimientos de inmigración regularizada al interior de sus fronteras. Sin embargo, los criterios de evaluación y los tiempos de espera de las citas son inciertos, por lo que muchos optan por entregarse a los elementos de la patrulla fronteriza en distintos puntos de la frontera, esperando de esta manera agilizar el proceso de la aplicación.
Estamos sentados sobre las vías, Luis, yo, dos jóvenes venezolanos, una pareja de salvadoreños, una ecuatoriana muy silenciosa con sus cuatro hijos, tres niñas y un niño, y un hombre tuerto de unos 50 años que acaba de acercarse y que aprovecha las pausas en la conversación para pedirme dinero. Nos rodea una pequeña pandilla de niños migrantes que han hecho de Luis su líder. A lo lejos, las monjas del albergue del Buen Samaritano reanudan la repartición de tortas que se había suspendido por la aparición del tren y vuelva a formarse una larga fila en la camioneta blanca. Al ver que de nuevo se forma la fila, Luis da instrucciones a uno de los niños de su pandilla, quien asiente entusiasta con una sonrisa maliciosa, llena de mocos, y avanza dando brincos hacia la multitud.
–No sé si sea cierto o no, pero yo y mi abuela nos vamos a entregar por Piedras Negras, dicen que por Ciudad Juárez están deportando, ¿usted no sabe?
–Es incierto, el flujo no es fijo, hay a quienes deportan y otros a los que dejan entrar, no te puedo decir. Podría recomendarte que esperes en un albergue mientras haces tu aplicación, creo que es menos riesgoso, pero puede que se entreguen y les salga mejor. Creo que tienes buen instinto, síguelo.
–No, marico, vamos a entregarnos, eso de la aplicación toma mucho tiempo. Es la suerte de cada uno, a unos les dan la cita a la primera, otros toca esperar meses. Pa qué, mejor nos entregamos. México es jodido, la migración pone mucho problema. México es más jodido ¿oyó? Más que la selva.
–Bueno, la selva la cruzas rápido, y a tu abuela y a ti les fue bien, tal vez por eso te parece que México es más duro.
–No, marico, en México le ponen a uno muchas trabas, no lo dejan avanzar, hay que estarse escondiendo, lo para a uno migración y lo devuelve para Chiapas, lo para a uno la policía y le saca la plata. Y luego los secuestros, gracias a Dios nosotros bien con eso, pero a muchos ya les tocó.
Excepto el tuerto, que mira con reproche a Luis, el resto de los migrantes asiente.
–¿Marico? No le hable así al señor periodista, chamo, tenga respeto, que no ve que usted está en país ajeno, huevón.
Solamente escuchar las palabras del tuerto, Luis mira a la mujer ecuatoriana y aprieta el ojo derecho constriñendo el resto de sus facciones burlonamente.
–¿Conoces a Popeye?
Todos en el grupo ríen y el hombre se aleja maldiciendo al líder de la parvada infantil. El niño que Luis envió por provisiones regresa con una torta y entrega a Luis un cartón de leche.
No hay avistamiento del tren ni nubes en el cielo, solo un paisaje polvoso y amarillento poblado de seres que esperan. Conscientes de los peligros aparejados con subirse al tren, no todos los migrantes que cruzan por México en su camino a Estados Unidos y Canadá eligen este modo de viaje. Me percato, por ejemplo, de que no hay haitianos entre la multitud. Asumiendo el riesgo de los retenes, la mayoría de los haitianos optan por viajar en autobuses con pocas paradas entre Tapachula y Tijuana, ciudades ambas donde una comunidad fuerte de sus coterráneos se ha formado, otros tantos viajan en autobuses a Piedras Negras o Ciudad Juárez.
–No he visto ni un haitiano en el tren en los cuatro días que he venido.
-Si mira, ahí hay dos
Luis señala a dos hombres negros sentados a unos veinte metros de nosotros.
–No son haitianos, ellos son de Angola.
–Es lo mismo
Todos vuelven a reír.
Tras haber lanzado su gracia, Luis y sus subordinados salen corriendo hacia la multitud. Quizá detectando la oportunidad de otra travesura.
Me acerco con la mujer ecuatoriana. Se llama Carmen, hace dos meses salió de Quito y su travesía por la selva, a diferencia de la de Luis, no quedó sin manchas. En Quito se dedicaba a la venta de productos naturales, remedios y medicinas herbales que conseguía en un poblado de Sucumbíos, la región de Ecuador de donde es originaria.
–Allá estamos colapsados, mucha delincuencia. Piden dinero diario, nosotros antes ganábamos 10 dólares al día y ahora como le piden dinero al negocio nos quieren pagar solo la mitad, 5 dólares. Y es diario que hay que pagar vacuna.
–¿Vacuna?
–Es la extorsión que piden, si no la pagas te matan o se llevan a uno de tus hijos. Antes Ecuador era muy tranquilo, pero desde que empezaron a llegar los venezolanos cambió. No hay seguridad, la muerte es gratis, no vale nada la vida. Yo soy una mujer sola, ¿qué iba a hacer?, por ese motivo pensé en migrar con mis hijos, el papá de mis hijos es discapacitado y tengo separada de él desde hace muchos años, y el papá de los dos chiquitos es de Quito pero no sé dónde está, no me ayuda. Me enteré que se casó y yo tomé mi rumbo con mis hijos.
Se le nota fatigada, magullada por una larga lista de tristezas. Cuando habla no mira a los ojos y sus pupilas se mueven veloces como si intentaran descifrar en el éter una respuesta a lo que la aqueja.
–Crucé de Ecuador a Colombia por Rumichaca, ahí nos extorsionaron los policías porque la niña pequeña no tenía autorización del papá, me pedían 200 dólares, tuve que pagar. En Necoclí pagamos la lancha, 350 dólares por cabeza, solo la niña pequeña pagó 50 dólares, eso pagamos para que nos llevaran desde ahí hasta las banderas, hasta la frontera con Panamá. Y la selva para mí fue un infierno, había gente muerta, bebes muertos en la carpa, en estado de descomposición, había un niño que se murió… en el río una señora cayó y se pegó contra la roca y le aplastó la cabecita a la bebé, se murió al instante. O sea, es cosa traumante que a nadie desearía que pase por ahí también.
Se queda en silencio. El grupo de personas que nos rodean conversan cálidamente y ríen. A lo lejos comienza a escucharse un tren.
–¡Ya llegó La Bestia!
De nuevo todos los migrantes recogen sus pertenencias y se arremolinan nerviosos alrededor de las vías. El tren pierde velocidad: ahora si se detendrá.
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