Con la emergencia sanitaria, las parteras pueden significar una verdadera diferencia para garantizar la atención a las mujeres, pero la autoridad sanitaria ignora su participación y sus peticiones
Twitter: @celiawarrior
De Angelina, la partera, recuerdo —más que cualquier otra cosa— su ternura, que iba ligada a su confianza plena en los procesos de las mujeres. La recuerdo hincada, con el oído pegado al estómago hinchado de una embarazada, con los ojos cerrados y una sonrisa amorosa, dejándose mecer por el movimiento respiratorio, de arriba hacia abajo, como si su cabeza fuera una barca en medio del mar, explicando con voz tenue tanto a la mamá como al bebé que todo iban muy bien, durante una consulta prenatal.
Esa ternura de Angelina era categórica y yo no sabía por qué. Intuía que derivaba de la experiencia en el trato de la fragilidad tanto de quien pare como de quien nace. O tal vez, pensaba, se trataba de una actitud fundamental en alguien que recibe a los nuevos vivos, como si una partera fuera una especie de portera entre mundos que da el saludo e invita a pasar. Lo cierto es que ella comprendía la dinámica contradictoria entre la vulnerabilidad y la fuerza de la vida, y yo aún no. Para cuando pude hacerlo entendí que, cuando de ayudar a parir se trata, cualquier actitud alejada de la ternura es, sin duda, inútil.
Angelina jamás se autonombró feminista, nunca se lo pregunté. Ella es una partera tradicional de Guerrero que heredó sus conocimientos de las mujeres de su familia. Sin embargo, lo que Angelina defendía como su verdadera labor era permitir a las mujeres tomar decisiones informadas sobre su salud sexual y reproductiva, ponerlas en el centro de la atención, cuidarlas. Tratarlas con ternura era todo eso.
Cuando era niña le pregunté a mi mamá, médica anestesióloga, cómo nacían los bebés. Ella, genia estratega, planeó un acto de terror, al tiempo método anticonceptivo bastante provechoso: me metió a un quirófano para contemplar una cesárea en vivo. El impacto de aquello fue tal que, décadas después, cuando Angelina me permitió estar en un parto natural, en una casa, rodeada de mujeres que acompañaban y desbordaban ternura y cuidados, nació una niña y con ella toda una nueva visión del mundo para mí. ¿Cómo podían diferir tanto mis recuerdos de la cesárea con los de ese parto si ambos se trataban de nacimientos? ¿Por qué di por hecho durante veintitantos años que sólo existía una forma de nacer —y de parir— que implica aparatos, camillas, posiciones horizontales, uniformes quirúrgicos, bisturíes y el cuerpo inerte de una mujer del que sacan o sale con rudaza un nuevo ser humano?
No me malinterpreten, no voy a romanizar la carencia de atención médica cuando es necesaria y para que no me acusen de irresponsable o sesgada voy a agregar: hay nacimientos que no pueden ser de otra forma más que una cesárea y, por supuesto, habrá mujeres que elijan tener una porque así se les da la gana. Todo bien con las excepciones.
Mi desconfianza iba en el sentido de, ¿por qué en mi imaginario —y puedo afirmar que en el imaginario colectivo citadino casi absoluto— parecía existir solo una forma de nacer? En un hospital, con médicos, asepsia, blablabla. No es una duda surgida de mi condición de mujer ni desde la posibilidad de parir algún día —no iba por ahí—, sino de mi yo humana que se cuestiona cómo llegamos a este mundo, bajo qué condiciones, quién las decide/impone y por qué.
En Brujas, parteras y enfermeras, Barbara Ehrenreich y Deirdre English recuperan parte de la historia de las mujeres sanadoras, comienzan hablando de la persecución de las brujas en la Europa medieval y su importancia en lo que llaman “el proceso de toma del poder médico por parte de los hombres” porque la mayor parte de esas mujeres condenadas eran curanderas, mujeres sabias, parteras. Aunque esta investigación se centra en la historia occidental, aborda el avance de la medicina institucional como una lucha política, entre sexos y clases, y puede ser de utilidad a la hora de analizar miedos, fobias y el rechazo de la partería hasta la actualidad [basta decir, también, que este ensayo lo recomienda mi gurú de la partería y el feminismo como uno fundamental].
Ahora que estamos transitando una pandemia, los nacimientos continúan y el trabajo de las parteras, también. En algunos países europeos donde ya aplicaban un modelo de partería y existen casas y otro tipo de unidades no hospitalarias para atención de embarazos y partos de bajo riesgo, su participación ha sido fundamental para proteger a las mujeres en lo que respecta a sus derechos sexuales y reproductivos.
Mientras tanto, en México las parteras llevan décadas peleando por condiciones que les permitan mejorar su labor. Ahora, con la emergencia sanitaria, cuando ellas pueden significar una verdadera diferencia para garantizar la atención a las mujeres, la autoridad sanitaria ignora su participación y peticiones, incluso cuando legisladoras han impulsado un punto de acuerdo para crear espacios fuera de ambientes hospitalarios y facilitar el trabajo de partería. El gobierno pasa por alto, también, que las parteras deben recibir el equipo de protección como cualquier otro profesional de la salud.
En la Igualada de hace un mes —que abordó el tema de mujeres embarazadas durante la pandemia— ya decía que el movimiento feminista que marcha por el aborto legal, seguro y gratuito tiene pendiente exigir mejores opciones, no violentas, para las mujeres que deciden parir y en su gran mayoría llevan embarazos sanos. Bueno, pues la partería, el parto humanizado, los partos en casa son opciones. Así que, un día después del 5 de mayo, día internacional de la partera; en el 2020, año de la enfermería y partería; en medio de una emergencia sanitaria global que limita el acceso a la salud sexual y reproductiva de las mujeres, es buen momento para comenzar.
Periodista
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