26 septiembre, 2021
Estos son los rostros de una de las más grandes crisis migratorias de las últimas décadas en la frontera de México con Estados Unidos: los inmigrantes haitianos venían huyendo de una de las pobrezas más extremas del mundo, de un país gobernado por pandillas criminales, azotado por terremotos y huracanes y adolorido por un magnicidio reciente
Texto: Francisco Rodríguez, Jesús Peña y Carlos Arredondo / Vanguardia
Fotos: Omar Saucedo
ACUÑA, COAHUILA.- El número de inmigrantes haitianos que cruzaron a pie y a nado el Río Bravo para instalarse en un campamento improvisado debajo del puente internacional que une a Ciudad Acuña con la ciudad texana de Del Río creció de cientos a miles apenas en unas cuantas semanas.
Los inmigrantes indocumentados de origen haitiano pasaron de 2 mil en todo el 2020 a 19 mil 523 en lo que va de 2021, siendo el grupo con mayor tasa de crecimiento. Además, casi el 70 por ciento, es decir, 13 mil 452, fueron detectados sólo entre junio y agosto pasados.
En ningún otro sector de la frontera entre México y Estados Unidos el arribo de personas provenientes de Haití había tenido un crecimiento semejante. Los nacionales haitianos detectados en el Sector Del Río constituyen casi el 66 por ciento de todos los migrantes de esa nación caribeña identificados por la Patrulla Fronteriza en la frontera sur de la Unión Americana en lo que va de 2021.
La explicación podría encontrarse en tres elementos: la difusión de una falsa expectativa sobre la posibilidad de obtener refugio, las condiciones de seguridad que ofrece Coahuila y la vigilancia insuficiente de la Patrulla Fronteriza en la zona, afirma Evaristo Lenin Pérez Rivera, ex alcalde de Ciudad Acuña, municipio coahuilense donde en los últimos días se han agolpado, de acuerdo con algunas estimaciones, hasta 15 mil migrantes debajo del puente internacional que une a esta población con Del Río, Texas.
“…Es un fenómeno que se provocó por el propio gobierno de Estados Unidos en una expectativa que no se difundió adecuadamente, porque tienes un alto porcentaje hoy de haitianos que están en Acuña y que no vienen de Haití”, explica.
La confusión podría derivar del anuncio realizado por la administración del presidente de Estados Unidos Joe Biden, el 22 de mayo pasado, de extender por 18 meses adicionales la condición de “protección especial” para unos 150 mil haitianos que emigraron a Estados Unidos luego del terremoto que devastó a su país en 2010. El anuncio pudo generar la expectativa de que sus familias tendrían la oportunidad de recibir el mismo trato.
Por otro lado, Pérez considera que los migrantes, en general, tienen una percepción de “cierta tranquilidad y seguridad” para intentar el cruce a través de Coahuila debido a que aquí no se registra la presencia del crimen organizado como ocurre en entidades como Tamaulipas o Chihuahua.
Por su parte, Brígido Moreno Hernández, diputado federal y miembro de la bancada del Partido del Trabajo en el Congreso de la Unión, tiene otras hipótesis, que incluyen la acción del crimen organizado e incluso intereses de grupos políticos de los Estados Unidos.
Nativo de Ciudad Acuña, Moreno destaca que el arribo de miles de personas en pocas horas “da a entender que pudiera haber otras manos que están meciendo la cuna, porque no es común que llegue tanta gente en un solo momento”.
Entre los elementos que le llevan a conjeturar tal posibilidad señala el hecho de que los migrantes haitianos hayan llegado a la frontera “con buenos camiones, con buenos transportes, con dinero para cubrir sus necesidades”.
Un elemento en el que ambos entrevistados coinciden es en que el destino original de los migrantes no era solamente Acuña, sino también la vecina población coahuilense de Piedras Negras -91 kilómetros al sureste-, pero allí el gobierno municipal, encabezado por el morenista Claudio Bress Garza, montó un operativo policial que lo impidió.
Miguel Ángel Riquelme Solís, gobernador de Coahuila, afirmó el pasado 21 de septiembre que el crimen organizado estaría relacionado con el fenómeno, porque el tráfico de personas es una de las actividades ilícitas que realiza en la región de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila.
El canciller mexicano Marcelo Ebrard ha sido más explícito al decir que “los dirigentes de estos conglomerados” -residentes en Brasil y Chile, sobre todo-, les habrían organizado para viajar a Estados Unidos con la falsa promesa de que podrían acogerse a un programa que solo beneficia a quienes ya residen en esa nación.
Al final, aunque en el territorio de la especulación las teorías se multiplican, nadie parece tener claro por qué el punto fronterizo que une Acuña y Del Río terminó recibiendo esta marea de migrantes haitianos que ahora el gobierno de Estados Unidos está deportando a Haití.
Jimmy Pierre, un espigado haitiano de 34 años, está ansioso por ver a su familia. La tarde del lunes 20 de septiembre llegó al acceso por donde miles de haitianos estaban cruzando de Del Rio a Acuña para comprar productos básicos o cargar sus celulares, pero agentes estadounidenses cortaron la soga que unía a los dos extremos del Río Bravo.
Del otro lado, en el puente internacional de la ciudad tejana, se quedaron su esposa y su hijo de dos años y cinco meses. “Me siento mal”, dice Jimmy debajo de un árbol. La luz de la luna queda opacada por el reflejo en el agua de las luces de las camionetas de la Patrulla Fronteriza con dirección a México.
Pasan de las 10 de la noche y Jimmy está inquieto. Hace unas horas –cuenta- lo detuvieron policías en las calles de Acuña, lo golpearon y después lo soltaron. No alcanzó a cruzar de regreso al puente internacional. “Un mal hombre, con fuerza, daba golpes a los haitianos. Yo no hice nada”, relata.
Lleva más de una semana en la frontera y como la mayoría de los haitianos que llegaron a Acuña, cruzó al menos 10 países desde Chile, los menos vienen desde Brasil.
Haití, el país más pobre de América Latina y El Caribe; azotado en las últimas décadas por dos terremotos, huracanes, inestabilidad política y económica, violencia, y hasta el asesinato de su presidente Jovenel Moïse.
Por qué salieron de Chile es una pregunta que responden los haitianos: Ever vivió cuatro años en Chile y dice que el sueño de su esposa era –es– vivir en Estados Unidos. Vendió todo lo que tenía, incluida su ropa, para costear el viaje.
Even Jeans dice que el clima era muy frío y eso no le gustaba. Marie Ermithe Chickel, madre de gemelos, vivió cuatro años y medio en Chile y dice que no podía encontrar trabajo.
A los niños no los podía dejar solos en la escuela. Cristen cuenta que quería experimentar “cosas nuevas”. Miratel Doliscar, soldador de 28 años, sólo quiere trabajar. Makington Biam Aimé asegura que la situación política ya no era buena en Chile.
Josue Joliest estuvo ocho años en Chile pero afirma que en los últimos meses no había mucho trabajo. Kemberlie Ansrosise de 27 años y un hijo de dos años, salió de Chile porque sentía que necesitaban algo mejor y porque en aquel país no contaban con papeles.
Taina Saint Helaine vivió cinco años en Chile sin papeles. Wendy, una migrante de 22 años y una niña de dos años, no sabe qué pasó por su cabeza para salir. Trabajaba en una estética y le iba “súper bien”. Pero una ola de haitianos la convenció.
Ahora Jimmy Pierre quiere quedarse en México. Regularizarse y vivir aquí con su esposa e hijo. Recuerda que alguna familia le aconsejó que no saliera de Chile, y otra, su hermno, mamá y hermana que viven en Estados Unidos, le dijeron que podía vivir con ellos y trabajar con su conocimiento. Jimmy Pierre se dedicaba al job shipping, “al marketing digital”, traduce el mismo haitiano.
Los migrantes haitianos son un mundo en movimiento: Makington Biam Aimé, de 39 años y un hijo de 12 años y una hija de 10, es panadero. Marco Joseph, padre de una niña que dejó en Chile, trabaja en la construcción, al igual que Josue Joliest, padre de una niña de 13 años.
Cristen limpiaba bodegas y hoteles. Bob Stephen Destiny es agrónomo y camionero. Y Taina Saint Helaine, madre de un niño de dos años, quiere ser periodista. Hay soldadores, costureros, choferes, albañiles.
Jackner Estilien señala su mochila y cobijas tiradas en la tierra del parque cuando se le pregunta dónde queda para él su hogar.
Este haitiano veinteañero se quedó solo después de que su hermano y su cuñada embarazada fueran deportados a Haití al cruzar a Del Río, Texas. “Busco una vida mejor. Es lo único”, dice con una mirada llena de tristeza. Y todos buscan ‘esa’ vida mejor.
Los haitianos como Jackner no tienen un lugar al que puedan llamar hogar. Tienen años sin estar en uno: tres, cuatro, cinco, hasta 10 años de haber salido de Haití.
No conocen a sus padres que se fueron cuando ellos eran pequeños a los Estados Unidos, se enteran de la muerte de sus abuelos en otro país y sienten la presión de enviar dinero a los que se quedaron en el país al que no quieren volver.
Christoph JanKöfer, miembro de Médicos Sin Fronteras que está en el campamento en Acuña, resalta que un problema, más allá de lesiones y enfermedades físicas, es que los migrantes no saben si pueden vivir en otro país, si son aceptados, recibidos o no. “Toda esa incertidumbre, ese miedo, esa ansiedad, afecta la mente significativamente”, comenta.
Hoy están aquí enfrentándose al río que separa a México de Estados Unidos y que también los separa de su sueño. Un río en movimiento como ellos, con una sola dirección.
“Mi hogar está aquí”, dice Miguel Aubar, haitiano de 42 años que perdió su celular en el campamento. Miguel vivió en Chile, en Brasil, otra vez en Chile y recorrió 10 países –o, aclara él mismo– 10 fronteras. Es albañil o pedrero. Pero ahora mismo no sabe si intentará cruzar a Estados Unidos.
“¿Cómo que casa?”, pregunta Josué Joliest antes de tomar sus pertenencias y caminar hacia el cruce en el Río Bravo. “Puedo vivir en cualquier lado”, añade.
Taina Saint Helaine tiene 28 años, 27 años sin ver a su papá que vive en Estados Unidos. Su casa, la única que considera casa, se cayó en el último terremoto y quiere ganar dinero para levantarla de vuelta. Marie Ermithe Chickel dice que ella puede sufrir, pero sus hijos no. Por eso quiere establecerse en un país para vivir en casa.
Al panadero Makington Biam Aimé le gustaría tener un hogar. El sueño sigue siendo que esté en Estados Unidos. Willy John, que usa un suéter envuelto en su cabeza, solo quiere un lugar donde trabajar para que su familia en Haití no muera pobre o agarren un arma y se vuelvan bandidos.
Jully tiene 28 años y seis meses de embarazo. Será niña y la llamará Bianca. Pero no sabe dónde nacerá. Puede ser en Acuña, en Tapachula, Chiapas, o en Haití si se arriesga a cruzar y ser deportada del otro lado del río.
Los niños y niñas que llegaron a Acuña son en su mayoría chilenos. Chilenos de padres haitianos. Médicos sin Fronteras contabilizó en algún momento siete mujeres embarazadas.
Cualquier lugar –dicen una y otra vez, uno a uno- es mejor que Haití. No desean volver.
Mañana templada de martes.
Kesny, 28 años, está mirando, sentada en una piedra, a los grupos de haitianos que a esta hora vienen cruzando el Río Bravo, de Texas hacia Ciudad Acuña.
Cientos y cientos de mujeres y hombres esbeltos, piel negra, semidesnudos, cargando niños en los hombros, cajas de cartón y bultos en la cabeza.
Una escena que quedará grabada en la cabeza de Kensy y en la de muchos, en la de todos, para la posteridad.
Son las familias que se quedaron del otro lado, luego de que las autoridades norteamericanas determinaron cerrar el puente internacional para evitar el paso de más extranjeros e iniciar la deportación de centenares de ellos.
Kensy estuvo también algunos días del otro lado, sin poder avanzar, pero prefirió regresar a territorio mexicano.
Allá –debajo del puente– no había alimento, sólo les daban un bidón chico de agua y un pan con apenas un trozo de queso para todo el día.
Las parejas dormían con sus críos en la tierra, sobre cartones, y el polvo y el sol comenzaban a enfermar a la gente.
Había mujeres embarazadas, Kensy no alcanzó a contar cuántas, y otras con recién nacidos.
Entonces la migra no los dejaba pasar a México para conseguir víveres.
“Le digo a mi marido ‘¿qué vamos a hacer?, mi niño está llorando por comida y nosotros no tenemos nada ¿Alguien puede vivir sólo de eso, con un vaso de agua y un sándwich durante todo el día?, nadie, nadie. Eso me duele porque todos somos seres humanos. No importa el color, la nacionalidad, eso no tiene nada que ver”, dice Kensy.
Era domingo.
Ya el lunes en la mañana el gobierno permitió a los inmigrantes, en su mayoría haitianos como Kensy, pasar a México, por el Río Bravo, para buscar comida.
“Le dije a mi marido ‘yo no puedo quedarme más acá porque hay mucho sufrimiento”.
Y Kensy se vino para acá.
Sólo unas semanas antes Kensy había pasado siete días caminando con su hijo de cinco años y su esposo por la selva del Darién, que se abre entre la frontera de Colombia y Panamá y a la que los haitianos llaman el camino de la muerte, por la cantidad de peligros que encierra.
Los inmigrantes haitianos varados en el campamento del parque Braulio Fernández, en Acuña, cuentan de los ríos peligrosos del Darién que se tragan a la gente, de culebras, cocodrilos, ladrones que despojan a los caminantes de lo poco que llevan y de violadores que ultrajan a las niñas.
“Puedes morir que vivir porque es peligroso adentro”, dice Kensy.
A Kensy, a su marido y a su niño los pararon los ladrones y les quitaron todo lo que traían.
Lo bueno, dice, es que logró sobrevivir.
El día en que ella se despidió de su familia para emprender esta travesía fue con llanto. Hoy no sabe qué va a hacer.
“Mientras estabas saliendo de tu país, tu familia estaba llorando porque no quería que tú te fueras”, recuerda Kensy.
Lo peor que hoy le puede pasar es que la migra la agarre y la eche para su país, otra selva, donde no hay trabajo, ni comida, ni luz, ni agua, ni seguridad ni vida… “Balazos todos los días, muertos, no tienes una vida segura” comparte.
El bebé de Wydline no ha nacido. Wydline, tiene cuatro meses de embarazo, y ya es migrante como su madre. Todavía no ha nacido y ya se quedó sin patria, sin un lugar donde vivir y crecer.
Ya ha recorrido, desde Chile, algo así como nueve países en el vientre de su mamá.
“Me siento culpable. No sabía que estaba embarazada antes de venir acá, si he sabido…”, dice Wydline al caer la tarde en el campamento migrante de Acuña, recostada en la cama de cartón y cobijas al aire libre que hace las veces de hogar.
“Imagínate”, dice Wydline, de 30 años, sobre todos los riesgos que ella y su esposo pasaron en su caminata desde Chile, cruzando montañas y ríos peligrosos. En el consultorio del campamento instalado por Médicos sin Fronteras, a Wydline le dijeron que todo iba bien con el embarazo, salvo una infección en el vientre.
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Wydline dice que no sabe qué va a pasar con ella y con su bebé, su única certeza, su único sueño, es llegar a Estados Unidos para que “mi hijo viva mejor que yo”. Aunque sea –de momento– una de las migrantes que no logró cruzar, una migrante que seguirá en movimiento en busca de un hogar.
Se estima que a la zona llegaron en las últimas semanas 14 mil haitianos, al cierre de esta edición, del grupo de migrantes que logró cruzar el río, mil 400 haitianos fueron deportados en vuelos y ya sólo quedaban 255 bajo del puente.
*Este reportaje fue publicado originalmente en Semanario de Vanguardia y forma parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Norte, un proyecto del International Center for Journalists, en alianza con el Border Center for Journalists and Bloggers.
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