Con olor a Rosa Venus

13 enero, 2023

El oriente de la Ciudad de México se percibe siempre clandestino, siempre peligroso. Sus bares de arrabal que dan vida a la urbanidad, el fronterizo Estado de México que niega la contención de la clase obrera, el aeropuerto, tan cerca de él, la avenida Ignacio Zaragoza, caótica, ruidosa y en sus límites asfálticos, llena de puntos placenteros: hoteles, sexo servicio, vendedores de droga, estaciones de metro y a unos pasos de Gómez Farías el cálido baño vapor llamado “Rocío”.

Texto: Luis Miguel Vázquez García*

Fotos: Especial

CIUDAD DE MÉXICO. – Es sábado de quincena. Al entrar, la cajera recibe 115 pesos por persona a cambio de un boleto, y un jabón Rosa Venus. La planta baja se compone de un despachador de agua con vasos de cono de papel, una báscula que tuvo mejores tiempos, un hombre sentado para atender a quién decida tomar un baño en regadera individual, un enorme cuadro de la virgen de Guadalupe (con un ramo de rosas frescas) y una serie navideña a manera de adorno. Subes la escalera de caracol y llegas al piso uno.

Sientes la adrenalina de lo desconocido.

Tienes derecho a un locker de área común en donde se repite una y otra vez un disco de fondo con música de Selena. Flavio, mejor conocido como El Flash, de manera rutinaria te pide el boleto que previamente te dieron en la caja, te pregunta si estás crudo, si quieres que te ofrezca una chela con sal y limón o un tehuacán, en el mismo momento en que te entrega una toalla lisa que te servirá de taparrabos; también te pregunta amablemente, después de un par de albures, si quieres hacer uso de unas sandalias, ya pisadas miles de veces antes por el resto de los usuarios; la mayoría asiente. El flash sabe su oficio. El uso de sandalias usadas tiene un costo extra.

Adentro cambia la normalidad; una sexual alquimia te responde, un regocijo te exime de complejos físicos y se apodera de la atmósfera; estás listo con tu taparrabos.

Entre los lockers, las bancas para cambiarte y los estallidos de carcajadas de quienes vienen de la fiesta de una noche anterior, puedes ver a un atractivo masajista en bóxer que sigiloso voltea a ver a posibles interesados en su trabajo, te ve con la cabeza un poco inclinada y en voz baja el apuesto y veinteañero joven te dice: “cuesta 120 y es en una cama con incienso”.

La nave húmeda consta de tres piezas: primero, el cuarto de las regaderas, iluminado por los rayos de sol que pasan por los tragaluces y focos. Te envuelve el aroma dulce y tibio, una revoltura de champús, jabones, aceites relajantes, cuerpos recién mojados y alientos alcohólicos. Sobre todos, permea el del Rosa Venus. Los cuerpos que deambulan, buscan, seducen y ven de reojo, son tu público, admiran tu cuerpo apenas cubierto por el pedazo de tela blanca de manta. Nueve regaderas, que poseen una tubería que se convierte en el pulmón del cuarto contiguo, el cuarto que arroja vapor seco, ahí no se puede observar debido a esa niebla que abrasa y acaricia; pisas el pedal y sientes el agua, ves por el espejo que la indiscreción y la líbido se apodera de la mirada de los hombres que te ven creyendo que les das la espalda.

Alcanzas 40 grados.

Los latones de cerveza, sangrías y tehuacanes preparados con sal y limón para evitar la deshidratación son entregados por una mano que no tiene cuerpo porque no lo ves. En la puerta principal a medio abrir, te da la bebida; a cambio, dices tu número de locker para sumarlo a la cuenta que se te cobrará al final. El alcohol de de la cerveza indio (que es la única que se vende en el lugar) se apodera de los bañistas que pasan de la lucidez a la embriaguez, de la ducha a las risas, que disfrutan su lenta y relajada estancia y que demoran porque la definición del tiempo, adentro, cambia también. El acceso a relojes y a celulares es nulo por el exceso de agua, pero han pasado unas 5 canciones de Selena del disco en vivo, el último antes de que la asesinaran. Así te puedes dar una idea de que llevas una media hora ahí.

El apetito sexual te da valor.

Como todo espacio físico, este vapor también tiene entrañas, paredes y azulejos y también el cuarto oscuro. Escena de película porno que toma vida con cuerpos reales, imperfectos, reconoces a un  hombre de seguridad de una panadería cercana, parece casi de la tercera edad sin uniforme; te emociona ver a un constructor que viene del trabajo pues lo reveló su ropa en el vestidor, fornido de manos grandes, y por último, reconoces al estilista que no pasa desapercibido con su cabello teñido impecable y piensas que con su uniforme, lo visualizas más atractivo. A un par de metros tuyos en un trio de hombres: uno, joven, de cuerpo delgado, sentado practicando sexo oral a otro, corpulento de barba perfectamente estilizada; alcanzas a ver su cuerpo velludo y su brazo derecho en su totalidad tatuado. Sonríes al ver que mientras le hacen una felación besa a un hombre que físicamente es parecido a él pero con sobrepeso. Esto es lo que entiendes como la libertad sexual que te prometen las anécdotas de los amigos que te contaron la experiencia de visitar este lugar, ni un detalle más, ni uno menos, placer sexual en su estado más puro. Te muerdes un labio, y nuevamente una sexual alquimia se apodera del ambiente, ahora en las sombras. Lo estás disfrutando. En la oscuridad distingues un hilo de saliva que une la punta de un pene y una boca, el resto de sus cuerpos no se distinguen y casi pasa desapercibido que una mano está en tu entrepierna, la quitas. No estás excitado, quizás emocionado.

Entre las sombras, algunas reales, cuando las pupilas aún no se dilatan para acostumbrarse a la oscuridad, otras, producto de la imaginación (“manifestaciones de algún temerario marica que murió allí” cuentan en la sobremesa los clientes de antaño), y las sombras de los cuerpos físicos terrenales, las que se entrelazan, gimen, y se conocen por tacto, no por vista. Todo se puede, menos ver. Las caras y las formas se aprecian dos segundos cada vez que la puerta abre para que alguien entre. Apenas alcanzas a ver entre la niebla y la confusión, por un rayo de sol que se asoma de la calle, abriéndose paso entre las bolsas de plástico, improvisadas a manera de cortina, para cambiar a una oscuridad total el cuarto.

Recuerdas un letrero en la entrada que sugiere no permanecer más de dos horas en esa área “por salud” Pero aún no han pasado dos horas sino unas 10 canciones de Selena y calculas unos 45 minutos. Puedes permitirte un rato más, ya dentro, haz desarrollado una mirada que te concede más visión por que se ajusta a la oscuridad debido la excitación estimulante. Tus pulmones están calientes por el agua en estado gaseoso, sube tu presión y sientes palpitaciones en tú cabeza y en tú miembro viril, la mano que evitaste en tu entrepierna, insiste, ves a su dueño: un usuario que te veía en los vestidores antes de entrar, sientes un escalofrío aún dentro del cuarto caliente que recorre tu cuerpo y permites el comienzo de una manipulación que iniciará lenta y terminará frenética, te has rendido a los placeres del rocío y se infiltra por todo tu olfato el aroma a Rosa Venus; ahora tú eres el protagonista de ese cuarto oscuro, te miran sin pudor todos, se muerden los labios, se tocan e incluso sonríen. Tu corazón podría saltar del pecho.

Necesitas aire fresco.

Cuando abres la puerta para pasar nuevamente al área de los lockers, las miradas voltean hacia ti, llenas de complicidad, saben de dónde vienes, lo que sentiste y lo que puede ser que hayas hecho. El Flash te da una toalla seca y te pregunta tu número de locker para abrirlo y de paso cobrar tu cuenta.

Utopía cerca del primer mundo y lejos de este. Baño público pero privado, al que la urbanización homosexual maneja y es parte de su urbana cotidianidad, de la que se vuelve cómplice porque no cuestiona y, en su clandestinidad, protege. Abrazado y acogido por el infinito canto de Selena una y otra vez.

Epílogo

Los puntos de encuentro, en su mayoría, van de la mano con lo clandestino, quizás, siendo este atributo su encanto. Son espacios de refugio que la comunidad LGBT+ tomó como búnker: baños de vapor, vagones de metro, calles oscuras, cines porno; se gestaron en años en que se perseguían las preferencias sexuales contrarias a la heterosexualidad, de ahí su condición furtiva. Con el paso del tiempo han conseguido una especie de tolerancia porque socialmente se sabe de su existencia, aunque esta no la apruebe sólo la ignore, como casi todo lo que gira alrededor de los grupos minoritarios.

*Este texto fue trabajado durante el diplomado de Escritura Creativa de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), primavera-verano 2022.

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