Quienes imponen sanciones dirigidas a dañar la economía de los países destinatarios esperan que el sufrimiento fuerce un cambio de régimen, cosa que no pasó en Venezuela, aunque las sanciones tuvieron un impacto: el régimen de Maduro efectuó cambios sustanciales en la economía, dando como resultado una forma neopatrimonial de capitalismo
Por: Benedicte Bull y Antulio Rosales* / IPS
Las sanciones pueden tener efectos duraderos en los países destinatarios, con consecuencias no previstas ni esbozadas originalmente por quienes las crearon. Esto es lo que ocurrió en Venezuela. Las sanciones y las medidas reactivas tomadas por el gobierno de Nicolás Maduro han ido transformando las políticas públicas y dando lugar a nuevos sectores económicos, en un contexto de fortalecimiento del bloque bolivariano y un intento de la oposición de adaptarse al nuevo escenario.
En febrero de 2019, el presidente de Estados Unidos Donald J. Trump afirmó ante una entusiasta multitud congregada en Miami: «todas las opciones están sobre la mesa». Se refería al intento de su gobierno de presionar al régimen de Nicolás Maduro. Esa frase, repetida a menudo por el embajador John Bolton, consejero de Seguridad Nacional, resumía la estrategia estadounidense de «máxima presión» hacia Venezuela. De acuerdo con su teoría del cambio de régimen, era necesario ejercer la máxima presión mediante sanciones individuales y sectoriales, condenar a los líderes del gobierno y amenazar con una intervención militar para buscar el derrumbe del régimen bolivariano.
Semanas antes, en enero de ese mismo año, Juan Guaidó, la máxima autoridad de la Asamblea Nacional, había jurado como presidente interino de Venezuela y obtenido el reconocimiento inmediato de más de 50 países, la mayoría de los cuales eran importantes democracias de Europa y las Américas.
La figura de la «Presidencia interina» se basó en el hecho de que ni la oposición venezolana ni los aliados extranjeros reconocieron los comicios presidenciales de mayo de 2018, en los que Maduro había sido elegido para un segundo mandato, en un marco de proscripción de hecho de la mayoría de los partidos opositores y de persecución a sus candidatos.
La Asamblea Nacional Constituyente (ANC), una entidad supraconstitucional con mayoría de representantes fieles al oficialismo, convocó y organizó las elecciones, lo que provocó un boicot de la oposición.
Rápidamente, tras reconocer a Guaidó, eeuu impuso duras sanciones económicas con el objetivo de estrangular los ingresos del régimen venezolano. Un punto crucial era que la empresa Petróleos de Venezuela sa (PDVSA) ya no pudiera vender petróleo a Citgo, su subsidiaria en Estados Unidos.
Estas medidas se sumaron a las limitaciones establecidas en agosto de 2017 para refinanciar la deuda pública y de PDVSA, junto con una serie de sanciones individuales impuestas a lo largo de varios años, como el congelamiento de activos y la prohibición del ingreso a Estados Unidos para altos funcionarios del gobierno y aliados del régimen. Luego las sanciones también se extendieron a empresas de terceros países que comerciaran con PDVSA, con lo cual se le cerraron a Venezuela la mayoría de las puertas para vender crudo, producto que representaba alrededor de 97% de sus ingresos en dólares.
El objetivo era presionar a las Fuerzas Armadas y otros engranajes del poder para que retiraran su apoyo a Maduro y lo transfirieran a la Asamblea Nacional, la última institución elegida democráticamente en el país. La idea de que todas las opciones estaban sobre la mesa implicaba que Washington estaba dispuesto a ir más allá de las sanciones, y la amenaza de una intervención militar llevaría al Ejército venezolano a desplazar a Maduro del poder.
Sin embargo, la estrategia de máxima presión no logró concretar el cambio de régimen. En definitiva, no hubo acuerdo sobre la intervención, y el único intento de insurrección armada terminó siendo una pobre planificación y ejecución orquestada en abril de 2020 por algunos exiliados, que buscaron desembarcar en las costas venezolanas con un puñado de hombres mal entrenados. Los socios latinoamericanos no respaldaron un golpe militar, mientras Estados Unidos seguía ocupado principalmente con su propia polarización interna.
Las sanciones fueron la única apuesta del gobierno de Trump, que usó a Venezuela como el cuco socialista en los comicios presidenciales de 2020 para potenciar el voto hispano en el estado de Florida. Durante la administración de Joe Biden, Estados Unidos promovió activamente una solución negociada en Venezuela, aunque –salvo excepciones menores– las sanciones permanecieron en vigor.
El debate sobre el impacto de las sanciones ha sido intenso. Ya antes de que se establecieran las más amplias (restricciones a la venta de petróleo en enero de 2019), voces críticas como las de Mark Weisbrot y Jeffrey Sachs señalaron que las medidas tenían varias consecuencias humanitarias.
En ese momento, sin embargo, era prácticamente imposible distinguir su impacto (sobre inflación, pobreza y mortalidad) de las tendencias negativas existentes. Estas tendencias se iniciaron alrededor de 2012, incluso antes de que la crisis del petróleo de 2014 golpeara la economía venezolana y mucho antes de que se adoptaran las principales sanciones.
Podían explicarse fácilmente a partir de la mala gestión económica y el deterioro institucional. No obstante, lo que sostienen Francisco Rodríguez y otros es que, aunque había varios factores adicionales con impacto perjudicial en el sector petrolero (entre ellos, el reemplazo de expertos técnicos por oficiales militares en la dirección de PDVSA), las sanciones financieras de 2017 inhibieron la capacidad de Venezuela de recuperarse tras la crisis de 2014.
La inflación, que ya había alcanzado tres dígitos cuando se impusieron las sanciones sectoriales, subió con rapidez a cuatro a finales de 2017. Se inició así uno de los periodos de hiperinflación más largos que registra la historia mundial. Las sanciones impuestas en 2019 limitaron aún más la producción de petróleo de Venezuela y contribuyeron a la caída de 80% en el pib per cápita registrada entre 2013 y 2021, aunque la mayor parte de esta pérdida ocurrió bastante antes de 2017.
Hacia 2021, la conclusión general era que Maduro estaba más cómodo en el sillón presidencial de lo que había estado antes de las sanciones sectoriales. La cadena de acontecimientos no hizo más que confirmar de muchas maneras lo que bien podía inferirse de la bibliografía especializada. Este saber ha demostrado que solo en alrededor de un tercio de los casos las sanciones logran cambiar el comportamiento de los gobiernos contra los que se apunta.
El porcentaje de éxito es muy inferior cuando el objetivo consiste en impulsar el viraje hacia un régimen democrático. En un artículo reciente publicado en International Affairs, Daniel Drezner explica muchos de los problemas relacionados con las actuales estrategias en materia de sanciones.
Entre ellos está la falta de articulación de demandas viables hacia los Estados destinatarios, que puede conducir a reivindicaciones difusas y generales. En tal caso, se torna difícil o imposible cualquier potencial negociación.
Quienes imponen sanciones dirigidas a dañar la economía de los países destinatarios esperan que el sufrimiento fuerce un cambio de régimen, cosa que rara vez sucede. Y no sucedió tampoco en Venezuela. Aunque eso no significa que las sanciones no hayan tenido un impacto.
Las sanciones no son simplemente una herramienta de política exterior unidireccional que finaliza con su imposición sobre otro actor. Cuando las sanciones «aterrizan», los gobiernos responden, y los efectos en cadena de esta política tienden a tener consecuencias inesperadas e imprevistas.
En Venezuela, el gobierno de Maduro implementó una serie de medidas para contrarrestar el impacto de las sanciones y, con el tiempo, las usó en su favor. Aplicó una represión focalizada y hostigó a los opositores, especialmente a los integrantes de la Asamblea Nacional. Además, recurrió directamente a la intervención de partidos políticos opositores y confirmó así una conclusión de la bibliografía especializada: las sanciones tienden a generar regímenes no más, sino menos democráticos.
Por otra parte, el régimen de Maduro efectuó cambios sustanciales en la economía, traducidos en una transformación del modelo rentista socialista que el país sostenía hasta entonces.
El resultado ha sido una forma neopatrimonial de capitalismo con una regulación arbitraria, que consolida el poder de Maduro y, al mismo tiempo, transfiere activos y recursos y abre oportunidades de mercado a nuevas elites.
Se trata de una nueva economía capitalista autoritaria, concepto con el que intentamos resaltar que Venezuela se está dirigiendo (nuevamente) hacia un sistema en el que la propiedad privada de los medios de producción es la regla y los agentes económicos operan en pos del lucro. De todos modos, hay una frecuente intervención estatal, que niega a los individuos ciertos derechos políticos y económicos de carácter fundamental.
La división entre las esferas pública y privada se ve determinada generalmente desde el gobierno. Las leyes y normativas no se aplican a todos por igual ni buscan alcanzar el bien común, sino que se implementan con el propósito de asegurar la supervivencia del régimen y la prosperidad personal de sus partidarios. Las sanciones y las respuestas políticas del régimen de Maduro aceleraron la transformación del denominado «socialismo del siglo XXI» en un capitalismo autoritario.
A fin de proteger la economía y asegurar la supervivencia del régimen en el contexto de hiperinflación y sanciones, el gobierno bolivariano impulsó una serie de reformas que se asemejaban en muchos aspectos a los programas de ajuste estructural apoyados por las instituciones financieras internacionales en la década de 1990.
Pero esta vez no eran alentadas por estas, ni constituían condiciones establecidas por las potencias a cambio de un alivio en las sanciones. Enfrentado a la hiperinflación, el gobierno indujo una drástica restricción del crédito forzando a los bancos a conservar casi 100 % de los depósitos como reservas legales. Tanto se dispararon los precios –hubo una inflación superior a 100 000 % en 2018– que las autoridades no dieron abasto con el suministro de billetes y la gente se volcó a los sistemas de pago electrónico.
Gradualmente, se fue erosionando la confianza en el bolívar. Además, las sanciones impuestas sobre personas y empresas vinculadas al gobierno obligaron a venezolanos con buenas conexiones a usar sus dólares en el país en lugar de invertirlos en el exterior.
Esta dinámica de erosión progresiva de la moneda local alcanzó un punto crítico en marzo de 2019, cuando un apagón nacional de más de una semana impidió la realización de transacciones electrónicas. Los ciudadanos de a pie comenzaron a usar entonces dólares estadounidenses para comprar productos de primera necesidad.
Este sistema de múltiples monedas es desparejo desde el punto de vista geográfico y en términos de estratos sociales. En áreas rurales, por ejemplo, se ha utilizado el oro, y hasta el café, como medio de intercambio. Mientras tanto, las transacciones en criptomonedas y la triangulación de divisas con ayuda de migrantes en el extranjero se han convertido en algo habitual en áreas urbanas con mejor infraestructura e internet.
El resultado es el surgimiento de un sistema de múltiples monedas, en el que el bolívar venezolano ha dejado de ser el medio de pago más aceptado. En la actualidad, más de la mitad de las transacciones en Venezuela se realizan en dólares estadounidenses, y en 2022 el gobierno comenzó a permitir que haya cuentas y operaciones bancarias formales en la divisa verde.
Maduro reconoció que, en tiempos de una presión extrema a partir de la hiperinflación y las sanciones, esta dolarización informal ad hoc representaba una «válvula de escape» que la aliviaba.
La dolarización de la economía vino junto con una liberalización comercial, que apuntó a atenuar los altos niveles de escasez a los que se había enfrentado el país. Esta política permitió al sector privado comprar productos finales del exterior sin pago de impuestos ni restricciones legales o sanitarias a la importación.
La política de puertas abiertas estimuló el surgimiento de tiendas de lujo conocidas como «bodegones», donde los clientes empezaron a encontrar no solo productos de primera necesidad, sino también delicatessen a precios prohibitivos. Este modelo luego se expandió para incluir supermercados y tiendas de artículos electrónicos y de otros productos.
El florecimiento de bodegones a lo largo del país fue incentivado por la política de liberalización de importaciones y se vio facilitado por el uso interno de dólares estadounidenses. Debido a la notoriedad de estos negocios, el politólogo Guillermo Tell Aveledo bautizó la era emergente del régimen bolivariano como «pax bodegónica», un momento de liberalización vertical y focalizada, acompañada por represión y control estatal.
Se trató de una concesión arbitraria por parte de quienes controlan el Estado, más que de un proceso de replanteamiento institucional y deliberación en la sociedad.
El gobierno de Maduro permitió la privatización silenciosa de muchos activos de propiedad estatal; algunos de ellos fueron transferidos nuevamente a sus antiguos dueños y otros fueron vendidos a nuevos inversores.
Esta campaña de privatización se efectuó en gran medida con el pretexto de promover «alianzas estratégicas» entre el gobierno y el capital privado, y un elemento importante ha sido el secreto. No se sabe a ciencia cierta quiénes son los beneficiarios de estas ventas, a cuánto asciende el capital obtenido por el gobierno en el proceso, ni –sobre todo– cómo fueron seleccionados esos activos para su privatización.
Este secreto se basa en la tristemente célebre Ley Antibloqueo, aprobada en octubre de 2019 por la anc (que en lugar de redactar una Constitución se dedicó a legislar como órgano supraconstitucional). Según lo dispuesto en ella, los yacimientos petrolíferos también pueden ser arrendados, vendidos o transferidos, lo cual va incluso en contra del control estatal (el modelo de empresas mixtas con participación del Estado en 50 % o más) estipulado en la Ley de Hidrocarburos.
En síntesis, el gobierno de Maduro ha llevado a cabo una privatización y una política petrolera de apertura, sin cambiar directamente el marco legal heredado de la era Chávez.
Con la supresión de controles monetarios y de precios, se crearon espacios para la experimentación en materia de mercado y regulaciones, y surgieron nuevas fuentes de ingresos.
Además de las privatizaciones, el gobierno fomentó alianzas con el capital privado en ciertos mercados, en especial en los sectores de comercio minorista, construcción, servicios y minería. Unos pocos aliados internacionales mantuvieron a flote a Maduro: a cambio de productos necesarios, resolvieron comprar toda la producción de petróleo y oro que procediera del país con importantes márgenes de beneficios.
Rosneft fue la primera en ir al rescate: a través de sus subsidiarias Rosneft Trading y Tnk Trading, la empresa rusa asistió a PDVSA con el transporte de petróleo. Cuando estas compañías fueron objeto de sanciones similares, tomaron la posta firmas registradas en pequeños paraísos fiscales.
También se establecieron nuevas relaciones comerciales con otros países sancionados, como Turquía, Siria e Irán. A partir de esas relaciones surgió una nueva elite asociada con el gobierno y las Fuerzas Armadas. En muchos casos, hubo quienes se dedicaron a importar productos baratos adquiridos a nuevos socios comerciales, al tiempo que otros aprovecharon la pujante economía ilegal pero útil al gobierno.
Mientras tanto, se verificaron una reducción del gasto público y recortes salariales a los trabajadores estatales. La fuerte caída del poder adquisitivo del sector público obligó a la amplia mayoría de sus empleados a participar en actividades económicas adicionales (por ejemplo, a desarrollar sus propios «emprendimientos») y a dedicar menos horas a su puesto formal de trabajo.
Esto contribuyó a fortalecer al sector privado y a debilitar simultáneamente al sector público.
En suma, la respuesta del régimen de Maduro a las sanciones y la posterior hiperinflación consistió en imponer una agenda económica que en muchos aspectos se asemeja al «ajuste estructural», pero que se presenta bajo el nombre de política «antibloqueo» y se enmarca en la lucha «antiimperialista».
A diferencia de los ajustes estructurales de los años 90, este no estuvo acompañado por un debate público del presupuesto nacional, por importantes reformas impositivas ni por amplias negociaciones con acreedores e instituciones financieras internacionales, aunque sí hubo un cambio de estrategia respecto del sector privado.
La respuesta del sector privado: informalización, triangulación y nuevas alianzas
No solo el gobierno de Maduro adoptó estrategias para hacer frente a las sanciones; también lo hicieron las empresas privadas venezolanas, castigadas por las consecuencias más inmediatas en el ámbito financiero. Entre ellas estaban la falta de acceso al crédito internacional y la imposibilidad de enviar y recibir pagos en operaciones con clientes y proveedores del exterior.
Si bien las sanciones no estaban destinadas técnicamente a esas empresas, pocos bancos o entidades privadas querían hacer negocios con venezolanos debido a una «sobreactuación» basada en el temor a ser sancionados por Estados Unidos. Una de las estrategias utilizadas por las empresas privadas para superar estos obstáculos consistió en establecer cuentas bancarias en otros países sancionados (Rusia, entre ellos, pero también Turquía, Serbia e islas caribeñas) y en triangular pagos y créditos a través de esas jurisdicciones y terceros países.
Otra estrategia del sector privado fue volcarse a actividades más informales. En parte fue un resultado directo de las sanciones, ya que los negocios formales habían quedado aislados de los mercados y las finanzas; no obstante, también estaba vinculado de manera indirecta a las sanciones por su impacto en las arcas públicas.
Debido a la disminución de los ingresos del gobierno (sobre todo en el área petrolera, fuente tradicional de recursos), creció la dependencia estatal respecto a los impuestos empresariales. Aumentaron el monto y la frecuencia de recaudación de los gravámenes. Su implementación adquirió cada vez más una motivación política, impulsada por el deseo gubernamental de crear un sector privado afín. A su vez, esto generó una mayor «informalización».
Sin embargo, al mismo tiempo y tras años de relaciones tensas, el sector privado emergió una vez más como un potencial aliado del gobierno para resolver problemas prácticos. La relación entre las administraciones bolivarianas y el sector privado fue difícil desde el inicio del chavismo. Se tocó fondo con el intento de golpe liderado en 2002 por Fedecámaras, la principal asociación empresarial venezolana, y hubo otro momento de máxima tensión con la ola de expropiaciones a finales de la década de 2000.
Pese a que una gran cantidad de compañías privadas ganaron mucho dinero en Venezuela durante los años del boom petrolero y los dólares subsidiados por el Estado (2003-2014), el sector empresarial –al igual que la oposición política– ha sufrido restricciones por las medidas.
En un primer momento, cuando se impusieron las sanciones sectoriales, muchas empresas consideraron que eran un medio acertado para ejercer presión sobre el gobierno. No obstante, una vez que estas empezaron a afectar los negocios, la sensación cambió y el impacto directo de las sanciones sobre las empresas contribuyó a dividir a la oposición, con la cual está asociada buena parte del sector privado.
Con las finanzas públicas cada vez más debilitadas, parte del gobierno intentó, a su vez, acercarse a los empresarios para restablecer la colaboración después de años de animosidad. Se reactivó el Consejo Nacional de Economía Productiva, y el gobierno buscó seducir a las pocas compañías venezolanas con capacidad para asegurar ingresos en dólares.
Al mismo tiempo, nuevos grupos empresariales aprovecharon la liberalización focalizada o utilizaron conexiones y contratos de largo plazo con el gobierno para incursionar en otras oportunidades de mercado.
Además, surgió una dinámica relativamente nueva: algunos lograron sobrevivir en el ámbito privado a la crisis tan profunda y ahora ofrecen mejores salarios que el sector público. En definitiva, aunque están lejos de poner fin a los conflictos y tensiones entre el gobierno y el sector empresarial, las sanciones forzaron al primero a facilitar inversiones y actividades privadas, y fortalecieron así los rasgos capitalistas de la economía.
Los cambios en las políticas de Maduro tuvieron éxito en dos frentes. En primer lugar, las reformas de liberalización focalizada llevaron un cierto alivio a la larga crisis venezolana. Después de siete años de continua contracción, en 2021 la economía del país volvió a crecer y se puso fin a un doloroso ciclo de hiperinflación. En segundo término, se consolidaron las pretensiones de poder de Maduro.
El fortalecimiento del régimen no se debe solo a los cambios en las políticas, sino también a errores de la oposición. El denominado «gobierno interino», liderado por Juan Guaidó, desplazó el eje de la estrategia política: en lugar de centrarse en el movimiento y la construcción de consensos en el plano interno, buscó mantener el apoyo de las potencias extranjeras y controlar los activos del Estado venezolano fuera del país.
Como explica Maryhen Jiménez, esto se tradujo en problemas de rendición de cuentas, falta de coordinación y divisiones internas, que el gobierno alentó y aprovechó. Sin embargo, las sanciones también contribuyeron a dividir y debilitar a la oposición, que no fue capaz de capitalizar la crisis social sin fondo generada por la Revolución Bolivariana.
La crisis tuvo un efecto dominó en la sociedad y el Estado. Como resultado de esta combinación de políticas fallidas y sanciones, el Estado venezolano disminuyó su campo de acción en la vida social.
Las políticas de protección social se redujeron o eliminaron. Con la liberalización y desregulación económica focalizada, creció la informalidad en empresas y trabajadores. Los salarios se vieron diezmados, sobre todo en el sector público.
De hecho, el Estado prácticamente dejó de pagar sueldos dignos de ese nombre a sus empleados y decidió vincularse con la fuerza laboral a través de remuneraciones no salariales, como el pago irregular con bonos y, significativamente, mediante el suministro de cajas de alimentos.
Los salarios del sector empresarial a menudo triplican los del sector público y contribuyen así a aumentar la desigualdad entre las diferentes franjas de trabajadores en el país. En promedio, un sueldo en el ámbito privado ronda los 60 dólares mensuales, mientras que en el sector público rara vez alcanza los 20 dólares.
Las diferencias salariales se incrementan a medida que asciende la jerarquía y resultan enormes entre las posiciones gerenciales y los trabajadores no calificados. La desigualdad de los ingresos se acentuó en los últimos años. De acuerdo con un estudio sobre calidad de vida realizado por un grupo de universidades en el país, el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad en los ingresos, llegó a 56,7 en 2021 y superó así al de Brasil.
La investigación también muestra un incremento en la tasa de pobreza medida por ingresos, con más de 90 % de los hogares situados por debajo de la línea de pobreza. Los datos más recientes indican un aumento de la desigualdad, con un índice de 60,3 y la disminución de la pobreza de ingreso a 80,3 % de los hogares, producto de la modesta recuperación económica de 2022.
Las consecuencias sociales de la crisis y de la liberalización focalizada llevada a cabo por el gobierno incluyen, además, la mayor ola migratoria de la historia reciente en el hemisferio occidental. Según la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (una entidad central compuesta por organismos de las Naciones Unidas, organizaciones de la sociedad civil y ONG), más de siete millones de venezolanos emigraron, en su mayoría por razones económicas.
La mayor dolarización de la economía ha permitido que algunas empresas sobrevivan e incluso crezcan. Pero la mayoría no suele cobrar su remuneración en la divisa estadounidense, y los trabajadores más pobres terminan luchando entonces por cubrir sus necesidades básicas.
Por otra parte, la retirada del Estado se traduce en servicios públicos deficientes, que van desde la falta de infraestructura hasta una mala prestación. Este abandono de las responsabilidades estatales contrasta con el alto nivel de intervencionismo y la pretendida redistribución que caracterizaron los primeros años de la Revolución Bolivariana. Además, muestra claramente la privatización de la responsabilidad hacia la sociedad: desde la salud y la educación hasta la gestión de la comunicación, la infraestructura básica y el saneamiento.
Paralelamente, el Estado ha concentrado e invertido sus esfuerzos en la capacidad de reprimir no solo a la oposición política tradicional, sino también a la que habitualmente ha sido considerada su base de apoyo. Un estudio reciente sobre seguridad ciudadana reveló que el aparato represivo del Estado ahora está más enfocado en acciones masivas dirigidas a sectores populares. Asimismo, en varios informes, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos subrayó las violaciones de derechos humanos dirigidas contra opositores políticos.
La Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos (respaldada por la Organización de las Naciones Unidas) también denunció la violencia de género ejercida por las fuerzas de seguridad, así como la complicidad de funcionarios públicos en la violación de derechos humanos de trabajadores que se desempeñaban en las minas de oro del estado de Bolívar.
Estos informes revelan que la cadena de mandos de las fuerzas militares y de seguridad pudo haber ordenado actos de represión, lo que incluye tortura y trato inhumano de presos, con una potencial responsabilidad de la plana mayor del gobierno.
Pese a la represión, varias organizaciones de la sociedad civil asumieron el liderazgo para demandar soluciones al gobierno, intentando al mismo tiempo limitar los abusos de poder, denunciar el hostigamiento y articular sus peticiones a los actores internacionales involucrados con la crisis de Venezuela.
Una plataforma de organizaciones conocida como Foro Cívico, por ejemplo, se organizó en torno de la reforma del Consejo Nacional Electoral (CNE) y en 2021, de cara a las elecciones presidenciales de 2024, postuló para la Junta Directiva de ese organismo a dos rectores ligados a la oposición.
Por otro lado, hay múltiples manifestaciones de activismo en relación con demandas salariales, en las universidades, en la salud y en otros sectores, así como en temas vinculados a la protección ambiental y la autonomía corporal de las mujeres, lo cual demuestra la notable resiliencia de la sociedad civil venezolana a pesar de la asimetría de poder padecida frente al régimen de Maduro.
Las sanciones pueden tener efectos duraderos en los países destinatarios, con consecuencias no previstas ni esbozadas originalmente por quienes las crearon. En el caso de Venezuela, esas consecuencias incluyen la caótica apertura llevada a cabo por el régimen autoritario de Nicolás Maduro, junto con la informalización e ilegalización de la economía.
El modelo de dominio estatal de la Revolución Bolivariana se ha convertido así en una forma de capitalismo autoritario. El gobierno se encargó de manera activa de culpar a las sanciones por sus propios fracasos políticos y generó el efecto de «unirse en torno de la bandera», algo bien estudiado en estos casos.
Por otra parte, la reciente apertura económica ha creado nuevas oportunidades de negocios para una pequeña elite.
En conjunto, estos factores contribuyeron a consolidar en el poder al gobierno de Maduro. En lo que respecta al futuro, habida cuenta del empoderamiento de nuevos y viejos actores empresariales y de la presión internacional para lograr concesiones democráticas a cambio del levantamiento de las sanciones, la pregunta es cuánto tiempo puede durar esta forma de capitalismo autoritario con el régimen consolidado.
Desde 2019, con la mediación de Noruega, ha habido varias rondas de negociaciones entre el gobierno de Maduro y la oposición. El principal interés del oficialismo ha sido el relajamiento de las sanciones.
Sin embargo, en el pasado, Estados Unidos no dio un apoyo total a las negociaciones ni creó un camino claro para el levantamiento de las sanciones bajo condiciones concretas. Eso hizo menos creíble el relajamiento de las medidas como «zanahoria» para forjar un acuerdo sobre la transición democrática.
Con la invasión rusa de Ucrania y el consecuente aumento en la demanda de fuentes de energía en la economía mundial, Estados Unidos se ha mostrado más abierto a reconsiderar su política de sanciones y a promover una reactivación de las negociaciones entre el gobierno venezolano y la oposición.
Esto condujo a nuevas conversaciones, orientadas a garantizar condiciones electorales medianamente justas de cara a los comicios presidenciales de 2024. Las conversaciones en cuestión se han convertido en un catalizador para que la oposición venezolana reorganice su estrategia en torno de la construcción de un movimiento y la coordinación interna.
Además, los espacios económicos abiertos por el gobierno incrementaron el poder de negociación de un sector empresarial que quizás haya superado su dependencia respecto de la renta petrolera y del Estado. El poder político de este sector empresarial emergente aún es tímido, pero ayuda a aumentar el activismo de la sociedad civil autónoma.
El desafío para los partidos aliados en la Plataforma Unitaria de la oposición venezolana radica en aprovechar estas conexiones, incorporar las demandas de los diferentes sectores a una agenda cohesiva y reivindicar la reconstrucción de la capacidad del Estado para servir a su población.
El sector empresarial puede equilibrar los intereses del gobierno y de la oposición y convertirse en un potencial espacio para realizar proyectos dirigidos a aumentar la productividad y el crecimiento.
Una negociación productiva puede mejorar los mecanismos de gobernanza, que incluyen acuerdos de reparto de poder para la gestión de los activos venezolanos en el extranjero y el uso de financiamiento externo destinado a ayuda humanitaria. Los programas de este tipo son imprescindibles, y tanto el gobierno como la oposición desean mostrar resultados a sus núcleos de votantes ante un potencial retorno a la competencia electoral en 2024.
Es necesario que los mecanismos de reparto de poder cuenten con el involucramiento activo de la comunidad internacional e incorporen medidas de rendición de cuentas y supervisión para evitar la corrupción a gran escala, que ha sido notoria en el gobierno y en las administraciones controladas por la oposición.
Como tal, la transformación hacia un capitalismo autoritario podría ser una etapa transitoria. No obstante, más allá de un posible acuerdo sobre elecciones libres y justas o un potencial levantamiento de las sanciones, estas han ocasionado múltiples efectos negativos, que ningún acuerdo será capaz de remediar en el corto plazo.
Estos efectos incluyen el colapso de los servicios públicos y el florecimiento de actores ilegales, que sacan provecho de un Estado disfuncional, el control territorial y las estructuras económicas informales.
Más importante aún es que la coalición bolivariana dejó de ser un movimiento político rentista de carácter centralizado y redistributivo para transformarse en otro que maquinó un ajuste económico, liberalizó los controles monetarios y abrió algunos mercados para mantenerse en el poder.
Las fuerzas políticas y económicas empoderadas por este capitalismo autoritario determinarán el ritmo del cambio sociopolítico en el futuro próximo de Venezuela.
*Benedicte Bull es directora de la Red Noruega de Investigación sobre Latinoamérica, y Antulio Rosales es profesor asistente de Ciencias Políticas de la canadiense Universidad de New Brunswick.
Este artículo se publicó inicialmente en IPS. Aquí puedes consultar la versión original.
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