En Brasil, Querência tiene casi todo lo que necesita la industria de la soja: tierra llana, buen suelo, infraestructuras y la presencia de grandes bancos y empresas comercializadoras, pero le falta tierra. Por eso las empresas la buscan en los asentamientos familiares.
Texto: Flávia Milhorance / IPS
QUERÊNCIA, Brasil – Un cartel descolorido en la esquina entre la carretera MT-110 y un camino de tierra indica «Sector 1». Al girar a la izquierda, entro al asentamiento agrario de Pingo D’Água, en el municipio de Querência, en el estado brasileño de Mato Grosso. Conduzco unos 10 kilómetros junto a plantaciones de soja que se extienden hasta donde alcanza la vista, hasta que llego a una parcela que se destaca en este paisaje monótono.
El camino hacia la propiedad está rodeado de árboles, cuya sombra suaviza el intenso calor de la región. Me doy cuenta de que son árboles de caucho, típicos de la Amazonía, de los que se extrae el látex para producir caucho. Entrando en la propiedad, me abro paso entre mandioca (yuca) y árboles frutales —piña, aguacate y acerola, una fruta parecida a la cereza— hasta que me detengo frente a una casa rodeada de flores.
Danilo Pertile, de 73 años, y su esposa Evanir Pertile, de 69, me reciben en su gran galería. Me cuentan cómo el asentamiento, originalmente destinado a agricultores familiares pobres para producir principalmente cultivos alimentarios, se ha ido transformando con el tiempo. «Empezó con pequeñas plantaciones, luego se ampliaron y los pequeños agricultores vendieron sus parcelas», dice Evanir. «Ahora es prácticamente todo soja».
Querência tiene casi todo lo que necesita la industria de la soja: tierra llana, buen suelo, infraestructuras y la presencia de grandes bancos y empresas comercializadoras como Bunge, Cargill y Amaggi. «¿Qué faltaba?», se pregunta el economista y biólogo Rafael Barbieri. «Tierra. ¿Y dónde había tierra? En los asentamientos familiares».
Ante la escasez de tierras agrícolas en el municipio, la industria de la soja ha puesto sus miras en los agricultores familiares, que viven y trabajan de la tierra y suelen tener ingresos anuales de menos de 500 mil reales brasileños (97 mil 500 dólares), según Barbieri, autor de un estudio para el Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonía (IPAM) sobre lo que viene ocurriendo en Pingo D’Água.
«La soja ha ido ocupando los asentamientos de forma muy agresiva, lo que es muy preocupante», afirma Richard Smith, coordinador regional de IPAM, cuyo objetivo es fomentar cadenas de producción alternativas. «Nuestra misión no es superar las plantaciones de soja, sino salvar la agricultura familiar».
El capital y los productores de soja suelen venir de fuera de la región, a veces del país. Mientras tanto, las familias de agricultores han dejado de cultivar alimentos, han emigrado a regiones menos caras, o han intentado resistir las presiones.
«La soja está poniendo las cosas cada vez más difíciles», afirma Danilo, cuyo pequeño negocio agrícola se centra en la producción y venta de diversas frutas como mandioca, caucho y palmito, una verdura blanca que se recolecta de las palmeras.
Además de la especulación inmobiliaria, Danilo explica que, con menos agricultores familiares, las estructuras cooperativas que solían sostener el asentamiento se han debilitado. Las inversiones se centran en el cultivo de soja —en los últimos años han surgido decenas de silos de almacenamiento en Querência— mientras que las líneas de crédito para los pequeños agricultores han disminuido.
Además, los aviones sobrevuelan los campos de soja cercanos fumigando con agrotóxicos. «También pasan por encima de nosotros», dice Danilo. Aunque la producción de la pareja no es orgánica, dicen que aplican la menor cantidad posible de pesticidas. Con la intensificación de las fumigaciones aéreas, han notado que algunas de sus especies frutales producen menos que antes o incluso, en palabras de Evanir, «se marchitan hasta morir».
No siempre fue así. La pareja llegó a Querência hace dos décadas, tras abandonar una disputada zona rural del sur de Brasil para probar suerte en un terreno en el medio oeste. «Era casi todo bosque», recuerda Danilo. «Sólo había unos pocos habitantes y ganado».
Como en otras zonas de la Amazonía, el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (Incra), un organismo del gobierno federal, ha distribuido tierras a los agricultores para impulsar la ocupación de la región, además de a los pueblos indígenas que habitan el bioma desde hace milenios y que, en muchos casos, han sido expulsados de sus territorios.
Creado en 1970, durante la época de la dictadura militar brasileña, el Incra sigue asentando a pequeños agricultores en propiedades improductivas o tierras públicas sin utilizar.
En 1998, el Incra distribuyó parcelas en una finca de 40 mil hectáreas a unas 550 familias, entre ellas los Pertile. En ese año los pastizales ocupaban sólo el 4% de Pingo D’Água, según nuestro análisis basado en la plataforma Mapbiomas. El resto era selva amazónica.
En solo seis años, la ganadería ya se había apoderado de la mitad de la zona, destruyendo con ella la selva autóctona. Pero la mayor transformación estaba aún por llegar.
Con el paso de las décadas, los incentivos del gobierno federal a la agricultura intensiva y el progresivo aumento de las exportaciones, principalmente a China, provocaron una enorme expansión de la producción de soja que se extendió desde el sur hasta el centro de Brasil. Varias ciudades del medio oeste crecieron al calor de la demanda de soja del mercado internacional.
Entre ellos estaba Querência, que lleva al menos una década entre los 10 mayores productores de soja de Brasil. La soja ya se había apoderado de la mayor parte de las zonas agrícolas del municipio, y pronto se desbordó hacia los asentamientos.
En Pingo D’Água, el cultivo de soja avanzó progresivamente hasta que superó a la ganadería en 2018 en términos de superficie ocupada. Desde entonces, los campos de soja han seguido expandiéndose mientras los pastizales y los bosques se reducen. En 2021, solo la soja ocupaba más de la mitad del asentamiento y el bosque nativo solo 15 %, según datos de Mapbiomas.
El fenómeno sorprendió a Barbieri, ya que la soja suele ser más viable en grandes extensiones —de más de 200 hectáreas— donde la ganancia de escala reduce los costos y los riesgos asociados al monocultivo. Pero el ejemplo de Pingo D’Água ya no es una excepción en el país: procesos similares se han dado en otros polos agroexportadores, incluso en otros asentamientos de los alrededores de Querência.
Los agricultores familiares desempeñan un papel importante en el suministro de alimentos de Brasil. Aunque el alcance exacto de su participación no está claro, son responsables de la mayor parte de la producción de hortalizas, frutas, leche de vaca y carne (excluyendo carne vacuna y pollo), según nuestro análisis del Censo Agropecuario de 2017, el más reciente disponible.
Pero el número de propiedades ocupadas por la agricultura familiar ha disminuido 9,5 % en comparación con 2006.
Por eso, el avance de la soja en la agricultura a pequeña escala genera preocupación por la seguridad alimentaria.
Alrededor de 60 % de la soja brasileña se exporta, según datos de la Compañía Nacional de Abastecimiento (Conab), organización agrícola estatal.
Según un estudio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), los granos que se quedan en Brasil no son consumidos directamente por los seres humanos, en forma de tofu o leche de soja, por ejemplo, sino que se destinan principalmente a la alimentación animal y al biodiésel.
En varias ocasiones durante su campaña electoral de 2022, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva abogó por fomentar la agricultura familiar como estrategia para combatir el hambre creciente que se extiende por Brasil.
Según estimaciones recientes, más de 33 millones de brasileños no tienen suficiente para comer todos los días. En un acto celebrado en septiembre, poco antes de la primera vuelta de las elecciones, Lula afirmó que su plan garantizaría «alimentos sanos, de mejor calidad y más baratos».
Apenas asumió la presidencia en enero, Lula creó el Ministerio de Desarrollo Agrario y Agricultura Familiar, que se encargará de gestionar el Incra y las políticas de fomento de los pequeños agricultores. Anteriormente, estas funciones dependían del Ministerio de Agricultura.
Pero el presidente encontrará oposición.
Los cambios ya han disgustado a la bancada rural, una agrupación que reúne a unos 280 diputados vinculados al agronegocio. «Lo que hoy nos preocupa es cómo quedará esta reorganización de los ministerios», dijo recientemente su líder, Pedro Lupión. «Lamentablemente, el Ministerio de Agricultura ha quedado debilitado», añadió.
Según Lupion, la separación de la gestión de la agricultura familiar y de los medianos y grandes productores «compromete la estrategia de crecimiento» de la agroindustria.
Más allá de esta reforma, todavía no se ha puesto en marcha ningún plan concreto ni para los pequeños ni para los grandes productores. Una de las posibilidades que se barajan es la creación de un fondo para mejorar la oferta de crédito a la agricultura familiar, uno de los principales retos a los que se enfrentan los pequeños agricultores.
Sentados en el suelo de la galería, cuatro jóvenes descansan de su trabajo en el campo mientras escuchan a los Pertile hablar de su apego a la tierra y su preocupación por el futuro del asentamiento. «Dentro de unos años, ¿quién va a producir alimentos si no hay agricultura familiar?», pregunta Evanir.
Elias da Silva Benício, de 22 años, es hijo de una familia de agricultores cuya historia es similar a la de Danilo y Evanir. Pero sus planes son diferentes. «Cuando muera mi padre, al día siguiente plantaré soja», dice sin rodeos, provocando las risas y el asentimiento de los demás jóvenes. «Eso es lo que da dinero, ¿no?».
Benício habla de que cultivar verduras y frutas «da mucho trabajo, pero no proporciona ingresos». De la agricultura familiar, dice, «sobra poco, pero de la soja, mucho». La decepción de los Pertile es evidente.
Pero la percepción de los jóvenes de que la soja es una forma rápida de ganar dinero no se corresponde con la realidad. Basándose en entrevistas realizadas en Pingo D’Água, Barbieri afirma que la mayoría de las personas que emprendieron el cultivo de soja por su cuenta, incluso con experiencia, adquirieron deudas difíciles de saldar.
El elevado costo de la producción de soja reduce las posibilidades de beneficio de los pequeños productores y los expone a riesgos. A falta de crédito público, los comerciantes e intermediarios de soja ofrecen asistencia técnica, garantías de compra del producto y financiación fácil. Esto parece atractivo para los agricultores, pero los precios de compra no alcanzan sus expectativas y los tipos de interés son demasiado altos.
Por deudas, los productores se asocian, arriendan o venden sus tierras a agricultores con más capital dentro y fuera del asentamiento. Como el Incra prohíbe a los pequeños agricultores arrendar y limita la venta de lotes sólo a los que tienen títulos de propiedad definitivos, la mayoría firma contratos de asociación.
El cultivador de soja Jonathan Ben consiguió vender su producción del año anterior a un intermediario local, pero teme por la suerte de la cosecha de este año, cuyos brotes verdes empiezan a asomar por su parcela de 62 hectáreas.
«Plantamos porque tenemos deudas que pagar», dice Ben, con su hija en brazos frente a su casa. «Pero no se puede vender nada. Aquí todo está embargado».
En un intento de proteger la selva amazónica, el IBAMA, la agencia gubernamental encargada de velar por el medioambiente, ha impuesto embargos a la compra de soja procedente de tierras deforestadas ilegalmente. Pero los agricultores del asentamiento se han visto involuntariamente atrapados en la compleja burocracia, y esto limita aún más el acceso al crédito y la venta de productos.
Al revisar la base de datos del IBAMA, encontramos 97 embargos activos en Pingo D’Água, aplicados entre 2009 y 2019, ninguno de ellos a nombre de Ben o Pertile.
Ben tiene unos cuantos árboles de mandioca, plátanos y algo de ganado para consumo propio. Sus ingresos dependen totalmente del negocio de la soja, tanto por lo que planta él mismo como por los servicios que presta con su tractor y su cosechadora, enormes máquinas estacionadas junto a su casa. Para ganarse la vida, dice, «hay que saber trabajar y tener maquinaria, que es cara».
Ben sigue los pasos de su padre, con quien emigró de Paraná, en el sur de Brasil, a Querência en 2003. Para él, el cultivo de soja está menos ligado al auge actual del mercado y más a la costumbre: «Desde los 11, 12 años, siempre hemos trabajado en este cultivo».
El hábito también mantiene a los Pertile en un negocio que se enfrenta a barreras cada vez mayores. «Aprendimos a plantar desde muy pequeños», dice Evanir, que teme los efectos a largo plazo de la soja en su cultivo. «De momento salimos adelante, pero no sabemos cuánto tiempo más podremos producir».
Este artículo se publicó inicialmente en IPS. Aquí puedes consultar la versión original.
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