“…cuando apago al locutor como que oigo al fin mi propia voz”.
Jaime López
En los programas televisivos, como en toda buena fantasía capitalista, hay alguien que chilla y baja la cabeza y, claro, otro que da órdenes.
Por Uriel Salmerón
Fotografía: Arturo Contreras
La televisión de mi abuela sintoniza cuarenta o cincuenta canales. Eso no importa mucho. La pantalla siempre parece estar en el mismo a pesar de los números que se presionen en el control remoto. En los programas, como en toda buena fantasía capitalista, hay alguien que chilla y baja la cabeza y, claro, otro que da órdenes. Las situaciones no varían más allá de este conflicto original, no obstante, las locaciones cambian de vez en cuando. A veces las discusiones se dan en casas llenas de cascajo y periódico viejo; por lo general son protagonizadas por señoras obesas y tristes y un loquero no tan condescendiente que busca sacarlas del pecado de la acumulación. En otros casos, la degradación humana se exporta a una playa paradisíaca en el Caribe y se filma en cámara lenta.
A mi abuelita le emociona muchísimo un concurso de cocina en el que ocasionalmente los niños participantes se queman sus manitas con un súbito brote de aceite o se hacen leves rasgaduras con un cuchillo filetero. No es que mi abuela sea una Ted Bundy en potencia (a sus ochenta y nueve, y en silla de ruedas, no está calificada para la vacante de asesina serial). Tampoco es que disfrute el dolor ajeno. Corrijo: un poco sí, lo normal, aunque realmente no disfruta la desgracia del prójimo más que los otros espectadores. Más bien encuentra algo de tranquilidad y confort en esa narrativa punitiva y algo católica que premia el sufrimiento de los que logran permanecer cuando las cosas arden más.
Los niños del programa se queman, lloran y son ofendidos a mansalva por los jueces. A ciertos chicos les dicen que su comida es para perros, frase que para nada suena como un insulto definitivo en mi cuenta. Dios quisiera que tu madre se hubiera tomado el misoprostol, eres la razón por la que tu papá se fue de casa, esos, aunque algo derivativos y poco originales, son oprobios justificados para ponerse a llorar. Pero los jueces no tienen permitido ser tan honestos y por eso se quedan con aquello del perrito y la comida. En fin, los niños se queman y lloran. Y después tienen alguna recompensa. Incluso los perdedores.
Los miembros del jurado frasean un elogio, una broma o una palabra de aliento para los participantes eliminados durante su despedida. Qué detallazo. Y después todos los del elenco le brindan una ronda de aplausos furtivos al cocinerito caído. La muerte nos vuelve a todos un poco virtuosos, ¿no? También las eliminaciones en los reality shows. Quizá por eso mi abuela ve religiosamente, diario a las seis, antes de su siesta vespertina, un serial de maltrato infantil que además tiene algo de cocina. Mi viejita nunca lo ha confesado, pero estoy seguro de que se sueña a sí misma como una concursante de este Chef Dorado, así se llama el programa, que es la vida. Y mientras ronca fantasea con que siempre hay redención.
Después de deslizar a mi abuela dormida sobre su cama con la delicadeza de un garrotero toxicómano hay un par de cosas que hago rutinariamente: veo un programa sobre los trabajos más asquerosos del mundo y le escribo a una chica que conocí por internet (¿existe otra manera de conocer personas?). Debo confesar que llevo dos años sin engrosar las filas de eso que llaman el mercado laboral. También debo confesar que, francamente, meter el brazo completo en el ano de una vaca con problemas intestinales, ser un olfateador de pies o limpiar manualmente el alcantarillado en la India no me parece muy distinto a sentarse diez horas en un cubículo. Al final del día uno siempre termina cubierto con la mierda de otro y deseando estar muerto.
En Oficiosos — qué genios los que nombraron el show, en serio — se transmite material gráfico con el que buscan impactar al televidente. Y por impactar me refiero a que quieren provocarle el vómito u obligarle a enrolarse en la fe de alguna iglesia de brasileños tras la impresión. Por ahí, justamente, dicen que no sólo de pan vive el hombre. Por eso los productores de Oficiosos retacan el televisor con vísceras, caca, comida putrefacta, cucarachas y todo un abanico de lugares comunes del morbo. Tratan de llenar ese estúpido vacío que el pan no pudo. Lo que nunca aparece en el programa son otros trabajos acaso más asquerosos. Nunca vemos el día a día de un banquero, por poner un ejemplo. O el de un diputado. O peor aún: el de los veinte asesores rémoras del diputado.
Tampoco aparecen trabajos tan viles como del que se encarga Rafita. Hace tiempo que no hablo con él. Al menos directamente. No puedo entender cómo alguien con esa prosa tan rauda y precisa como anguila terminó en el camino en el que anda. Rafita no dejó la narrativa para convertirse en un sicario o uno de esos cocineros encargados de disolver cuerpos en ácido clorhídrico. Aunque a menudo pienso que eso tendría más sentido y, en cierta forma, sería más honesto. No, él trabaja para una agencia de soluciones informáticas que surte de chatbots a las empresas más voraces del país. Cada vez que quieres hacer una aclaración con tu banco, tienes un problema con tu cita del seguro o quieres conocer las promociones de la tienda departamental, la amable redacción de Rafita aparece para ayudarte.
Hola, línea Bancocualquiera, me quiero suicidar, escribe algún cándido cibernauta que está hecho jirones. Hola, buenos días, Cándido, contesta el texto predictivo. Cuéntamelo todo, dice casi orgánicamente. Y el cándido se confiesa ante una caja vacía. Como en la iglesia, pues. En casa las cosas no van bien. Su banco me está cobrando tanto porcentaje injusto en comisiones. Ya no puedo más, dice el afligido. Afligido, tienes mucho por vivir. No sabes qué tan común es que los clientes de nuestro banco tengan fantasías suicidas, bromea el robot parlanchín. Aguanta. Nosotros estamos ahí para ti. Somos tu verdadera familia. Mejores que tu familia. Recuerda el proverbio budista: el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional.
Atribulado empieza a ceder: gracias, chatito, no había pensado en todo lo que tengo y cuánto lo amo. Amo con la fuerza de mil gorriones sabios, agrega el otrora quejoso. Cuando el dolor es insoportable, nos destruye; cuando no nos destruye, es que es soportable, masculla el robot de Rafa sin darle crédito al emperador Marco Aurelio. Entre imperios se permite el saqueo intelectual. Los lobos se alimentan de corderos, afirmó un respetadísimo intelectual mexicano. Los vivos, de los muertos. Es un alivio escuchar eso, Ingenuo, se escribe en la conversación preconfigurada, ¿por cierto, ya te diste de alta en nuestro nuevo programa de recompensas? Si lo contratas ahora…
En un punto de la madrugada en el que antes de la televisión por cable había estática o barras de colores llega un mensaje de la chica que conocí en internet (¿realmente se llega a conocer a alguien?). En la tele pasan la repetición de la lucha libre: Fantomas El Sucio le pide el divorcio a Reyna Rosalía, campeona mundial de peso enano. Acompañado de un notario, el rudo le exige la mitad de sus bienes y la custodia de un joven y acrobático luchador llamado Elohim, su hijo biológico. La patria potestad se juega en un combate que involucra sillas, tachuelas y tubos de led. Pronto, los tres se aplican todo tipo de castigos en medio del ring. Y aún así hay gente que se atreve a pensar que la lucha es falsa.
En su mensaje la chica que conocí por internet me cuenta su día. En su pueblo estuvieron a chorromil grados bajo cero y ella llevaba un vestido rojo subido. Se le congelaron hasta las anginas. Sus compañeros de trabajo la convirtieron tan progresivamente en una guardería no certificada del seguro social que no se dio cuenta. Está rodeada de chamacos preguntones mientras trabaja en su cubículo. Esto durará hasta que regresen a clases, me dice entre apesadumbrada y también un poco maternal. Después manda la foto de un cielo que nunca se ha visto en la ciudad: sin cables y azul. Y me dice que algún día debería de ir a Chihuahua.
Yo me recuesto en un tapete a lado de la cama de mi abuela esperando que nunca me pregunte si quiero comprar un tiempo compartido.
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