Carmen Javier es una artista plástica de origen chinanteco que expuso por primera vez después de 50 años de guardar sus dibujos en los cuadernos de sus hijas. Es posiblemente la pintora mexicana viva, con más edad que se mantiene activa y ejecutando un arte de extraordinario colorido y gran potencia expresiva
Texto y Fotos: Antonio Mundaca
Ilustración: Brunof
VALLE NACIONAL, OAXACA. – La casa de la pintora oaxaqueña Carmen Javier es un jardín en paz rodeado de montañas. Un espacio detenido en el tiempo del que cuelgan de paredes naranjas, cuadros con rostros de niños, colores brillantes, bestias mitológicas.
Y ella, casi dormida, con un pincel en una de sus manos, eleva lentamente los brazos como si pintar fuera un instinto primario, una necesidad que la mantiene con vida, un acto de amor indescriptible que puede conmover pero se transforma fácilmente en la admiración profunda por una mujer que decide hacer lo que parece imposible: empezar una carrera en el arte a los 80 años, exponer en galerías aun teniendo 100, y mantener sus dibujos guardados en los cuadernos de sus hijas pequeñas por 50 años.
Para verla cruzamos la Sierra Juárez, una cordillera inmensa atravesada por carreteras que son como serpientes que huyen del calor de la Cuenca del Papaloapan hacia campos más frescos. Tierra abajo, en Santa Fe y La Mar, una comunidad del municipio de Valle Nacional, en la que nació Carmen Javier el 16 de julio de 1923, la encontramos.
Se mueve en una habitación de mediagua atravesada por las flores y la luz, donde cantan los gallos y los perros se guardan del sol. La vimos para que nos revelara en sus pinturas, su amor por los caballos desde que miró montar a su abuelo, un jinete jarocho que llegó a la tierra chinanteca desde Piedras Negras, Veracruz a trabajar en la contrata en haciendas tabacaleras en el declive del porfiriato.
La pulsión de la artista
En ese monte tupido a los pies de la sierra norte oaxaqueña, el imaginario de Carmen Javier se hizo fuerte y primitivo. Quedó huérfana a los 12 años. Su madre la tuvo a los 15. Adelantada a su época, fue regidora municipal en 1935, en un mundo dominado por los hombres. Entre los recuerdos de Carmen Javier, hay una madre poderosa que se fue muy pronto a un lugar sagrado, una madre que pidió ser enterrada con la bandera mexicana. Desde entonces, Carmen Javier se hizo cargo de su hermano menor. Dejó por encima de su pulsión de artista la condición de madre por primera vez.
Carmen Javier se casó a los 18 años en 1940 con Pablo López Méndez, asistente de un maestro rural originario de San Lorenzo Cacaotepec, del Valle de Etla que llegó a la Chinantla buscando trabajo, un extraño de rasgos bajitos del que Carmen Javier quedó prendida.
Carmen Javier se despierta todavía por momentos para incorporarse a pintar con rigor de 10 de la mañana a 1 de la tarde. La rodeamos para hablar sobre el mundo que ha construido, queremos que nos revele de dónde viene su trazo infantil cargado de símbolos. Apenas nos habla, apenas sonríe. Lleva meses medicada para evitar el dolor, hay noches que se pasa en vela sin dormir. En el 2000 fue su primera gran exposición, desde entonces ha recorrido las salas de Oaxaca, han editado libros con sus obras, pero también ha faltado el reconocimiento de las autoridades encargadas de la cultura en su pueblo natal, en su región y en su estado.
Las voces críticas dicen que empezó muy tarde a mostrar lo poderoso de su plástica, Carmen Javier emprendió el recorrido un par de años después de la muerte de su esposo al final de la década de los noventa, impulsada por su hija menor Marta, ambas cómplices y amigas quienes querían que fuera reconocido el trabajo de su mamá Carmen, sin el apoyo de Maximino y Emiliano, los hijos pintores que ya exponían sus obras en galerías internacionales.
“Yo nunca quise que la obra de mi mamá fuera reconocida por la trayectoria de mis hermanos, quisimos siempre que su trabajo fuera reconocido por su talento, por eso fue lento. En Tuxtepec y en Oaxaca fue muy difícil, casi nunca voltean a ver obras emergentes, menos obras de personas mayores”, dice Marta López Javier.
Lenguas de fuego, perros amarillos, pintar lo que mira una niña.
La memoria de Carmen Javier es un misterio. Lleva años siendo una mujer fuerte que se ha ido cansando. Nombra a una abuela que llegó sola a Valle Nacional posiblemente de Cuba. O atravesando la selva desde un lugar quizá imaginario, donde hay niños de piel bruna con rostros encendidos como en sus pinturas. Posiblemente del caribe, posiblemente encalló en un navío atascado en el profundo río de Pueblo Viejo de donde vienen los primeros pobladores de Santa Fe y La Mar. Una abuela mítica, fundacional, emergiendo entre todos los esclavos contratados a inicios de siglo XX cuando Valle Nacional era una cañada inaccesible donde llovía eternamente.
Es posible ver a Carme Javier en silencio quedar detenida de una pulsión. Ahora es una niña ligera que lucha contra la enfermedad de la edad, como alguna vez aferrada a la necesidad del artista atascó sus manos en el granito para sentirse viva al dibujar con carbón. Aprendió por décadas y en lo lento, a soltar las manos donde nadie la viera, a quitar pedazos de papel que nadie necesitara, retazos pequeños para expresar sus universos personales, hasta que ya entrada en años, encontró que no sólo quería ser madre y esposa, tenía un trabajo que hacer, su trabajo, su vocación era pintar, contar sobre mundos perdidos, atrapar personajes negros, lenguas de fuego, perros amarillos, pintar lo que había visto de niña, lo que había sentido como mujer cuando su primer hijo murió siendo un bebé a los 3 meses de haber nacido.
Sus líneas fuertes y oscuras las hizo como fueron llegando sus hijos. A la pérdida de la primogénita le plasmo altares secretos con lápices de colores hechos en madera vieja.
A Hortensia, la primera, le siguió Anastasio. Cuando ellos murieron, Carmen Javier volcó la tristeza sobre los lienzos. Después está Joaquina, la de mayor edad que aún le sobrevive y le destina muchas horas a acompañarla. Maximino, el mayor de los hijos varones, pintor consumado que se fue a la ciudad de Oaxaca muy joven, y que ha reconocido en ella una cualidad que no se enseña en ninguna escuela de pintura: la voz propia.
Nicolasa, Margarita, Minerva. Beatriz y Emiliano, otro de sus hijos pintores egresado del Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo. Marta, es la menor de todos, la descubridora del secreto familiar de Carmen Javier, la promotora de sus primeras exposiciones y la guardiana de su legado.
Una niña tenue que pinta a los 100 años
“Mis hermanos están orgullosos. Cuando les dije de la primera exposición se pusieron felices y llegaron a Tuxtepec un día antes. Ellos dicen que nuestra mamá ha influenciado su trabajo como artistas, que ellos piensan eso que ella plasma no te lo da el conocimiento. Al principio lo poco que uno tiene lo debe de invertir, fue difícil que se diera a conocer”, dice Marta. Ella fue la primera de los hijos en entender que lo de su madre era una vocación infinita que le ayudaba a vivir. En ese camino Marta reconoce que la vida sobre esto ha sido breve, ella tuvo que estudiar, tener hijos, y ya de grande pudo apoyar a su mamá, sacrificando incluso también su vocación de pintora.
“Yo pienso que ahora es dar a conocer el trabajo de mi mamá, que es inmenso, tiene mucho material inédito, tiene lucidez, sus pinturas no se repiten, lo mío, siempre pienso puede esperar, porque ella ya está grande y yo quizá tenga más tiempo de vida para lo que hago”, confiesa Marta.
El cuerpo de Carmen Javier es una línea delgada. Es ahora una mujer breve y pequeña. La mueven en su silla de ruedas y mira al cielo en busca del sol, como si quisiera ser una niña para siempre, una niña tenue que pinta a los 100 años. Toma medicamentos para los nervios, a veces tiene rachas de frio o de calor, cuando vuelve del sueño pide sus herramientas de pintura, les dice a sus hijas que la cuidan que limpien su estudio, el patio, que ajusten los lienzos, que pintará hasta el último día que le quede por vivir.
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