Esta es la introducción del nuevo libro de la historiadora Tanalis Padilla, Lecciones inesperadas de la Revolución: una historia de las normales rurales, un trabajo que recopila los esfuerzos para construir un modelo educativo que ponga al centro la transformación del país
Texto: Tanalís Padilla*
Ilustración: Cortesía
En la tarde del 26 de septiembre de 2014 docenas de estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, en la costa mexicana, salieron a incautar varios autobuses para usarlos como transporte a la Ciudad de México. Como habían hecho en años anteriores, atenderían la conmemoración anual de la masacre de 1968 en la que el ejército mató a cientos de estudiantes que se manifestaban en la plaza de Tlatelolco. Vistas con malos ojos por las autoridades y toleradas con mala cara por las compañías de autobuses como un costo más del negocio, estas tomas de autobuses por estudiantes de las 17 normales rurales del país eran una práctica común. Creadas en los años 1920 como internados para los hijos e hijas de campesinos, las normales rurales gozan de hace tiempo de una reputación de militancia política. Esta toma parecía ser una más en esa tradición, pero poco después, esa misma noche, conforme los estudiantes de Ayotzinapa trataban de salir de la ciudad de Iguala con los cinco autobuses de los que se habían hecho, se vieron cercados por una enorme operación armada. La policía local bloqueó su salida mientras agentes uniformados y pistoleros en ropa de civil les disparaban. El destacamento del ejército en la base militar cercana, que los había estado siguiendo en coordinación con la policía federal y estatal desde que dejaron su escuela un poco antes, en la tarde, no hizo nada. Al llegar la mañana, tres estudiantes de Ayotzinapa yacían muertos, uno de ellos con el rostro desollado. Otros 43 habían desaparecido, habiendo sido vistos por última vez cuando los arrastraban en presencia de autoridades federales y estatales.
Con todo y lo horrendo, este evento era difícilmente notable en un país en el que la guerra contra las drogas —declarada oficialmente en 2006— había dejado, para entonces, más de cien mil personas muertas y otras 25 mil desparecidas. De hecho, funcionarios federales rápidamente descartaron el ataque como otro conflicto armado de los cárteles: si los estudiantes de Ayotzinapa habían sido víctimas sería que alguna conexión tenían con actividades ilícitas. Después de todo, la inclinación de los normalistas por la agitación era bien conocida. Pero, significativamente, este discurso oficial no calmó la rabia del público ni fue aceptado por las familias. A lo largo de los meses siguientes miles salieron a las calles para exigir justicia y el regreso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos. Por qué este evento y no los otros miles de muertes y desapariciones detonó protestas sin precedentes tiene mucho que ver con la identidad de los 43 desaparecidos, las acciones inmediatas de sus compañeros y la historia de las escuelas donde estudiaron.
Fundada en 1926, la escuela normal de Ayotzinapa fue una de las 35 escuelas para la formación de maestros que el gobierno mexicano construyó en las dos décadas que siguieron a la Revolución de 1910-1920. Esta guerra puso fin a la dictadura de 35 años de Porfirio Díaz (1876-1911) y llevó al poder a un gobierno nacionalista cuyo proyecto resultante desplegó a maestros como agentes de la consolidación del Estado. Las instituciones que capacitarían a estos educadores adquirieron muchas de sus características definitorias durante la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940), cuyas numerosas reformas progresistas incluyeron la educación socialista. Aunque la educación socialista duró poco tiempo como política oficial y nunca fue claramente definida por sus arquitectos en el Estado, en las normales rurales su significado es simple y duradero: justicia. Educación para los pobres, una voz estudiantil en las prácticas institucionales y consciencia de clase constituyeron elementos definitorios de la cultura normalista, reproducidos en las décadas siguientes gracias a una clara acción colectiva estudiantil.
Estas dinámicas actuaban aquella fatídica noche de septiembre. Tomar autobuses de empresas privadas no era solamente una forma de adquirir transporte, sino también un aprendizaje de la protesta, uno que la asociación de estudiantes pasaba a cada clase que entraba. Más aún, la conmemoración de Tlatelolco a la que los estudiantes planeaban asistir ofrecía una lección histórica importante para los normalistas rurales, cuyas escuelas asediadas habían producido durante décadas numerosos activistas campesinos y obreros, algunos muertos o encarcelados por el Estado (figura I.1). El aniversario de Tlatelolco ofrecía un espacio para escenificar las mil maneras en que el gobierno había traicionado la Constitución de 1917 y los principios revolucionarios sobre los que se fundó el Estado moderno mexicano.
La traición tomó décadas en concretarse. La presidencia de Enrique Peña Nieto (2012-2018) marcó el regreso del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado el país de 1929 a 2000, y personificaba muchos de sus pecados. Fue corrupta, autoritaria y tecnócrata y su larga relación con el narcotráfico se salió de control —una dinámica reflejada por la sobrecogedora cantidad de gente asesinada y desaparecida en la década precedente—.4 En este contexto, la violencia contra los estudiantes de Ayotzinapa fue la proverbial gota que derramó el vaso. Su condición de estudiantes, la dimensión misma del ataque en su contra y la participación del Estado en ella invocaban el espectro de Tlatelolco, el sitio de la masacre que aún persigue al PRI. Apoyándose en su larga tradición de protesta, los normalistas rurales se movilizaron de inmediato, detonando un nivel de indignación que el Estado no pudo contener.
Hay pocas armas que los pobres puedan blandir contra los poderosos, pero las que hay las conocen bien los normalistas rurales. Además de convencer a los choferes de los autobuses de que los lleven a marchas, frecuentemente han bloqueado caminos, tomado casetas para dejar que los conductores pasen gratis, incautado camiones de carga para distribuir su mercancía y secuestrado vehículos de transporte en los patios de las escuelas. Además, por mucho tiempo han organizado huelgas y paros escolares. Los estudiantes realizaban la mayor parte de estas acciones simplemente para obligar a las autoridades a destinar los presupuestos necesarios para la subsistencia de las escuelas: fondos a los que tienen derecho, pero que a menudo reciben solamente después de luchar por ellos. Si bien la persistencia y las estridentes protestas de los normalistas han asegurado la supervivencia de sus escuelas, también han generado una leyenda negra. Durante décadas el gobierno y la prensa han etiquetado a estas instituciones como centros de agitación y semilleros de guerrilleros; las autoridades han amenazado con convertirlas en granjas de cerdos o en escuelas para técnicos turísticos y han caracterizado a quienes estudian y enseñan ahí como agitadores, subversivos y, más recientemente, pseudoestudiantes o vándalos. De hecho, en los debates públicos que emergieron conforme los familiares de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa buscaban a sus hijos, el discurso oficial buscó culpar a las víctimas. ¿Qué otra cosa podían esperar los estudiantes por su agitación y su flagrante desdén por la propiedad privada?
Al discurso que criminalizaba a las víctimas los participantes en las protestas opusieron los crímenes de Estado. “Fue el Estado” se convirtió en un grito de lucha. Aquí la masacre de Tlatelolco, cuyo aniversario buscaban honrar los normalistas de Ayotzinapa, intensificó la rabia. Una herida todavía abierta, Tlatelolco resonaba a través de los sectores sociales en parte porque sus víctimas fueron estudiantes.5 Igual de importante era la tradición de protesta de los normalistas rurales. Apenas momentos después del ataque del 26 de septiembre —el cuerpo de uno de sus compañeros yacía todavía, bañado en sangre, en el suelo— los estudiantes convocaron a una conferencia de prensa y resguardaron la escena del crimen. Antes de que muchos pudieran inclusive describir los eventos que habían transcurrido esa noche los normalistas habían activado sus redes escolares por todo el país, habían dado publicidad a la más reciente agresión en su contra y habían recordado a la nación la historia de sus escuelas. De esa historia trata este libro.
Desde su fundación, las normales rurales han albergado sagas nacionales. Emergieron del proyecto revolucionario del Estado, capacitaron a los maestros que debían formar a una ciudadanía patriótica y moderna organizando festivales cívicos, promoviendo campañas de higiene y salud y remplazando la superstición con la ciencia, pero las añoranzas populares que impulsaron la Revolución mexicana también permearon estas escuelas y para los años 1930 se convirtieron en elementos constitutivos de su lógica institucional. La reforma agraria, la educación para los pobres y el liderazgo comunitario se mantuvieron como principios que guiaron a los maestros en su formación. A lo largo de las siguientes décadas las tensiones entre la consolidación del Estado y la justicia revolucionaria produjeron una elocuente contradicción. Las mismas escuelas que debían conformar una ciudadanía leal se convirtieron en hervideros de radicalismo político y sus exalumnos resultaron estar permanentemente vinculados a combativas protestas, incluyendo luchas guerrilleras. ¿Cómo y por qué las normales rurales se alejaron de su diseño original oficial?
La respuesta está en cuatro procesos interrelacionados. Primero, que, si bien las normales rurales se fundaron para el propósito de la consolidación del Estado, estaban ancladas en la noción de la justicia agraria. Construidas en haciendas expropiadas, estas escuelas estaban investidas con un aire de justicia poética. En los elegantes edificios que antes explotaban a sus padres y familiares, adolescentes de origen campesino —uno de los requisitos para estudiar en estas instituciones— ahora ganarían una educación. Los funcionarios del Estado vinculaban la educación con el desarrollo rural, adoptando principios pedagógicos que conectaban el salón de clases con la comunidad, el cooperativismo con la disciplina individual y el aprendizaje con el trabajo. Estas cualidades, como insistían los arquitectos de la educación del México de principios del siglo XX, reforzarían un “espíritu rural” que fortalecería el compromiso campesino con la tierra, pero lo dirigirían hacia fines modernos y eficientes. Este marco detonó una consciencia específicamente estudiantil y campesina que desafiaba un proyecto nacional moderno cada vez más vacío de justicia.
En segundo lugar, la misión marcada por el Estado se mezcló con la propia identidad de los estudiantes. En las normales rurales los hijos de campesinos se convirtieron en profesionistas; estudiantes hombres y mujeres desecharon las normas de género y absorbieron otras nuevas, y las identidades étnicas se ampliaron o estrecharon conforme los normalistas navegaron las contradicciones del mestizaje, la ideología dominante según la cual México constituye una mezcla armoniosa de herencias españolas y mexicanas. Los viajes de campo expusieron a los estudiantes a distintas partes del país y la vida en los dormitorios al lado de otros entre doscientos y quinientos jóvenes les dio un grado de autonomía que no tenían en casa. Esta exposición y fluidez social desnaturalizó las jerarquías y creó tanto la posibilidad como la expectativa del cambio.
En tercer lugar, las normales albergaron amplias contradicciones que hicieron de la lucha un hecho de la vida diaria. La imponente arquitectura de las exhaciendas en donde se instalaron estas escuelas contrastaba con la naturaleza espartana de la vida diaria. Los internados rara vez tenían suficientes camas para todos los estudiantes. Los recién llegados dormían sobre cajas de cartón. La comida era magra y el agua corriente y la electricidad poco frecuentes. Para garantizar sus necesidades básicas los estudiantes continuamente hacían peticiones al gobierno, lo que los llevaba a movilizarse por recursos tanto como a estudiar para sus clases. Al darles menos fondos de los necesarios y abandonar las normales rurales, el Estado hizo que el ascenso social que las escuelas prometían solamente pudiera conseguirse a través de la lucha colectiva.
Finalmente, estas contradicciones fueron más allá del tiempo de los normalistas como estudiantes. Al graduarse, la Secretaría de Educación Pública (SEP) enviaba a los jóvenes a comunidades a cuyos niños debían educar, cuyas condiciones de vida debían mejorar y a cuyos habitantes debían organizar y levantar. Era una tarea abrumadora que se hizo casi imposible después de 1940, cuando el Estado fue dejando de interesarse en el campo salvo cuando podía ser útil a las ciudades. En vez de financiamiento, infraestructura y recursos —incluyendo un salario digno como maestros—, la SEP apeló a la labor misionera de los educadores. Ellos tenían un origen campesino después de todo: el sacrificio no debía serles ajeno.
Los maestros rurales navegaron estas contradicciones de mil maneras. Como el resto de la población, la mayoría emigró a los centros urbanos, donde buscaron desarrollarse profesionalmente y donde podían enseñar en condiciones más manejables. Muchos se convirtieron en caciques regionales, charros sindicales o políticos corruptos.8 Pero algunos buscaron justicia sin tregua, dispuestos a jugarse la vida en el proceso. Aun siendo minoría, estos últimos tuvieron un alcance mayor y su legado se asocia sobre todo con las normales rurales. Esta asociación se basa en parte en las constantes protestas de los normalistas para conseguir los recursos para la supervivencia de sus escuelas, pero también es una muestra de cómo estas escuelas sirvieron como un recordatorio incómodo del abandono del campo.
Lecciones inesperadas de la Revolución detalla la cultura de la militancia estudiantil que se forjó y reprodujo en las normales rurales de México. Los normalistas rurales ocuparon una posición intermedia entre el campo y la ciudad y su experiencia de vida, sus tácticas de lucha y sus nociones de justicia bebieron de los mundos campesino, estudiantil y sindical. La ideología que construyeron resalta las continuidades clave entre la vieja izquierda (cuya relación con el Partido Comunista veía a la Unión Soviética como un modelo, a los trabajadores como los principales protagonistas de la revolución y la estructura como algo más importante que la acción) y la nueva izquierda (más inspirada en las luchas antiimperialistas, especialmente la cubana, veía a los estudiantes y campesinos como agentes esenciales de cambio y creía que las condiciones para la revolución debían construirse y no esperarse). En las normales rurales la relación entre ambas se hizo manifiesta no por el contenido o el estilo de las clases en el aula —que en muchas formas eran más bien tradicionales—, sino por la naturaleza de la experiencia colectiva de vida de los estudiantes en instituciones concebidas en el marco de la justicia revolucionaria. Como culturamás que como pedagogía, el breve experimento en el México de los años 1930 con la educación socialista mostró ser trascendente. Igualmente trascendente fue la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), formada en 1935 para defender los derechos de los estudiantes en las normales rurales. En la tradición de la vieja izquierda, la federación era jerárquica, esperaba disciplina de sus miembros, imponía reuniones y actividades obligatorias y tenía una estrategia vanguardista. Al interior de las normales rurales se convirtió en un vehículo principal para desafiar al Estado, transmitir conocimiento histórico y ofrecer herramientas analíticas que desnaturalizaban la pobreza. Retaba a los poderosos a lidiar con la visión de los oprimidos.
Ese desafío impulsó una cultura política radical en las normales rurales, escuelas que, como otras instituciones progresistas de la vieja izquierda latinoamericana, se convirtieron en espacios “en donde las abstracciones de libertad e igualdad podían encarnar en experiencias palpables, donde los derechos individuales y la justicia social colectiva podían ser entendidos por instinto e intuición y como mutuamente dependientes”, lo que Greg Grandin ha caracterizado como una ideología insurgente. El hecho de que desde un inicio las normales rurales fueran materialmente precarias, estuvieran asediadas por la derecha y dependieran para su supervivencia de que los estudiantes hicieran peticiones al Estado dejó sin aire las nociones liberales individualistas de que la educación es una tarea independiente y autosuficiente. La ideología insurgente también unió la escolarización a la acción, dando a los estudiantes la noción de que las condiciones del mundo pueden ser cambiadas. Este proceso animó la consciencia política no porque los estudiantes aprendieran una pedagogía crítica que aplicaran después como maestros, sino porque empezaron a entender sus escuelas mismas como históricamente constituidas a través de relaciones sociales de poder.
La cuestión de la consciencia —el conocimiento de la realidad material propia que detona la acción— es un tema central en esta historia. Estudiosos de los movimientos obreros, agrarios, estudiantiles y guerrilleros han registrado desde hace tiempo la naturaleza multifacética, contingente y contradictoria de la consciencia crítica y de sus manifestaciones. La consciencia no está, como E. P. Thompson lo planteó con gran eco, atada a los ires y venires de la curva económica, sino a una acumulación de experiencias vividas. No es una característica estática o binaria que los sujetos poseen o no. La consciencia es un proceso con múltiples orígenes y expresiones, siempre dependiente de las particularidades del tiempo y el espacio. Finalmente, la consciencia es un proceso en constante evolución, pulido o transformado en el acto de la lucha y que en sí mismo genera nuevas posibilidades. Es por eso que la táctica, la retórica y las demandas de movimientos particulares cambian con el tiempo y por lo que el lenguaje radical revolucionario coexiste con estrategias aparentemente inocuas de “acercarse al pueblo”. En su retórica los actores históricos a menudo toman elementos del único discurso político disponible, inclusive si éste se origina en las élites. Otras veces el lenguaje de la lucha viene de ideas utópicas impulsadas por insurrecciones de los desposeídos, fueran fallidas o exitosas. Sin importar cuáles fueran sus manifestaciones, el contexto es clave para entender el rompecabezas de la acción colectiva.
Para los estudiantes indígenas y campesinos de este estudio ese contexto fue una red de normales rurales, escuelas que llegaron a albergar normas culturales politizadas y compartidas. Este mundo institucional determinó gran parte de su praxis, una condición que ayuda mucho a explicar por qué, después de la graduación, los caminos de maestros individuales se separaron tanto y por qué, para muchos, el ascenso social llegó a pesar más que la acción colectiva. Pero inclusive al interior de las escuelas el entorno politizado no significó que todos los estudiantes fueran actores militantes. De hecho, como ocurre históricamente, los implacables son una minoría y logran el cambio solamente cuando su mensaje resuena con un grupo más amplio y cuando este grupo más amplio está dispuesto a actuar. En las normales rurales los liderazgos estudiantiles politizados a través de la FECSM lograban la acción colectiva no porque prometieran la liberación, sino porque aseguraban las necesidades materiales básicas para la supervivencia y reproducción de sus instituciones. Claro, la FECSM sí articulaba principios radicales —los llamados al socialismo, por ejemplo— y acciones militantes organizadas, como las tomas de tierras junto con campesinos que proponían una restructuración fundamental de la sociedad y cultivaban alianzas para lograrla, pero para la mayoría de los normalistas esas lecciones servían como un marco para justificar y asegurar sus propios derechos: condiciones de vida adecuadas en sus internados, maestros competentes y materiales educativos suficientes, infraestructura pedagógica y recreativa y un empleo digno al graduarse. Para lograrlo, la FECSM constantemente convocaba huelgas. Puesto que su órgano representativo surgía de las normales rurales de todo el país, estas huelgas ocurrían a nivel nacional y forzaban a los escalafones más altos de la SEP a sentarse a la mesa de negociación.
La cultura politizada, que se hizo una característica muy duradera de las normales rurales, muestra hasta qué grado la lógica constitutiva de las escuelas —que destacaban al frente del mundo rural— contrastaba con las acciones del Estado que privilegiaba las ciudades. Sin capacidad ni voluntad de resolver esta contradicción, el gobierno propagó un discurso que estigmatizó estas escuelas y a sus estudiantes como a ningún otro, inclusive conforme los graduados de las normales rurales se convertían en dientes del engranaje del aparato de gobierno del partido oficial. En los años 1940 las autoridades revivieron el lenguaje reaccionario de los años 1930 que demonizaba el rol de los maestros como líderes comunitarios; en los años 1950 la prensa añadió el demonio rojo del ataque bolchevique y, en los años 1960, el de la subversión cubana, y la SEP remató insistiendo en que los malos maestros eran responsables de los fracasos educativos del país, especialmente de la terrible situación en el campo.
La lógica establecía una clara continuidad entre el retrato del joven campesino ingrato que en las normales rurales seguía desafiando al Estado en lugar de agradecer la oportunidad y los recursos para estudiar y el de los maestros que no acataban los llamados de la SEP al sacrificio e insistían en tener salarios más altos, mejores condiciones laborales y más prestaciones. La lucha misma de los maestros por la democracia sindical, que bajo el liderazgo de exalumnos de las normales rurales y con su participación vivió episodios especialmente fuertes a mediados de los años 1950 y luego de nuevo a finales de los años 1970, aportó una nueva capa con la que demonizarlos ante el público. Por una parte, el poderoso sindicato de maestros, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), cuya histórica lealtad al Estado consiguió concesiones laborales (a menudo dudosas) para controlar a su base y acarrear apoyo al PRI, se presentaba como prueba de la corrupción colectiva de los maestros. Por otra parte, cuando los maestros desafiaban las prácticas cupulares y el charrismo del SNTE haciendo huelgas por un sindicalismo independiente, se les estigmatizaba por poner sus intereses laborales por encima de las necesidades educativas de los niños.
Sin embargo, estigmatizar a las normales rurales y culpar a los maestros por los bajos niveles educativos en México oculta hasta qué grado el sistema escolar mismo reflejaba una desigualdad estructural que a partir de 1940 se hizo cada vez más aguda y era impulsada por tres políticas que marcaron la mayor parte del siglo XX. Primero —y en contraste con Cárdenas, que en los años 1930 trató a la educación rural como elemento fundamental del desarrollo comunitario, que incluía redistribución de tierras, apoyo al ejido y establecimiento de cooperativas—, los gobiernos siguientes veían la escolarización como un tema aparte. Después de 1940 la SEP siguió construyendo escuelas por todo el país, a menudo a pasos acelerados. La SEP también capacitó a un número creciente de maestros para poblar esas nuevas aulas, pero un maestro rural podía poco contra las fuerzas más amplias del hambre, la falta de infraestructura y familias que no podían mandar a los niños a la escuela porque la supervivencia económica inmediata dependía del trabajo de todos en el hogar. Las apabullantes tasas de deserción escolar en primaria son una de las herencias de estas dinámicas más amplias. El ausentismo de los maestros es otra. Enviados a comunidades remotas, los educadores se vieron a sí mismos en una situación que era equivalente al exilio. Las condiciones de vida en el medio rural no correspondían con el ascenso social que su educación les había prometido. Sus sueldos mismos podían tardar hasta un año en llegar. Más aún, su nivel salarial se determinaba con una escala menor que la de los maestros urbanos. En esta situación los llamados de la SEP a la labor misionera y a sacrificarse sonaban huecos. Los maestros consistentemente buscaban que los transfirieran a áreas urbanas donde tendrían mejores salarios y condiciones laborales y donde podrían buscar capacitaciones para ascender a puestos en escuelas secundarias o como directores, burócratas de la SEP o inspectores regionales.
Una segunda dinámica, la política del Estado para el campo, agravó este proceso, pues bloqueó los esfuerzos de aquellos maestros dispuestos a enfrentar condiciones adversas. Después de 1940 no hubo ningún tipo de estrategia deliberada ni sostenida para desarrollar una infraestructura social en el campo. De hecho, en cada oportunidad el Estado minó la capacidad básica de los campesinos para vivir de la tierra. No solamente se ralentizó la reforma agraria después de Cárdenas, sino que los presidentes Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y Miguel Alemán (1946-1952) relajaron las leyes diseñadas para prevenir la concentración de tierras al expandir los límites de expropiación para el cultivo de productos de exportación. A través de insumos a la producción subsidiados y de proyectos de infraestructura, el estado fortaleció a los agroindustriales para establecer su dominio en el campo, gran parte de ellos orientados hacia los mercados estadounidenses. La Revolución Verde de 1941, patrocinada por Rockefeller, también concentró su ayuda en las fincas de gran escala. Los campesinos de ninguna forma podían competir con una industria mecanizada cuyas semillas de alta productividad dependían de una irrigación continua y de altos niveles de fertilizantes y de pesticidas químicos cuyos costos patrocinaban tanto el sector público como el privado. El programa Bracero entre México y Estados Unidos de 1942 a 1964, que envió a cientos de trabajadores al norte, y el Programa de Industrialización Fronteriza de 1965, que llevaron a la proliferación de maquiladoras, ofrecían empleos a los migrantes rurales con sueldos generalmente superiores a los ingresos que podían obtener cultivando sus propias tierras. Estas oportunidades, sin embargo, no abonaron en nada a la infraestructura social del desarrollo rural. Al contrario, en tanto esas oportunidades ayudaban a que los trabajadores ofrecieran un mejor futuro a sus hijos, ese futuro estaba basado en una educación en las ciudades. Para los años 1960 México pasó de ser una nación predominantemente rural a ser predominantemente urbano, una tendencia que se mantuvo durante todo el siglo. El apoyo material a los maestros rurales y a sus escuelas, en tanto espacios para la promoción del desarrollo comunitario, estuvieron por largo tiempo abandonadas, aunque no así la retórica al respecto. La SEP siguió invocando un sentido de deber misionero por el cual ellos debían soportar la pobreza rural y el aislamiento por el bien de la nación. Estos llamados podrían haber tenido alguna resonancia si hubieran sido parte de un esfuerzo nacional en el que el sacrificio compartido produjera un bienestar colectivo más igualitario, pero el Estado hacía estos llamados en un momento de prosperidad desenfrenada, cuyos frutos acentuaron la desigualdad y se basaban en una transferencia de riqueza del campo a la ciudad.
Finalmente, el gasto educativo en México en sí mismo operaba bajo una lógica paliativa más que transformadora. El Estado amplió las oportunidades educativas sin implementar una reforma estructural consistentemente demandada por los movimientos campesino, laboral, estudiantil e indígena. La educación pública compensaba la falta de otros beneficios —salud, seguridad social, vivienda adecuada, empleo estable, salario digno— que las mayorías del país nunca disfrutarían. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX el gasto en educación subió y bajó dependiendo de quién ocupara la presidencia, pero cuando aumentaba eso no mejoraba su calidad ni ofrecía un acceso más equitativo. Tampoco se correspondió siempre con una movilidad social intergeneracional. Entretejida con esta dinámica estaba la naturaleza del PRI, cuyo poder y lógica organizativa venían de una estructura corporativa que se apoyaba en las redes sindicales afiliadas al estado. El sindicato oficial de maestros, el SNTE, era el más grande de México (y de América Latina). Además de los maestros incluía a los técnicos escolares, el personal manual y de oficina y los puestos no administrativos lo mismo que a trabajadores administrativos de la SEP y empleados académicos y no académicos de institutos, centros de investigación y museos. Su liderazgo —infamemente corrupto y cuyos secretarios generales navegaban sin preocupaciones los pasillos del poder— a menudo usaba al SNTE como trampolín hacia puestos políticos, apoyando al PRI a cambio de concesiones para sus miembros. Estas concesiones eran, de nuevo, paliativas, traduciéndose en mayores oportunidades para el ascenso social individual más que en mejoras colectivas materiales, mucho menos en democracia sindical. Ya tomando en cuenta la inflación, por ejemplo, el sueldo de los maestros no alcanzó sus niveles de 1921 hasta principios de los años 1960, durante los tiempos cruciales de la expansión educativa, lo que permitió al Estado contratar a tres maestros por el precio de uno. En vez de aumentos y otros beneficios exigidos por los maestros disidentes en los años 1950, la SEP ofrecía oportunidades para el desarrollo profesional que correspondían a una paga individual basada en el mérito. La participación del SNTE en cuestiones académicas —tan mal vista por los tecnócratas como un estorbo a la eficiencia educativa— iba de la mano de esta dinámica. El SNTE garantizaba, guiaba y dirigía las oportunidades para el ascenso social para controlar a sus bases. Estas oportunidades, sin embargo, estaban en las ciudades, en gran medida porque ahí estaban las instituciones certificadoras, pero, más importante aún, porque ahí estaban los empleos mejor pagados.
Es en el marco de estas tres dinámicas estructurales —la construcción de escuelas sin desarrollo rural, el apoyo a la agroindustria a costa de la economía campesina y la lógica corporativista del gasto educativo— que debemos entender a las normales rurales y su cuerpo estudiantil consistentemente politizado. La economía política del México que se urbanizaba etiquetó a las normales rurales como reliquias del pasado, inclusive cuando ofrecían oportunidades cruciales para que los estudiantes navegaran las contradicciones del desarrollo nacional. Para tener esa oportunidad los estudiantes debían luchar: debían luchar para asegurarse recursos materiales, para asegurar que las escuelas rurales siguieran siendo escuelas para los pobres y para prevenir la reducción de plazas para los estudiantes entrantes. Lejos de ser algo estático, sus marcos de lucha cambiaban con cada década que pasaba y adquirían nuevas dimensiones arraigadas en la Revolución mexicana y en los cambios estructurales realizados por Cárdenas, impulsados por las batallas subsecuentes por preservar los elementos populares de la Constitución de 1917, recibiendo nuevo ímpetu de los ideales antiimperialistas y socialistas de los años 1960 y comprometidos con las luchas guerrilleras de los años 1970.
El sistema educativo mexicano de los años 1920 y 1930 goza de una robusta tradición de estudios. Para las décadas siguientes, sin embargo, los historiadores han concentrado su atención en las protestas estudiantiles más que en la política educativa o en las escuelas en tanto instituciones. La relación entre estas dos sigue, en gran medida, sin ser examinada: una laguna que este trabajo busca llenar. Guían este libro las preguntas sobre cómo las normales rurales se convirtieron en repositorios de consciencia y militancia, cómo este espíritu se reprodujo y cómo sobrevivió a abrumadoras transformaciones. Para responderlas me centro en la experiencia de los estudiantes indígenas y campesinos que participaron en las movilizaciones escolares, se comprometieron con la lucha popular y perpetuaron una tradición de militancia. Su experiencia, a su vez, la contextualizo en el marco de las fuerzas más amplias que condicionaron su visión y sus acciones. Esta historia comienza con la consolidación del Estado revolucionario en los años 1920 y 1930, sigue con el milagro mexicano de 1940 a 1968 y nos lleva a través de los grupos guerrilleros de los años 1970 —tres periodos que los historiadores tienden a tratar por separado—. Concentrándose en el campo o en la Ciudad de México y tratando alternativamente a campesinos, estudiantes, trabajadores o la clase media, historias recientes han develado la protesta multifacética y la represión estatal que acompañaron la traición de las reformas sociales de la Revolución. Buscando expandir estas divisiones geográficas, temporales y sociales, asumo una perspectiva de longue durée que es nacional en alcance y que examina sujetos cuya identidad cambiante —de campesino a estudiante a maestro— desafía las categorizaciones claras. Así, Lecciones inesperadas de la Revolución responde a las siguientes preguntas clave, planteadas, pero aún no respondidas, en esta literatura reciente.
Primero, si bien el trabajo académico reciente sobre el desasosiego popular ha revelado que la pax priista de 1940 a 1968 es un mito, los efectos de esas luchas son todavía inciertos. Puesto de otra forma, ¿cuál es la relación entre las protestas que, como ahora sabemos, marcaron al milagro mexicano y las instituciones que debían hacer realidad las reformas sociales de la Revolución? Para responder esta pregunta, este estudio considera el siglo XX del México revolucionario como un periodo histórico distinto. De forma algo atrevida, los historiadores Greg Grandin y Gilbert Joseph han propuesto un marco temporal de una Guerra Fría larga que se extiende, en palabras de Joseph, “desde la Revolución mexicana, la primera gran revolución social del siglo XX”, y que en ciertos aspectos “no ha terminado aún”. Esta nueva historiografía de la Guerra Fría entiende la politización de América Latina no como el resultado de la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino como algo que emergió de dinámicas históricas locales en diálogo con eventos globales. La Revolución de 1910 inauguró la transición de América Latina desde el liberalismo autoritario del siglo XIX al nacionalismo revolucionario, conforme las luchas populares por toda la región desafiaron a los oligarcas terratenientes, sus instituciones excluyentes y las jerarquías raciales que estructuraban la dominación social. Ninguna institución representa mejor la visión incluyente del nacionalismo que las normales rurales de México, internados que capacitaron a los agentes de la consolidación del Estado mientras llevaban educación a los hijos de la población indígena y campesina históricamente subyugada. Esta visión, en teoría incluyente, albergaba serias contradicciones, específicamente el marco de asimilación del mestizaje en el que se basaba. Cómo los estudiantes indígenas navegaban un sistema que exigía que desecharan sus lenguas, tradiciones y visiones del mundo y las propuestas educativas alternativas que las mismas comunidades indígenas harían a finales del siglo, revela la naturaleza del proceso educativo y las diferentes visiones surgidas desde arriba y desde abajo.
En segundo lugar, una historia de las normales rurales ofrece una oportunidad única para explorar la cuestión de la concientización política y examinar su naturaleza expansiva al interior de un grupo cuya identidad abrevaba de los mundos agrario, estudiantil y laboral. Marcadamente únicas en su evolución, prácticas estudiantiles y prácticas institucionales, las normales rurales despliegan el destino de los principios fundamentales izquierdistas en un paisaje nacional cambiante. Concebidas en un primer momento como una manera de formar maestros campesinos y pronto ampliadas dentro de la lógica de la educación socialista, las normales rurales soportaron la respuesta reaccionaria, sobrevivieron a pesar del desdén del Estado, albergaron a maestros y estudiantes devenidos guerrilleros y persistieron en su retórica marxista-leninista inclusive cuando muchos en la izquierda abandonaron ese lenguaje en los años 1990. Sus orígenes en un periodo particularmente radical de la consolidación del Estado revolucionario, su estatus casi mítico en la narrativa oficial sobre la Revolución y el papel de la FECSM al interior y a través de estas escuelas hicieron de la justicia social tanto un marco efectivo como uno atractivo con el cual conseguir apoyo material. Ideología y praxis, lo colectivo y lo individual, los intereses materiales y las ideas radicales constituyeron una dialéctica en evolución constante. Si bien las normales albergaban toda una gama de tipos de estudiantes —desde militantes a reformistas, indiferentes o conservadores—, todos debían lidiar con un universo institucional politizado, guiado y hecho valer por la asociación estudiantil. Para aquellos que eligieron el activismo, el camino a la politización empezaba con una tarea más bien modesta: las exigencias por mejores alimentos, dormitorios y recursos pedagógicos. Para muchos ahí terminaba, pero para muchos otros la noción de que los campesinos tenían derecho a una educación se fusionaba con memorias más antiguas de explotación ancestral, luchas agrarias concurrentes, movilizaciones estudiantiles, movimientos magisteriales y nociones antiimperialistas que produjeron una consciencia militante para cuya contención el Estado batalló.
Finalmente, Lecciones inesperadas de la Revolución amplía una conversación transnacional para actores e instituciones radicales al interior de sistemas autoritarios. Si las nociones previas de la pax priista produjeron ideas sobre México como un caso excepcional, los debates recientes, en cambio, caracterizan los 71 años de gobiernos priistas como una dictadurao una dictablanda. El primer término remarca la coerción del Estado, su violencia física y simbólica y un aparato represivo cambiante. El segundo, en contraste, pone el énfasis en el control político laxo, una “hegemonía cultivada pero delgada” y una habilidad desigual para cooptar, y señala el proceso irregular de dominación del Estado por parte del PRI, en el que la represión era limitada, controlada y oculta. Pienso que este debate plantea una falsa dicotomía sobre un régimen que era empecinadamente represivo y notablemente flexible. Al presentar el autoritarismo mexicano como algo blando se corre el riesgo de minimizar su represión, como mantienen los proponentes de la visión dictatorial. Sin embargo, poner un énfasis excesivo en su parecido con otras dictaduras latinoamericanas minimiza la importancia fundamental de la Revolución de 1910 como alzamiento social. El punto hasta el cual el PRI era más comedido en su represión debe mucho a la revolución popular que rompió el triunvirato de la iglesia, la oligarquía y el ejército que en el cono sur estructuró el terror de Estado. Más útil para hacer comparaciones internacionales es entender la Guerra Fría como una contrarrevolución, un proceso que fue duro y blando, en el que el anticomunismo sirvió para atenuar las nociones de la vieja izquierda sobre la democracia que vinculaba los derechos políticos y económicos, tanto como para imbricar al poder de las élites con tradiciones conservadoras más amplias, como la ansiedad por el estatus, el racismo y el miedo a la relajación de las costumbres sociales. En este contexto, los normalistas rurales aprovecharon los principios inherentes a la primera gran revolución social del siglo XX para defender sus escuelas, un proceso que los llevó a cuestionar las estructuras socioeconómicas del capitalismo. La consciencia política que adquirieron en el curso de su lucha se articuló cada vez más a través de marcos ideológicos y subjetivos más amplios, vinculados a batallas nacionales e internacionales en el siglo de la revolución de América Latina.
En este sentido, y a contrapelo de las interpretaciones del PRI como un centro político exitoso que supervisaba una sociedad en gran medida privada de la politización de la Guerra Fría, Lecciones inesperadas de la Revolución muestra cómo el centro político estaba él mismo constituido a través de la violencia y la cooptación. Una y otra vez las élites usaron los discursos de la Guerra Fría sobre la contención de los comunistas, los agitadores extranjeros y actores que querían manchar la imagen del país para combatir a sectores populares que peleaban por sus derechos constitucionales. Fue un proceso contrarrevolucionario que buscó romper el vínculo entre los derechos políticos y económicos impulsados por los elementos radicales de la insurrección de México de 1910. Si bien la estrategia priista de cooptación —de éxito probado— era por definición un método menos violento de supresión del disenso, su éxito dependía de la permanente amenaza de la violencia: la violencia de la macana o la violencia de la pobreza.
En este contexto de resistencia, represión y cooptación, ¿qué significa, entonces, contar la historia de las normales rurales desde la perspectiva de los actores radicales? ¿Por qué no concentrarse en los exalumnos conservadores, quietos, oficialistas o corruptos, los que ayudaron a dar forma al sistema político y económico dominante, más que en los que lo desafiaron? O, de hecho, ¿por qué no dedicar igual tiempo a ambos? Esta última posición es atractiva especialmente para quienes conciben la investigación histórica como una misión para encontrar un equilibrio entre todas las perspectivas, una tarea en la que el historiador es un agente libre “que flota sobre las cosas, tomando notas con ecuanimidad”. La pregunta sobre la objetividad ha sido ella misma objeto de examen histórico, revelando el punto hasta el que sus proponentes han sido los grupos dominantes en el centro y quienes la desafían ocupan los márgenes del statu quo. Sin ceder al relativismo histórico, es imperativo cuestionar el poder de los discursos dominantes y el punto hasta el que estos actúan para silenciar el pasado, por usar el conmovedor marco de Michel-Rolph Trouillot sobre el poder y la producción de la historia. Una forma de silenciar el pasado es borrar las posibilidades radicales presentadas por las luchas de los desposeídos. Otra es atenuar esas posibilidades ubicándolas en igual nivel que las tareas alineadas con el statu quo. Finalmente, está la tentación de evaluar a los actores radicales según el éxito de su lucha, perspectiva que, como lo ha expresado Robin Kelley, los ubicaría a todos como fracasos “porque las relaciones básicas de poder que buscaron cambiar siguen en gran medida intactas”. Más que ver esta evaluación como algo fatalista, sin embargo, Kelley nos recuerda que son precisamente esas visiones alternativas las que llevan a nuevas generaciones a la lucha.
Por estas razones he decidido privilegiar las voces de los normalistas radicales: las formas en que enfrentaron y crearon su mundo institucional; los debates, estrategias y contradicciones que encontraron; sus interacciones y confrontaciones con quienes ocupaban las sedes del poder, y la inspiración que tomaron de luchas locales, nacionales e internacionales. Dentro de las fuerzas capitalistas que estructuraron la economía política de la educación estas dinámicas dieron forma a su historia. El desasosiego de los estudiantes campesinos creó una cultura institucional que disminuyó el paso de la erosión de los derechos revolucionarios, despertó una forma expansiva de consciencia y sigue revelando el proceso contrarrevolucionario que resultó en la imposición del neoliberalismo. Esta perspectiva, la de su lucha, pone en alto relieve las relaciones de poder que crearon el pasado y produjeron el presente, desinflando el discurso dominante que ve en los maestros sobre todo un reflejo del liderazgo oficialista.
La historia que sigue se nutre de siete diferentes cuerpos documentales, incluyendo documentos de inteligencia que fueron desclasificados en 2002. Dentro de esta colección abundan los reportes de la secretaría de Gobernación sobre las normales rurales, en algunas instancias producidos diariamente, y se concentran sobre todo en la actividad política estudiantil. Su contenido ofrece una cronología esencial, cifras e información sobre cómo el gobierno veía estas escuelas y su estrategia hacia ellas. Mis demás cuerpos documentales incluyen reportes de prensa, archivos del Departamento de Estado de Estados Unidos, documentos de la SEP, archivos locales de las escuelas, memorias publicadas y más de cincuenta historias orales que realicé. Los documentos de la SEP son amplios y ofrecen material adicional sobre contexto, política y visión del Estado. Si bien las colecciones del Archivo Histórico de la Secretaría de Educación Pública son vastas, pocas van más allá de 1940, especialmente sobre las normales. Para llenar ese hueco viajé a normales rurales por todo el país, trabajando con el puñado de escuelas que tenían archivos disponibles. Distintas en su cantidad, organización y accesibilidad, estas colecciones albergan toda una gama de directivas nacionales, planes de estudio, correspondencia institucional, archivos de estudiantes, reportes de reuniones y peticiones que ayudaron a llenar el vacío posterior a 1940 en el Archivo Histórico de la SEP. A pesar de mi tiempo en escuelas individuales y del hecho de que algunas normales rurales —Salaices y Saucillo, en el norte; Ayotzinapa y Amilcingo, en el sur costero y central, y Tamazulapan y Mactumactzá, en el sur indígena— ocupan por momentos lugares prominentes en este trabajo, la historia contada aquí es nacional y pone el sistema de normales rurales, sus redes estudiantiles y la política federal por encima de las microhistorias de escuelas individuales.
Estas fuentes documentales ayudan a contextualizar y complementan las historias orales en las que también se basa este libro. Reunidas a partir de 2006 y por más de una década después de eso, incluyen a normalistas de todo el país. Los entrevistados para este trabajo pertenecen desde a generaciones que estudiaron en los años 1930 a quienes se graduaron tan recientemente como 2019. Trabajar con historias orales requiere, como escribió Alessandro Portelli, operar en niveles diferentes: reconstruir el pasado, analizar cómo son narrados los eventos y “conectar lo que sabemos sobre los hechos con lo que sabemos sobre las narrativas”. Mientras que la documentación escrita también exige contexto y atención a la estructura narrativa, la historia oral tiene una complejidad añadida, puesto que está mediada por la memoria. “Menos sobre los eventos y más sobre su significado”, los testimonios orales son por tanto intrínsecamente diferentes de los documentos escritos y útiles por sí mismos. Retomados décadas más tarde, los relatos de los normalistas son a menudo contradictorios, parciales y, por lo general, romantizados. Si se las convierte en categorías analíticas, sin embargo, estas aparentes limitaciones pueden ayudar a descifrar el significado que los estudiantes dieron a experiencias particulares. En un trabajo como éste, que se ocupa de la consciencia política —en sí misma expansiva, contradictoria y contingente—, las reflexiones de los estudiantes ofrecen una forma esencial de entender las relaciones de los estudiantes con el cuerpo estudiantil, las normas institucionales, los marcos cambiantes de la justicia social y la política educativa nacional.
La participación política tiende a jugar un rol desproporcionado en los relatos de los estudiantes sobre la vida en las normales. Esta cualidad narrativa refleja una realidad objetiva: el encuentro obligatorio con la FECSM, la organización estudiantil cuyo control sobre la vida en los dormitorios implicaba que los estudiantes confrontaban un mundo politizado desde el momento en que llegaban a la normal. Llegando en un punto turbulento de la vida de los jóvenes —viviendo lejos de casa por vez primera, aprendiendo a vivir como parte de un colectivo y preparándose para sacar el máximo provecho de esta oportunidad de estudiar—, la experiencia fascinaba a muchos. Otros la tomaban simplemente como otro componente de su educación —la variante particular de la cultura de los dormitorios— y por tanto hablan de las asambleas de la FECSM, las huelgas escolares y las marchas estudiantiles de la forma más natural. Para otros más, estas prácticas, la formación ideológica y las habilidades de hablar en público y de organizar se convirtieron en una caja de herramientas y una fuente de conocimientos desplegadas años después ya fuera en el salón, en grupos políticos disidentes o inclusive en círculos gubernamentales.
Una visión elocuente del mundo politizado la dio una normalista que se oponía a él. Graduada en 1987 en la normal rural de Panotla, en Tlaxcala, y directora de la escuela cuando la entrevisté en 2012, Victoria Ramírez contó su propia experiencia como estudiante:
Lo más difícil no fue tanto la separación en el caso de la familia —que sí fue fuerte—; lo más difícil fue cuando yo vi que había un comité estudiantil y que se va a hacer paro y que vamos a secuestrar autobuses y que el director de la escuela y los maestros valían un cacahuate. (…) Venía yo de un hogar en donde, pues, el autoritarismo era fuerte, en donde se tenía que obedecer al papá y a la mamá; de una escuela en donde también había reglas y estaba el director y el maestro al que había que obedecer, y llegar a lo que yo le llamaba una impunidad total de las alumnas, no podía yo entenderlo.
Contaba estos eventos 25 años después, cuando ella misma no podía entrar al campus pues los estudiantes habían cerrado la escuela para montar una huelga, y Ramírez afirmaba que entonces, como ahora, los estudiantes tenían que participar en ese tipo de movilizaciones. Los apasionados debates sobre las acciones y estrategias que otros recuerdan como parte del proceso colectivo de toma de decisiones no forman parte de su relato. Con todo, cuando le pregunté lo que pensaban sus padres de su participación, su discurso convergió con los del otro lado del espectro:
Pues es ese sentido de justicia también. Aun cuando decían que estaba yo en peligro y les decían a las del comité que si algo me pasaba estaba sobre su cabeza, pues no me sacaron. No me dijeron ‘vente’, aunque llegó el momento en que mi papá sí me dijo: ‘vente, ya salte’. Y yo, pues, ¿a dónde me salgo? Tengo que aguantar. Es un reto para mí. Pero también es ese sentido de justicia. Sí, tienen razón las normalistas. Es lo mismo que ahora dicen los papás también: ‘Pues sí, el gobierno no les quiere dar; las tienen muertas de hambre.’ (…) Pues así mis papás.
En parte protegiéndola, en parte apoyando las peticiones normalistas, los padres de Ramírez la acompañaban en las marchas, en movilizaciones en la Ciudad de México y en congresos en otras normales. Si bien desdeñaba la acción colectiva —los estudiantes deberían reunirse según las preferencias individuales, remarcó Ramírez—, su relato subraya una dinámica clave en el centro de este estudio: cómo la precariedad de las normales rurales como instituciones y la falta de otras opciones educativas en el campo hacen de las movilizaciones estudiantiles ahí una necesidad.
La historia que sigue es en gran medida cronológica. El capítulo 1 plantea el escenario al explorar a los arquitectos de la educación mexicana a principios del siglo XX, sus nuevos enfoques pedagógicos en la estela de la Revolución y su lugar en un contexto transnacional más amplio de formación del Estado. También presenta una visión panorámica de las normales rurales, su estructura cambiante y su lugar único al interior del sistema de capacitación magisterial de México más ampliamente. El capítulo 2 se adentra en la historia temprana de las normales rurales en los años 1920 y en su consolidación bajo principios radicales cardenistas en los años 1930. Muestra cómo la educación socialista tuvo un efecto duradero sobre la cultura institucional cuyos hábitos conservó y reprodujo la FECSM, poniendo el escenario para la duradera cultura politizada de estas escuelas.
El capítulo 3 empieza en 1940, cuando los regímenes postcardenistas viraron a la derecha en la política estatal. En este contexto, el número de normales rurales se redujo casi a la mitad y las nuevas reformas educativas pusieron fin a la pedagogía socialista y a la coeducación, disminuyeron la autonomía escolar y remplazaron los anteriores llamados por la justicia social con llamados a la unidad nacional. Muy importante fue que la Guerra Fría daría a la derecha nuevas herramientas con las que demonizar a los maestros activistas, un contexto que estableció a las normales rurales como bastiones de la Revolución.
Para finales de los años 1950, dos décadas de abandono de los campesinos habían producido una nación cada vez más urbanizada, concentrando a los maestros en las ciudades mientras que donde más se los necesitaba era en el campo. El capítulo 4 asume una perspectiva panorámica y, a través de la educación, analiza a los diferentes sectores en competencia por definir el rumbo de la Revolución. Reticente a atender las necesidades educativas a través de las reformas estructurales —como exigían los normalistas—, el Estado redobló su llamado al deber misionero de los maestros y a su sacrificio personal. Los normalistas y maestros se defendieron y el Estado respondió pintándolos como subversivos peligrosos. Al mismo tiempo, los propios esfuerzos del gobierno por expandir la educación primaria dieron bríos a viejos enemigos —específicamente la iglesia católica y los poderosos grupos empresariales—, que aprovecharon el pánico de la Revolución cubana de 1959 en un esfuerzo por echar para atrás los límites anteriores a la educación privada y religiosa.
Durante los años 1960 emergieron nuevos repertorios de lucha en las normales rurales. Esa década, que cristalizó la asociación entre estas instituciones y la protesta radical de sus estudiantes, es objeto de los capítulos 5 y 6. Para esta dinámica fueron clave las ocupaciones de tierras de maestros, estudiantes y campesinos en el norte de México, que pronto abrieron paso a un grupo guerrillero regional en el estado de Chihuahua. El capítulo 5 examina la naturaleza de la participación de los normalistas rurales en la lucha agraria de ese estado para resaltar cómo las protestas estudiantiles caracterizaron a la periferia mexicana antes del tan reconocido movimiento de 1968 en la capital. Muestra cómo el trasfondo rural de los normalistas los marcó de formas únicas, conforme bebían de dos categorías políticamente ricas: la del campesino con hondas raíces en la Revolución mexicana y la del estudiante, que durante los años 1960 adquirió un significado tan cargado. El capítulo 6 sigue esta dinámica a nivel nacional a través de las huelgas que lideró la FECSM. Analizando la naturaleza de las exigencias normalistas y la experiencia de aquellos que participaron en la lucha muestro cómo sus movilizaciones presentaban elementos de las políticas de la vieja y de la nueva izquierda.
El capítulo 7 explora el esfuerzo del estado por contener la organización rural normalista, con especial atención a la reforma de la SEP de 1969 que redujo las normales rurales del país de 29 a quince, disolvió la FECSM e implementó medidas disciplinarias draconianas sin precedentes en las escuelas restantes. Dado este duro golpe al poder estudiantil, el capítulo 8 rastrea los esfuerzos normalistas por recuperarse y reconstituir la FECSM. Muestra cómo la organización estudiantil se volvió más militante, pero también más fracturada. La apertura democrática del presidente Luis Echeverría (1970-1976) ofreció un espacio para que los normalistas se reagruparan. En este contexto, los normalistas —junto con los activistas campesinos— lograron la creación de una nueva normal rural en el estado de Morelos, pero en los años 1970 también vieron la proliferación de grupos guerrilleros para los que la masacre de Tlatelolco de 1968 marcó la imposibilidad de trabajar desde dentro del sistema. Muchos normalistas rurales colaboraron con o se unieron a estos movimientos armados, una dinámica que cimentó su reputación radical, pero para el fin de la década la vigilancia del Estado, la infiltración y la demonización de las normales rurales marcó al sistema.
El epílogo narra el proceso de descentralización de la SEP, que, junto con las crisis económicas de los años 1980, pavimentó el camino para la restructuración cada vez más neoliberal de la educación. Lidia con los últimos cambios al sistema de normales rurales y otras reformas educativas en las tres décadas siguientes, cerrando con una discusión sobre algunos de los recientes episodios de protestas y represión normalista.
Tres años antes de que los 43 desaparecidos se convirtieran en un símbolo mundial de la violencia del Estado y del narcotráfico, la policía mató a dos estudiantes de Ayotzinapa que, junto con sus compañeros, habían bloqueado la autopista México-Acapulco en diciembre de 2011. Los normalistas protestaban contra las negativas del gobernador de Guerrero a sus negociaciones anuales sobre los recursos de las escuelas. Los asesinatos sacudieron, pero no frenaron, a los estudiantes de Ayotzinapa, que cerraron su escuela en protesta y organizaron nuevas movilizaciones. Entre las mantas que prepararon las normalistas había una que mostraba las muertes de sus compañeros como parte de una larga historia de masacres campesinas. La imagen que dibujaron incluía varios cuerpos ensangrentados; además de los dos normalistas, los cuerpos representaban la masacre de Aguas Blancas de 1995, en la que la policía mató a 17 campesinos de camino a una manifestación, y la masacre de 1998 en El Charco, en la que los soldados mataron a once indígenas mixtecos que participaban en una asamblea comunitaria. La manta mostraba una silueta más, ésta con un signo de interrogación, una pregunta sobre el próximo escenario del terror de Estado.
Inclusive si este signo ilustraba hasta qué punto los estudiantes de Ayotzinapa se entienden como un grupo perseguido, probablemente nunca imaginaron la naturaleza ni la escala del ataque que ocurrió en Iguala la noche del 26 de septiembre y que detonó una condena nacional e internacional de largo alcance. Algunos de los sobrevivientes de ambos ataques sostuvieron que, si la policía hubiera investigado y castigado los asesinatos de 2011, los de 2014 quizá no hubieran ocurrido, o al menos no en forma tan cruda. Esta afirmación puede ser difícil de sostener, pero, junto con la manta de los estudiantes, refleja el agudo entendimiento de los normalistas sobre la larga relación entre protesta, violencia del Estado e impunidad. Ayotzinapa puso esta dinámica en plata para que la viera el mundo. Las movilizaciones que inspiró, a su vez, añadieron una nueva lección sobre resistencia a instituciones que, por un siglo, han hecho de la justicia para los campesinos un elemento constitutivo de su existencia.
*Lecciones inesperadas de la Revolución fue editado por La Cigarra, una casa independiente que ofrece libros que ayuden a construir un país y un mundo más libres, más justos, más alegres y más bellos. El libro se puede comprar directamente en su página web, con envíos a toda la república, en librerías El Péndulo y en librerías independientes de Volcana, en Santa María la Ribera a U-Tópicas en Coyoacán. Además, en Oaxaca se lo puede comprar en la Estación Morelos, en Morelos 1309, en el centro de Oaxaca capital.
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