26 noviembre, 2023
El 30 de agosto el pueblo de Amapa, ubicado al norte de Oaxaca cumplió 254 años de ser fundado como “pueblo de cimarrones libres”, vivió la fecha histórica carente de caminos, drenaje y sin ser reconocidos como comunidad afromestiza
Texto y fotos: Antonio Mundaca
Ilustración: Brunof
AMAPA, OAXACA.- Amapa, el primer pueblo que se liberó de la esclavitud española en el estado de Oaxaca, cumplió 254 años de fundación el 30 de agosto pasado y no tuvo celebraciones. El gobierno de Tuxtepec les negó el recurso para una fiesta patronal modesta y que pudieran festejar dos siglos y medio de libertad como “República de Negros”, alegando que son épocas austeras para actos que tengan que ver con la cultura comunitaria.
Para los habitantes de la agencia municipal de Amapa, que reivindican su afrodescendencia, se trata de una nueva versión de la discriminación histórica. No hay celebración porque es un pueblo descendiente de negros cimarrones que llegaron a habitar los ríos oaxaqueños huyendo de trapiches ubicados en el Golfo de México, donde se dedicaban a desmenuzar la caña de azúcar, según el historiador Miguel del Corral.
Un pueblo de descendientes de negros insurgentes en una de las esquinas más lejanas del centro de Oaxaca, con tan sólo 284 habitantes, en una entidad que se autoadscribe como indígena, pero no negra.
Desde hace un año las autoridades locales solicitaron al Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI), su incorporación al catálogo nacional de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas para acceder a apoyos como minoría, pero también fueron excluidos.
“Si fuéramos mestizos indígenas, habría fiesta y huipiles y Guelaguetza, y todo eso que le gusta al gobierno allá en Oaxaca, pero acá siempre nos han dejado solos”, dice don Bertoldo Anzures, miembro de una de las familias más antiguas de la comunidad fronteriza con Veracruz.
Don Bertoldo Anzures platica conmigo afuera de su casa. Está sentado en un catre de yute, enfermo de sus piernas. El calor se eleva por encima de los 40 grados. A su lado está su hermana, y su hijo Antonio echa versadas sobre el Toro Zacamandú. En los bancos hay agua de limón preparada. Don Bertoldo Anzures recuerda que cuando era niño era habitual convivir con las costumbres negras, sobre todo en la comida: la malanga, el machuco en hoja verde, la yuca frita, el arroz y los tamales con plátano.
En sus 87 años de vida don Bertoldo vio cómo Amapa dejó de ser un centro comercial regional en la Cuenca del Papaloapan, y le cedió su lugar a Tierra Blanca, un municipio veracruzano que se encuentra a 24 kilómetros, y que fue beneficiado desde finales de los años treinta del siglo pasado, con la construcción de la carretera federal 145, el ferrocarril a Córdoba y el ingenio azucarero de Las Margaritas; industrias que recibieron el éxodo de oaxaqueños afromestizos que se fueron a trabajar hacia los llanos del Sotavento, dejando a Amapa como una comunidad casi desierta.
“Casi todos se fueron a Veracruz, a Soyaltepec, a Vicente Camalote en Acatlán, a trabajar en los ingenios, dejaron las casas desiertas, el gobierno de Oaxaca nunca ha enviado desarrollo para esta zona, nos volvimos un pueblo cañero por falta de gente para trabajar el ganado, ahora sólo se siembra caña y limonarias”, cuenta.
“Amapa es el pueblo más antiguo de Tuxtepec y nunca han reconocido su historia, debe ser porque aquí siempre hubo rebeldes, desde los negros que fundaron el pueblo, hasta en la revolución mexicana cuando había campamentos en Las Yaguas y Piedra Calá”, revela don Leonardo Cajina Osorio, que el 6 de noviembre cumplió 92 años y es nieto de Domingo Cajina, uno de los primeros pobladores de familias llegadas a mediados del siglo XIX de una exhacienda veracruzana conocida como La Estanzuela.
Don Leonardo Cajina tiene poco conocimiento de su raíz negra. Para él fue dado por hecho una familia de pelo rizado, facciones gruesas y una piel parda. Tres de sus cuatro hijos han migrado a otros lugares buscando oportunidades. También sus cuatro nietos se fueron a Tierra Blanca. Su familia ha rastreado su apellido en Nicaragua, en negros safardís que llegaron en algún momento a México, pero no saben de dónde y hoy viven en ciudades como Alvarado o Córdoba.
“Me gustaba andar en las bestias, jinetear 200 o 300 varas, también fui beisbolista”, le gusta platicar. Fue un deportista que vivió cuando Amapa eran casi todas casitas de palma hechas con pencas raspadas de hoja de plátano y su esposa majaba maíz en el mortero.
“Amapa se despobló primero en la Revolución, mi papá estuvo fuera 11 años, muchos no regresaron porque el gobierno a los rebeldes los cazaba, después lo que acabó con todo es que no había caminos, desde que yo era joven es más barato ir al puerto de Veracruz a comprar cosas, porque para Oaxaca no hay manera”, dice. La casa de don Leonardo Cajina está a 800 metros del río, un lindero con pochotas desde donde puede verse una línea fronteriza imaginaria.
Don Leonardo lamenta que la iglesia más vieja de la Cuenca oaxaqueña esté casi destruida. Él era no recuerda que el pueblo haya sido visitado por un obispo. Lamenta que el campanario, que decía su abuelo tenía badajos de plata, fuera saqueado y a pesar de que hace un año vino personal del INAH la iglesia aún no sea restaurada. Dice que el municipio no quiera componer el techo para las misas y la diócesis de Tuxtepec lleva décadas dejando que el edificio histórico se caiga.
Amapa es una pequeña península de montes verdes casi incomunicada. Únicamente dos de sus calles tienen drenaje. El agua potable la obtienen de un pozo profundo que el gobierno hizo hace 40 años. Según los registros del Inegi, el grado de escolaridad promedio es de sexto de primaria y sólo el 8 por ciento de sus habitantes hablan una lengua indígena, la mayoría de las casas no tienen línea telefónica ni internet.
La agencia municipal es un cascaron casi destruido con baños públicos con la fosa séptica abierta. Las dos maneras que tienen los habitantes para entrar o salir hacia Oaxaca, su propio estado, implica un gasto económico diario.
“El aislamiento ha propiciado la falta de progreso, la obra prioritaria municipal durante estos dos años era pavimentar 6 kilómetros para comunicar la agencia con otros pueblos vecinos, pero dejaron la obra en 2 kilómetros, diciéndonos lo mismo que para las fiestas patronales, que ya no hay recursos para terminarla”, sostuvo Alejandro Castillo, agente municipal.
Pero el aislamiento también se debe a que la salida a Tuxtepec para hacer el comercio lo hacen en una panga vieja que atraviesa desde hace décadas, el Río Tonto de forma manual. Una panga que a veces se descompone y los incomunica por la vía más rápida: cruzando el río acceden a caminos de tierra por donde llegan a la cabecera municipal en 40 minutos. “Llevamos años pidiéndole al gobierno un puente, en la panga gastamos 80 pesos diarios para transportar mercancía, sale más barato por la carretera federal, pero nos cuesta 48 pesos el pago de la caseta, aunque es casi una hora más de camino”, expuso la autoridad comunitaria.
La familia Anzures y la familia Cajina afirman que sus antepasados contaban que los pobladores de Amapa, eran descendientes de Gaspar Yanga, el libertador negro de San Lorenzo Cerralvo, un palenque que se volvió municipio veracruzano y abastecía de negros las haciendas españolas hasta que decidieron rebelarse en 1609.
Sin embargo, la fundación de Amapa, según el historiador tuxtepecano Tomás García Hernández, está más ligada a la antigua Hacienda de Nuestra Señora de la Concepción, donde 500 esclavos negros se revelaron y mataron a capataces y trabajadores. Huyeron a la sierra donde mantuvieron una resistencia de 30 años, robando ganado, asaltando caminos, luchando con tropas españolas cuando México todavía no era ni siquiera un país independiente, y tras años de guerra de guerrillas forzaron a la Corona a fundarles un pueblo al que llamaron Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa. Documentos históricos sostienen que la primera mayordoma fue “una negra libre por indulto real, natural del reino de guinea”.
Don Leonardo Cajina muestra la foto de su abuelo: un afromestizo sonriente y delgado como él. Don Alberto Anzures bebe sorbos de agua de limón, sudando copiosamente envuelto en el mundo que le dijeron sus abuelos. La leyenda del negro libertador parece extenderse en los pueblos de la frontera de Oaxaca y Veracruz como la ola de calor.
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