Alicia de los Ríos Merino, integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, fue desaparecida hace más de 43 años por los cuerpos de contrainsurgencia del Estado mexicano; su hija, que comparte nombre y apellido, ha comenzado a entrevistarse, en calidad de testigos, con algunos de los posibles perpetradores
Por Marcos Nucamendi / A dónde van los desaparecidos*
“¿Por qué se esconden?”, le pregunta Alicia de los Ríos a un hombre de edad avanzada, estatura y complexión regular, vestido con ropa deportiva. “Es que lo que nosotros hicimos es algo que no se va a entender, era seguridad nacional”, le contesta el exagente de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) que acudió a comparecer, el 22 de julio de 2021, por la desaparición forzada de su madre, hace más de 43 años.
Durante unas ocho horas, en las instalaciones de la Fiscalía General de la República (FGR), Alicia, sus dos abogados y una ministerio público excepcional —si se compara con el resto de agentes que han tomado el caso—, entrevistaron a una persona que formó parte del aparato represor del Estado mexicano durante los años de la contrainsurgencia. “Una cita impostergable con uno de los hombres que posiblemente se llevaron a mamá”, relata la propia Alicia en una carta dirigida a su “jefita”, quien el pasado 22 de septiembre cumpliría 69 años.
Una carta, dice en entrevista para este texto, escrita con la mente puesta en sus compañeros y compañeras que comparten su búsqueda, pero también en ella misma, en esa “Lichita” que pasó sus primeros años de vida imaginando que su madre —que fue detenida y se encontraba desaparecida— estaba estudiando en el extranjero, en esa niña que no sabía cómo controlar sus emociones y que —como lo narra en el documental No sucumbió la eternidad, dirigido por Daniela Rea— salvaba de la muerte hasta el insecto más pequeño: “Que llegue convertida en grillo, pero que llegue”, se repetía.
Ahora las cosas han cambiado para la abogada, historiadora e integrante del Comité de Madres de Desaparecidos Políticos de Chihuahua y Ciudad Juárez, que con el paso de las décadas se ha convertido en un comité de hijos e hijas. Conoce como la palma de su mano, los expedientes que el Estado produjo sobre su madre y otros combatientes desaparecidos; se ha sumergido en los archivos de la represión que, hasta el momento, han sido desclasificados, y se ha abocado a reconstruir parte de la historia del pasado reciente para entender el porqué de la insurgencia social de la segunda mitad del siglo XX.
Por eso cuando el exagente de la DFS —una entre tantas agencias del Estado que participaron de la política de contrainsurgencia—, sentado en una mesa redonda de la FGR, estalla defendiendo el honor de su institución, rechazando que se le quiera culpar “de todo”, Alicia tan sólo lanza una mirada cómplice a sus abogados. Saben que está mintiendo.
“¿Cómo no pensarlo?”, le alcanzó a decir durante la comparecencia, en alusión a los millones de informes producidos por su agencia; firmas y fichas que dan cuenta de detenciones, interrogatorios y ejecuciones.
Alicia de los Ríos (madre) fue detenida en la Ciudad de México el 5 de enero de 1978 por elementos de la Dirección de Investigación y Prevención de la Delincuencia (DIPD), y la Brigada Especial (creada ex profeso para combatir a la guerrilla). Herida de bala, tomó el teléfono en una vivienda cercana y se comunicó hasta Chihuahua segundos antes: “Habla Alicia. Me buscas. Ya llegaron por mí”, alcanzó a decirle a su hermana Martha. Alicia (hija) tenía 11 meses.
Su familia la buscó primero de manera aislada y posteriormente junto a “las doñas”, madres de otros guerrilleros y guerrilleras desaparecidas, también integrantes de la Liga Comunista 23 de septiembre. Sin embargo, fue hasta junio de 2002, ante la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), la “comisión” creada por Vicente Fox para esclarecer los crímenes de Estado cometidos durante el periodo de la “guerra sucia”, que Alicia (hija) —que tenía 25 años—, su tía Martha y su abuela Alicia Merino, acompañadas por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), iniciaron formalmente el proceso de denuncia.
Ya desde entonces era una prioridad el que se llamara a declarar a las personas cuyos nombres aparecían en los oficios recién desclasificados de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la policía política de aquellos años que también participó en el extenso circuito de la desaparición de su madre, pues no es imposible imaginar, dice Alicia (hija), que la información fluyera de manera incesante entre esta corporación y la Brigada Especial, que se componía, además, de elementos que provenían de la DIPD, la DFS, la Dirección General de Policía y Tránsito (DGPT), la Policía Judicial Federal (PJF) y las policías judiciales del Distrito Federal y del Estado de México, así como la Policía Militar y la Policía Judicial Federal Militar.
No dejaron de insistir en ello hasta que en 2006, la Femospp fue desmantelada por el gobierno que inauguró la transición política en México, habiendo judicializado apenas 14 averiguaciones previas por diversos delitos y obtenido una sola sentencia condenatoria. La denuncia penal, abierta originalmente por privación ilegal de la libertad, pasó directamente a la Coordinación General de Investigaciones de la entonces Procuraduría General de la República (PGR), que a la fecha conserva 245 averiguaciones previas abiertas por delitos cometidos contra 514 víctimas directas, la mayoría de ellas aún desaparecidas.
Tuvieron que pasar 19 años, decenas de agentes del Ministerio Público, cientos de diligencias, cuatro administraciones federales y la reclasificación del tipo penal de la causa —por desaparición forzada, a inicios de 2021—, para que finalmente uno de los posibles perpetradores saliera de las sombras.
El exagente con el que se entrevistó recientemente, cuenta Alicia (hija) en una versión previa de la carta publicada el 22 de septiembre, insistió en un primer momento —durante la comparecencia que quedó registrada— que poco o nada sabía de los horrores cometidos durante la “guerra sucia”, que su trabajo se limitaba a dar seguimiento a manifestaciones campesinas en el norte del país o a evitar motines contra el alza del precio de las tortillas, negando “de forma reiterada” las funciones ampliamente documentadas que llevó a cabo su corporación.
“Continúa pensándose patriota, ilocalizable, impune”, dice Alicia, quien aún en estas negativas identifica los rastros de los pactos de silencio y protección que han impedido que se esclarezca lo ocurrido. “A mis abogados y a mí nos llamó la atención que cuando mencionamos a los directores de la DFS —como Barrera, Nassar Haro y García Paniagua—, el testigo antepuso en todo momento el tratamiento diferencial de Don Luis, Don Miguel y Don Javier”.
A diferencia de otras averiguaciones previas en las que los presuntos responsables ofrecieron su testimonio —como las que se abrieron por la matanza del 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971, El Halconazo—, explica, la de su madre es la primera —de la «guerra sucia»— que consigue que se sienten frente a frente víctimas y victimarios. “Si llamaron a los perpetradores en esos casos, no estuvieron ni los representantes jurídicos ni los denunciantes, no como ahorita; en las comparecencias puedo estar yo y el Centro Prodh”, dice.
En esta averiguación previa, que da cuenta de unas 200 diligencias y del paso de nueve agentes del Ministerio Público, figuran documentos que identifican a integrantes de la Dirección Federal de Seguridad y de las Fuerzas Armadas, quienes podrían estar relacionados con su detención y posterior desaparición.
En ella se integraron oficios que confirman, por ejemplo, que el presidente Gustavo Díaz Ordaz mandó a crear una cárcel al interior del Campo Militar No. 1, que la DFS realizaba un seguimiento puntual de las actividades de la Liga Comunista 23 de Septiembre, que la Brigada Especial realizó diversas detenciones e interrogatorios a combatientes —no se menciona, pero se sabe que se realizaban bajo tortura física, sexual y psicológica—, que su madre fue detenida —en un informe que está firmado por Javier García Paniagua, entonces director de la DFS—, o que consignan las solicitudes hechas a diversas dependencias y gobiernos extranjeros para saber si tienen algún registro relevante.
A inicios de este año, con motivo del aniversario de la desaparición de Alicia (madre), su hija publicó una carta dirigida a los perpetradores. No sólo a los altos mandos que ordenaron desde sus oficinas la detención y desaparición forzada de miles de personas durante el periodo de contrainsurgencia, o a quienes participaron directamente en actos que hoy día se consideran de lesa humanidad; también a aquellos testigos que observaron, callaron y no se opusieron a lo que claramente era una respuesta desproporcionada en contra de hombres y mujeres que, asfixiados por el régimen, no tuvieron más remedio que radicalizarse.
“Sus padres, abuelos, tíos, esposos o vecinos también fueron colocados en las sombras de la historia por sus propios mandos superiores policiacos y militares. Algunos de ellos fueron borrados, pero no por completo, ni para siempre”.
Apelando a su buena voluntad, Alicia hizo igualmente un llamado a familiares, vecinos y compañeros de los agentes que formaban parte del circuito de la desaparición forzada; personas que en alguna ocasión notaron la sangre ajena que manchaba las ropas, zapatos o cabellos de sus conocidos, o ciertos comportamientos propios de la contrainsurgencia en los mismos (patrullajes en automóviles no oficiales, ingresos cotidianos a los cuarteles militares, viajes en aviones de la DFS o armas que nunca se despegaban de sus cuerpos).
“Dense y denos la oportunidad de quitarnos las sombras de encima”, les escribió pidiéndoles que le compartieran cualquier información, por anecdótica que fuera.
Alicia (madre) era parte de una generación que se formó políticamente al calor del movimiento estudiantil, no necesariamente homogéneo en todo el país, pero que sí veía con impotencia cómo se le iban cerrando los espacios. Más importante aún, cómo las fuerzas del Estado comenzaban a interpretar una simple huelga universitaria en Chihuahua o una elección disputada de la sociedad de alumnos en Jalisco, como una amenaza directa a su supervivencia.
La decisión de dejarlo todo —un hogar, una carrera— respondía entonces a una experiencia compartida y a una negación consciente del futuro que les ofrecía el régimen. Alicia (madre) es una de las fundadoras de la Liga Comunista 23 de Septiembre en Ciudad Juárez, en 1972, que en un primer momento se trataba más bien de una confederación de grupos regionales que se habían formado entre 1968 y 1971, y que a través del nombre escogido entablaba un diálogo histórico con el comando guerrillero que en 1965 asaltó el cuartel de Ciudad Madera, Chihuahua.
Esa primera generación, explica Alicia (hija), es la que tiene más sobrevivientes, ya sea porque fueron detenidos rápidamente, porque rectificaron al poco tiempo de haber ingresado o porque fueron deslindados de la organización por pugnas internas.
En este último grupo se encontraba su madre hasta que, en 1975, luego de un periodo de crisis que concluyó con la llegada de una nueva dirección a la Liga (la llamada Brigada Roja), es invitada nuevamente a formar parte de las acciones insurgentes. Su retorno queda sellado al integrarse al comando que liberó a seis guerrilleros presos en el penal de Oblatos, en Guadalajara, en enero de 1976. Entre los fugados se encontraba Enrique Pérez Mora “El Tenebras”, padre de Alicia (hija), quien sería asesinado en un enfrentamiento meses más tarde.
Alicia (madre), la única mujer con un mando militar dentro de la Liga, participaría en otras acciones, incluyendo el intento de secuestro de la hermana del presidente en turno, Margarita López Portillo. De ahí que para su hija sea muy claro que su perfil le ponía prácticamente una cruz en la frente: “Nunca he puesto en duda por qué se los llevaron o ejecutaron [a su madre y a su padre], pero no voy a dejar de insistir en que eso no se debió hacer con ellos. Si se les consideraba unos transgresores, justo tendría ese Estado autoritario —contra el que pelearon— haberlos puesto a disposición de las autoridades. Y no legalizar cuerpos de contrainsurgencia [que buscaban eliminarlos]”.
De acuerdo con testimonios de tres de sus compañeros sobrevivientes, Mario Álvaro Cartagena El Guaymas —fallecido hace apenas dos meses—, Amanda Arciniega y Alfredo Medina Vizcaíno, Alicia (madre) fue vista, entre abril de 1978 y 1980, en el Campo Militar No. 1 de la Ciudad de México, y en la Base Área Militar Pie de la Cuesta, en el estado de Guerrero, lugar de donde salían los llamados “vuelos de la muerte” (vuelos para tirar al mar a personas desaparecidas).
Gracias a estos testigos y a una semblanza escrita por Alicia (hija) tras la muerte de El Guaymas, gran amigo de ella y de su madre, es posible entrar por un momento al Campo Militar No. 1, el centro clandestino de detención más importante del país hasta mediados de los años ochenta.
Ella cuenta que El Guaymas, sacado de la Cruz Roja a punto de ser intervenido por las heridas de bala recibidas en brazos, piernas y estómago, fue llevado a este lugar por la Brigada Especial, en donde fue torturado y en donde perdería la pierna izquierda al no ser atendido. “En medio del infierno, un día llevaron a su celda a mi mamá, a quien obligaron a que confirmara que el detenido que tenía enfrente era su compañero”. Con la mirada, dice Alicia (hija), su madre le dijo al Guaymas: “Aguante cabrón, no tire a nadie”.
Durante los primeros días de su detención, asegura Ramón Galaviz Navarro en el libro de Camilo Vicente Ovalle Tiempo Suspendido, Alicia (madre) estuvo en un área carcelaria “normal” del Campo Militar No. 1, a donde llegaban cada dos días a darle curación por el balazo recibido en la clavícula al momento de su detención. “Al tiempo la quitaron de allí, ya no la volvimos a ver”, relata el testigo, quien posteriormente sería llevado a un área más clandestina, en completo aislamiento, ubicada al fondo del edificio.
Vicente Ovalle, a partir de esta y otras entrevistas con sobrevivientes, reconstruye parte de la infraestructura del Campo, a donde fueron a parar la mayoría de las personas detenidas y desaparecidas entre 1974 y 1978. Estaba dividido en al menos tres áreas: “una de ingreso, donde se practicaban los primeros tormentos a los recién llegados, otra área de celdas subterráneas, y una zona más parecida a un reclusorio”.
Con frecuencia y a distintas horas, cuenta en el libro Bertha Alicia López —detenida-desaparecida proveniente de Torreón, Coahuila—, “se escuchaban los ruidos de las torturas y los gritos de los torturados” cuyas voluntades se iban fracturando poco a poco. El ingreso a un centro clandestino de detención, sostiene Vicente Ovalle, “suponía la suspensión de cualquier certeza: la vida y la muerte, el tiempo y las razones”; de ahí que los perpetradores echaran mano incluso de personal médico para asegurarse que los detenidos sometidos a tortura no murieran antes de lo programado.
Alfredo Medina Vizcaíno, quien estuvo en los sótanos del Campo Militar No.1, relató a la Comisión Nacional de Derechos Humanos su encuentro con Alicia (madre) a inicios de junio de 1978, cinco meses después de su detención-desaparición: “[se me lleva] a un segundo o tercer piso del mismo lugar, [en donde] se encontraban otras personas que habían sido detenidas […] entre ellas se encontraba […] Alicia de los Ríos Merino […] esta persona, junto conmigo, fue llevada al estado de Guerrero […] A mediados de junio fue cuando nos separaron, llevándome de vuelta al campo militar en la Ciudad de México, y a ella ignoro para dónde la llevaron”.
La responsabilidad del Estado mexicano en la desaparición de Alicia (madre) es, pues, innegable, por más muecas o gestos de desaprobación que el exagente de la Dirección Federal de Seguridad, que está sentado frente a su hija 43 años después en la diligencia de investigación, haga cada vez que ella se refiere a su mamá y a sus compañeros combatientes como víctimas. “Esas batallas no han cesado”, dice Alicia.
Las batallas por la verdad se libran en dos frentes: en lo individual y en lo colectivo. Alicia (hija), en esta entrevista, recuerda que de niña no sabía cómo había muerto su padre y por qué habían desaparecido a su madre; eso ocasionó que ninguna versión sobre lo sucedido la dejara satisfecha, ni la de su familia ni la de los sobrevivientes que combatieron junto a ellos.
Con el paso de los años y gracias a su trabajo, como abogada e historiadora —carreras que deliberadamente escogió para buscar y dar sentido a la desaparición—, ha ido armando un rompecabezas al que sólo le hacen falta algunas piezas en el medio: las de la lógica contrainsurgente —que espera completar una vez que se desclasifiquen todos los archivos de la represión, incluyendo los de las Fuerzas Armadas—, y la más importante, la que le diga qué pasó con su madre.
El caso de Alicia de los Ríos es emblemático no sólo por la proyección internacional alcanzada —recientemente presentaron un informe de fondo ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), luego de acudir a esta instancia en 2011—, sino por el precedente que abre para otros casos de desaparición forzada durante la “guerra sucia”, especialmente en lo que toca a la necesidad de llamar a cuentas a los perpetradores.
“Pareciera que hubieran desaparecido, de manera voluntaria, con nuestros familiares. Pero no. Encontrarlos es una tarea posible”, dice Alicia (hija), quien en los próximos meses espera entrevistarse con otros siete exagentes de la Dirección Federal de Seguridad que se presume detuvieron, trasladaron, interrogaron y torturaron a su madre; agentes cuyas responsabilidades se fueron diluyendo entre archivos administrativos celosamente guardados y pactos de silencio. Perpetradores que hoy en día tienen entre 70 y 85 años.
De ahí la urgencia, insiste, en que se eche a andar la Comisión de la Verdad para la “guerra sucia” —uno de los cinco mecanismos incluidos en el Plan para la Verdad, la Memoria y el Impulso a la Justicia, construido junto con colectivos de víctimas y sobrevivientes— anunciada por el presidente Andrés Manuel López Obrador el pasado 30 de agosto.
Su creación, explica al final de la carta publicada este 22 de septiembre, puede influir en que los perpetradores que aún siguen cómodos en las sombras, rompan el silencio. “No cejaremos en ese empeño, con la dignidad por delante, aunque no sea sencillo estar cara a cara con ellos”.
*Marcos Nucamendi (@makonucamendi) es parte del proyecto A dónde van los desaparecidos. Periodista y profesor universitario –en las áreas de Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas–, es pasante de la maestría en Cooperación Internacional del Instituto Mora.
www.adondevanlosdesaparecidos.org es un sitio de investigación y memoria sobre las lógicas de la desaparición en México. Este material puede ser libremente reproducido, siempre y cuando se respete el crédito de la persona autora y de A dónde van los desaparecidos (@DesaparecerEnMx).
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