Para los mexicas, el murciélago tenía cualidades aparentemente dicotómicas: por un lado era una entidad vinculada a lo nocturno, la muerte, el decapitamiento. Por el otro, a la sangre menstrual, la fertilidad y la reproducción. Hoy vuela en alas invisibles un virus, un coronavirus que dicen, proviene de los murciélagos.
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De niña soñé que me regalaban un murciélago. ¿Mis padres, unos tíos? No sé, o no recuerdo. Pero me dan una jaula de pájaros tapada con una manta. Al quitarla, el murciélago, muy grande, está colgado de cabeza. Apenas cabe; no puede extender sus alas cartilaginosas. Al verlo, en mi sueño, siento asco. El obsequiador anónimo dice: Pero si a ti te gustan los murciélagos.
Sí, pienso en mi sueño. Me gustan. Pero no me quiero hacer cargo de uno. Me gustan a lo lejos. No para tenerlo en casa. No para tocarlo. Siento una opresión en los hombros, el pecho, ante el prospecto de hacerme cargo del animal que apenas cabe en su jaula. El peso de la responsabilidad.
Cuando desperté, sentí alivio de no tener que cuidarlo.
Crezco en la selva de los tuxtlas, Veracruz. Diez, quince niños de entre ocho o nueve años, nos vamos de visita a la Máquina. Ésta es una poza y río, junto a un edificio en ruinas, donde alguna vez hubo una fábrica. Por eso lo llaman la máquina. Caminamos solos, por unos 20 minutos desde casa del abuelo. Llegamos. El agua está revuelta. Quizá llovió hace poco. Jugamos. Gritamos, corremos, nadamos. El agua sale de una cueva enorme. Retan a entrar. Yo sí tengo miedo.
Tres o cuatro se dirigen hacia allá, nadando. Riendo y haciendo mucho ruido. Vuelan de la cuevas dos o tres sombras triangulares. ¡Murciélagos! Todos gritan, corren. Se ríen.
Pasan muchos años. La niña que teme a los murciélagos crece y se vuelve reportera. La tierra donde veía murciélagos es ahora territorio de los zetas. No vuelve a sus raíces. Pero se dirige a San Fernando. San Fernando, Tamaulipas. Uno de los viajes con más miedo que ha tenido.
El llanto y el miedo llegan de la mano de la lluvia, sobre los campos de sorgo rojo de San Fernando. El miedo, uno muy profundo, jamás antes experimentado. Terror a ser detenida, con mis compañeros de trabajo, por el crimen organizado. Más que miedo a la muerte, está el miedo a la tortura. Está el temor a desaparecer.
Para los mexicas, el murciélago tenía cualidades aparentemente dicotómicas: por un lado era una entidad vinculada a lo nocturno, la muerte, el decapitamiento. Por el otro, a la sangre menstrual, la fertilidad y la reproducción. El murciélago, para los mexicas, se originó de la simiente de Quetzalcóatl, y con su boca formó la vulva de Xochiquetzal.
En la cultura maya el murciélago era llamado zotz. El zotz entraba directamente al inframundo por medio de las cuevas y los cenotes. Ahí, en xibalbá, una deidad era Camazoztz: el “murciélago de la muerte”. Por alguna razón se le vinculaba al decapitamiento. Y éste era una de las pruebas para la inmortalidad.
Los zapotecas llamaban al murciélago bigidiri beela o bigidiri zinia, es decir, mariposa de carne. Lo asociaban, de nuevo, a la fertilidad y a los cultos del maíz.
Meses después llega un sueño. Uno de esos pocos que se recuerdan vívidamente a lo largo de la vida.
Inicia en los campos de sorgo rojo de San Fernando. Los mismos colores: cielo irisado y azul acero, oscurecido por la lluvia próxima. Campos teñidos e incendiados de sangre y ocre. Sorgo rojo poco antes de ser cosechado. Tristeza infinita. El miedo.
Un lugar donde han matado tanto. San Fernando está maldito. El pueblo está maldito. No queda nada. No hay alegría. Dicen que alguna vez fue un pueblo feliz. Los campos están a las afueras. Tamaulipas.
Mi sueño empieza ahí. Y siento temor. Miedo a que lleguen los asesinos, a que llegue el hombre aquel que mataba un día sí y otro también.
El miedo y la tristeza no tienen correspondencia en la belleza melancólica del paisaje. Y emprendo el vuelo.
Vuelo, como en muchos otros sueños. Es un sueño recurrente: alzar el vuelo y hacerlo con dificultad. Como si a cada aleteo estuviera apunto de caerme. Con torpeza. Vuelo, emprendo, bajo la luz del atardecer y dejo atrás los campos rojos.
Me pongo a salvo. Me ponen a salvo. Atravieso una larga distancia. Me percato que no vuelo sola. A mi lado hay millares de sombras recortadas que aletean. El temible y plácido rojo sangre del rojo queda atrás, quedan sólo campos verdes. Y luego una montaña. A mi alrededor hay murciélagos. ¿Soy yo una de ellos o sólo me toleran? Entramos a la cueva y siento temor, inquietud. ¿Cómo saldré de ahí?
Y la bandada sigue aleteando en la penumbra. Baja casi en picada por una caída de piedra que llega a los confines de la tierra. ¿Cómo escalaré, pienso? Será muy cansado.
Pero de nuevo una voz susurra: resiste.
Llegamos al fondo. Ahí hay una mujer que me recibe. Me besa. Estoy en la casa de mi infancia. Me asomo por la ventana. No habrá necesidad de subir de nuevo. Estoy del otro lado.
En las próximas semanas, tocará resistir.
Fuentes:
Los murciélagos en el México prehispánico.
Zotz. El murciélago en la cultura maya
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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