Cuando la capital era más chirris, en un barrio pobre y popular nació Chava Flores. Este mes se cumplieron 100 años del nacimiento del cronista musical de la Ciudad de México. Como pocos, se supo reír de sí mismo; como pocos, se rió de nosotros
Sería injusto decir que Chava Flores es de algún barrio. La estirpe de este juglar urbano pertenece a todas las pulquerías, a las obras donde románticos albañiles sueñan en el amor. Al ruletero, al cilindrero, vendedora de billetes de lotería, fritanguera, portera, cargador, presidario, bolero, tiendero, perro callejero, gato viudo, panadero, periodiquero, taquero. Este relator de la marginalidad convirtió en acervo cultural los bautizos, XV años, bodas y funerales de la capital.
Chava Flores nació en la Ciudad de México, atrás del Palacio Nacional. El edificio está en el centro que no visitan los turistas: en la calle Soledad número 66. Entre puestos y almacenes al puro alarde.
El departamento donde nació el cronista ahora es usado como almacén, al igual que las casas vecinas. La construcción color negro, tirándole a gris rata, pero verde verde, es ocupada por tiendas de uniformes.
Dicen que hay una placa donde se lee: “En esta casa El 14 de enero de 1920 Nació el compositor Salvador “Chava” Flores Quien Fuera el cronista musical De la Ciudad de México”. Pero el letrero se esconde entre las lonas, pegostes y comercios. La calle es un río de gente, un hormiguero no tiene tanto animal.
Chava Flores nació en este edificio, pero su vida la pasó en muchos barrios populares de la capital. El propio cantante relató en sus Relatos de mi barrio:
“No sé por qué, tal vez porque mi papá no pagaba la renta a sus debidas horas, el caso es que durante mi infancia recuerdo mil domicilios diferentes. Viví en todos los barrios que en ese tiempo formaban la totalidad de la ciudad e inclusive otros que se salían de ella: Peralvillo, los Doctores, Roma, Romita, Juárez, Cuauhtémoc, El Carmen, Santa María la Ribera, Santa María la Redonda, San Rafael, Tacubaya, Coyoacán, etc., etc. y etc. Y si no viví en el Castillo de Chapultepec fue porque en ese tiempo, discriminatoriamente, sólo lo ‘alquilaban’ al que fuera presidente de la república; pero si ahí hubieran existido disponibles dos cuartos con baño y cocina, les juro que papá hubiera hecho lo imposible porque los habitáramos… Para 1932, yo vivía en las calles de Guillermo Prieto 126, interior 5, una vecindad que ya no existe y que estaba separada del barrio de Santa Julia por lo que, durante mucho tiempo, fue el famoso Río Consulado. De esa vecindad mis recuerdos brotan como las chispas saltan del carbón ardiente, y aunque en ocasiones queman por su misma naturaleza, si se les mira con la atención debida son tremendamente hermosas.”
Tan vivió en todos lados que fue huésped de Lecumberri. Lo entambaron por un delito que no cometió. Ahí, el poeta, que extrañaba sus “bachos bechos”, también compuso canciones un poco tristes.
Su vida estuvo llena de vicisitudes: tenía 13 años cuando murió su padre, el capitán de fragata Enrique Flores. El empeñoso Chava intentó cursar la carrera de administración en el Politécnico Nacional, pero tuvo que trabajar para ayudar a mantener a sus hermanos.
Chava Flores y sus sueños de opio ideaban grandiosísimos negocios que terminaron en tremendos fracasos. El hombre mudó de trabajo como de barrio: laboró en una fábrica de corbatas, después fue cobrador y contador; abrió una salchichonería; compró un camión para repartir carne; trabajó en una imprenta. Más que trabajar y ganar peso sobre peso, confiaba en hacerse rico en loterías con un millón.
A los 32 años, se estrenó como cantautor con el corrido Dos horas de balazos, pero las primeras canciones que retrató la vida de los capitalinos fueron: La tertulia, La boda de vecindad, La Bartola, La interesada, Un chorro de voz, Ingrata pérjida y Llegaron los gorrones.
Siempre aseguró: “Fui un compositor, no soy cantante ni presumo de serlo”.
El hombre de cejas arqueadas, ojo picarillos, bigote de compás y peinado para atrás se hizo famoso en cantinas, cabarets y en la pantalla grande, en donde actuó en una decena de películas. Sobre todo, cantó un tipipuchal: “El que hace canciones no gana lana, pero cómo se divierte”.
Chava hacía canciones que reflejaron el modo de sentir del capitalino. Cómo era, qué vestía, cómo hablaba. El folclorista retrató los ritos de la ciudad, los sábados Distrito Federal, las posadas mexicanas y las taquizas. Decía que el 90 por ciento de los chilangos eran albureros y el otro 10 por ciento era mal pensado. Pero también que “sólo puede hablar de México quien lo conoce; sólo debe hablar de México quien lo quiere”.
“Mis canciones no son nada extraordinario, ni van a encontrar en ellas nada nuevo, porque yo cuando hablo de mi pueblo, cuando hablo de mi barrio, cuando hablo de mi gente. Me estoy refiriendo a ustedes, que son mi pueblo, mi barrio, mi gente”, dijo Chava Flores en una des sus presentaciones, mezcla de concierto y chistes.
Los últimos años de su vida los pasó en Morelia, Michoacán, a lado de su esposa. Ahí el cronista combatió el cáncer hasta que un día pidió que le compraran un boleto de avión a la Ciudad de México, donde murió al siguiente día, a la edad de 67 años. Era el 5 de agosto de 1987.
Los restos del compositor están en el Panteón Jardín, de la capital, su ciudad, y su epitafio manifiesta: “Si volviera a nacer, quisiera ser el mismo pero rico, nada más para ver qué se siente”.
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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