Esta historia comienza en un mezquite, en ese que desde hace varias generaciones crece en el atrio de la Iglesia de la comunidad San Julián, en Guanajuato, un poblado azotado por la violencia del narcotráfico. Ahí, el profesor José Tomás Rodríguez Doñate convirtió un árbol en un set de danza aérea
Texto: Daniela Rea
Foto: Especial
GUANAJUATO. – Esta historia comenzó en un mezquite, en uno de esos árboles de corteza rugosa y dura que proliferan en zonas áridas del país.
Podríamos decir que un mezquite es un árbol poco agraciado a nuestros ojos acostumbrados o educados a advertir belleza en lo grande, frondoso y exhuberante. Los mezquites comúnmente parecen arbustos, aunque a veces llegan a crecer hasta 9 metros de altura; sus hojas son angostas y sus ramas espinosas.
Pero un mezquite, aunque tiene hojas angostas y escasas, es capaz de dar buena sombra en lugares donde otras plantas no sobreviven; es tolerante a la falta de agua y su raíz principal llega a estar hasta 40 metros de profundidad lo que le permite no sólo captar agua, sino sostenerse ante las tormentas de aire. Su madera es dura y firme por lo que se usa conmunmente para fabricar muebles y arde lentamente por lo que es muy buena leña para alimentos, como la barbacoa.
Por eso esta historia comienza en un mezquite, en ese que desde hace varias generaciones crece en el atrio de la Iglesia de la comunidad San Julián de unos 600 habitantes, en el municipio de Juventino Rosas, en el norte del estado de Guanajuato.
El mezquite está rodeado de una jardinera de cemento donde se sientan señoras, señores, niños a pasar la tarde, es un espacio de uso comunitario donde igual se hacen fiestas que oración.
Este mezquite es uno de esos que supera su tamaño arbusto y se estira hasta varios metros de altura y sus ramas se expanden en copa que regala una generosa sombra. A esa sombra llegó hace 15 años el profesor José Tomás Rodríguez Doñate, bajo esa sombra se detuvo y miró hacia arriba: vio las ramas macizas, fuertes y pensó, como quien acaba de encontrar el espacio fundacional de algo importante, que ese era el lugar.
Ahí se podía colgar la tela de 16 metros de largo para enseñarles a lxs niñxs de la comunidad el oficio circense y otras artes escénicas. Y así, sin mucho más que un mezquite, una tela y una convicción tremenda, el profesor José comenzó con una escuelita que 15 años después sigue formando personas.
José es egresado de artes digitales y maestro de artes en una secundaria en Juventino Rosas. Siempre admiró el arte escénico y así, por curiosidad, conoció el arte circense, en particular la danza aérea. Un día se le ocurrió que podria enseñar algo a lxs niñxs de su comunidad y colgó una tela en el portal de la casa de sus padres. “Ahí empecé las clases de circo, sin protección, sin nada, pues a los niños les decía que con cuidado porque había mucho riesgo, les dije que se trajeran una cobija de su casa y diario a la clase llevaban su cobija como protección, nunca paso nada gracias a dios, pero la cobija ayudaba a protegerse”.
Los niños fueron creciendo y ya no cabían en ese portal, así que José caminó por el pueblo y llegó a la sombra del mezquite. “Ahí estaba el arbolito, como esperándonos, y ahí llevamos las cobijas, las telas, las lonas. Ahí empezamos en el año 2012”, recuerda.
La danza aérea fue algo muy novedoso en la comunidad y curiosas llegaron muchas niñas a querer aprender; los niños se acercaron más tímidos porque eran objeto de burlas de otros niños de la comunidad al considerar que eso era únicamente una actividad para niñas. “Estaban en la adolescencia y les calaba mucho lo que les comentaban”, dice José. Con el tiempo fueron reconociendo lo importante de ese espacio y poco a poco aumentó la cantidad de participantes y se equilibró el género de ellos. Si al inicio había 10 alumnos, 8 niñas y 2 niños, ahora hay 50 niños y niñas que participan en la actividad.
En julio del 2022, a través de la Casa de la Cultura, el maestro y su grupo circense fue invitado a formar parte del programa Semilleros de la Secretaría de Cultura federal. «De practicar en un árbol a presentarnos en el Auditorio Nacional”, dice en las redes sociales del Semillero porque ahora varios de sus integrantes se han presentado en uno de los espacios más importantes del país.
Sostener una actividad pública más aún una actividad cultural y más aún para niñxs y adolescentes, en un contexto de violencia es complicado. Pero el grupo de arte circense de Sanju, como le llaman de cariño a la comunidad San Julián, lo ha hecho.
Esta comunidad se encuentra a la orilla de la carretera que conecta Querétaro con Celaya, el corredor panamericano donde se han concentrado las desapariciones de personas en el estado de Guanajuato.
“Aquí ha estado la violencia del huachicol, de los malosos, como comunidad no estamos exentos a esas situaciones, la comunidad está a un lado de la autopista que viene de Querétaro-Salamanca-León. Al ser paso, pues… hubo un periodo donde había mucho robo a tráiler, bajan el tráiler de la autopista y lo roban, hace un par de meses mataron a un papá con sus dos hijos y a 3 niños del grupo del circo les tocó ver cómo lo mataron, fue muy fuerte para la comunidad. Me mandaron un mensaje: ‘Profe acaba de pasar y nosotros vimos’, estaban a menos de 10 metros de distancia”.
Sanju es una comunidad rural donde la mayoría de las 600 familias viven de la migración y del campo y algunas, en años recientes, van y vienen cada día a trabajar en una embotelladora de lácteos. Encontrar la posibilidad de ser algo, de crear, de aprender arte, es importante.
Pese a ser una comunidad tranquila, en los últimos años lo criminal está presente en las vidas de los niños.
“Hay mucho vínculo, unos niños quieren meterse a lo malo para comprar un camión e irnos a las presentaciones y comprar un salón para ensayar todos, ese es su deseo. Lo que quiero decir es que lo ven normal el crimen, lo normalizaron porque lo han visto, lo viven, lo escuchan, pero la comunidad tiene muchos valores, es una comunidad que inculca valores, respetos”.
Para José el deseo de las infancias es noble, aunque la normalización de la violencia puede generar una especie de confusión en las formas para llegar a ese deseo. “Yo estoy convencido y mi experiencia me lo dice que con actividades artísticas, deportivas y con apoyo de la familia podemos alejar a nuestros niños y adolescentes de esas acciones de peligro, creo que mantenerles ocupados y ofrecerles otras formas que les permitan aprender, compartir y sobre todo ser reconocidos por su familia y su comunidad podemos alejarlos de eso”, dice el maestro José.
El circo no es un espacio solo de arte y técnica, sino de formarse como parte de una comunidad que les puede sostener y a la que pueden sostener también.
«En la comunidad de San Julián, en la que está ubicado el Semillero Creativo y al que pertenece este docente, la violencia relacionada con el narcotráfico es una dura realidad, pero el arte, como actividad que fomenta la organización, también lo es”, escribió Laura García en un artículo sobre lo que sostiene a los Semilleros. Laura nos cuenta en ese artículo que hace muchos años cuando las pastorelas estuvieron en riesgo de desaparecer “José convocó a un grupo de niñas y niños para rescatarlas. Desde entonces, continúa cultivando espacios donde la niñez y la juventud pueden reunirse para descubrir de lo que son capaces”.
En el país hay 443 Semilleros Creativos, en 299 municipios del país en los que participan más de 15 mil niñas, niños y jóvenes en condiciones de vulnerabilidad social.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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