Doña Leoba cura desde los ocho años, aprendió de su abuela, que era a su vez curandera en un pueblo cercano a la Sierra Negra de Puebla. Este es uno día de trabajo en el arte y ciencia de curar
Texto y fotos: Pedro Anza / Cuartoscuro
CUETZALAN, PUEBLA.- Las manos le tiemblan mientras espera sentado en la escalera frente al portón de entrada de la casa donde se hacen las curaciones. La curandera está ahí metida desde temprano; solamente su nieta entra y sale por la puerta llevando en sus pequeñas manos a veces velas, a veces botellas con variopintos líquidos, veladoras, anforitas de mezcal, cerillos, y telas coloridas y extrañas que sugieren bazares perdidos en la lejanía. Afuera se escuchan tenues los ecos de sus rezos que se cuelan mezclados con el aroma del copal por las rendijas del marco de la puerta. El hombre de las manos que tiemblan tararea una tonada nerviosa y lanza cómplices miradas al resto de los que esperamos a la curandera; una mujer rusa ataviada con holgadas vestimentas blancas y un colguije de cuentas de esos que utilizan los monjes tibetanos para recitar sus mantras, un perro desnutrido que come hierba del jardín del pórtico como jumento pastando, y un vecino de cachucha y camisa desabotonada que se ha acercado, bonachón, quizá atraído por los rayos dorados que despide el cabello y la aureola de la eslava-oriental, y le hace preguntas sobre Putin y sobre la guerra en un español de la serranía poblana indescifrable para la extranjera de sonrisa beatífica que me mira en espera de una traducción. La nieta vuelve a asomarse del interior del inmueble de bloques de cemento sin pintar.
—Dice mi agüela que ya pueden pasar.
El hombre nervioso vacila antes de ponerse de pie, se acomoda inquieto una y otra vez el sombrero y entonces, quizá consciente de lo absurdo de sus gestos, lanza al aire una frase ensimismada al tiempo que esboza una sonrisa general.
—Bueno, pues a ver cómo nos va.
Entramos. Sólo quedan fuera el canino escuálido y el vecino seductor que desiste en su napoleónico intento de conquistar tierras siberianas. La nieta nos lleva al interior. Ahí está Doña Leoba, la curandera, parada en un cuarto amplio frente a un altar en donde reposan santos y vírgenes provenientes de regiones distintas del orbe y pertenecientes a las más diversas culturas y continentes. Hay por lo menos dos vírgenes de Guadalupe entre los collares, inciensos, veladoras y el revoloteo petrificado de San Miguel Arcángel que muestra justiciero su espada desenvainada, además de figuras e imágenes de hombres santos y gurúes, entre ellos una imagen de Guru Nanak, fundador del sikhismo. Al vernos entrar, la curandera cesa su canto y se acerca con gesto maternal a llenar de licor un caballito dispuesto al lado de la figurilla de Jesús Malverde.
—A ver, mi niño precioso, ¿dónde está mi preciosidad?, ¿cómo está mi niño?
De pronto, en silencio, se queda mirando a los ojos al santo sinaloense y lanza un repentino grito a su ayudante, la señora Conchita, quien se ha acercado trayendo más aditamentos necesarios para las curaciones del día:
—¡Doña Conchita, cuando prenda usted el carbón voy a necesitar también para acá, porque dice mi niño que no le han puesto sus cosas!
En seguida encara de nuevo al santo de los bandoleros.
—¿No ha venido la china a verte, mi amor precioso?
Entonces, entre enfáticas carcajadas de pecho, con la vista aún fija en el santo, comienza a cantar al tiempo que nos hace una señal, sin mirarnos, para que ingresemos todos al cuarto pequeño de paredes azules.
“El señor es mi luz y mi salvación, el señor es la belleza de mi vida. Si el señor es mi luz, ¿a quién temeré?, ¿quién me hará temblar?”
Doña Leoba entra al cuarto haciendo sonar una campana que lleva en la mano. El hombre de los nervios temblorosos la espera sentado en la cama vestido únicamente con un calzón rojo. Los demás, la rusa, yo y la nieta que entra y sale de la habitación, esperamos en silencio reverente. Después de bañar a cada uno de los presentes con el humo de los inciensos y hierbas que emana de un cáliz, y untarse las manos con aceite, la curandera comienza a hacer lo suyo. Mientras canta, a veces en español y a veces en náhuatl, le ordena al hombre que se acueste boca abajo y empieza a masajearlo con fuerza, el señor hace un esfuerzo por contener los sonidos que quieren escapársele de la boca.
—¡Mira cómo vienes!, ¿y ahora qué te pasó? Bueno, pero antes estabas peor, estás con dolor pero ya no estás como estabas.
Lanza otra misteriosa carcajada que surge de ella como el estruendo de un potente rayo saliendo de una nube pequeñísima. Toma una maraca y con ella golpea rítmicamente la espalda del hombre que ahora sí deja escapar tímidos gritos y pujidos. Yo me desplazo por la habitación, voy con mi cámara de un lado al otro. Doña Leoba se detiene entonces y me encara.
—¡Pásame ese líquido rosa de ahí!, ¡ábrelo y échate en todo el cuerpo!, ¡y dile también a la güera que se eche!
Ríe estrepitosamente de nuevo. Hago lo que me dice.
—¡Échate con fuerza, sin miedo!–me dice Doña Leoba, soltando otra carcajada que acompasa los maracazos, al ver que me aplico con desconfianza la pócima misteriosa. Vuelve entonces con la maraca a la espalda del señor, que luce ya roja y abatida. Después, ya boca arriba el hombre, la curandera le mueve el cuello y la cadera bruscamente de un lado a otro. Le alcanzo el líquido rosa a la rusa que sigue muda y sonriente, quieta en su paz y su olor a pachuli en un rincón del cuarto, observa atenta y ecuánime -como desde una bóveda celeste- el despliegue de las manos y movimientos de la curandera poblana que se suceden entre el concierto de gritos y quejidos, viene a aprender -o eso me dijo- de las técnicas de curación de Doña Leoba, a quien conoció en Chiapas, en un evento de practicantes de Kundalini Yoga, al que asistió con un grupo de amigos de Malasia y Rusia, alumnos todos del maestro de Leoba.
La curandera sigue arremetiendo con firmeza en la castigada la espalda del hombre de trusa roja. Su mirada, por momentos alegre y luminosa y por momentos seria, vigila sigilosa los movimientos y contracciones del hombre en la cama. El amor de Leoba maternal no discrimina santos ni pecadores. A ninguno, ni a los santos más viles ni a los pecadores de corazón más noble. Por las noches, por ejemplo, va a visitar a La Niña, una figura de la Santa Muerte de más de un metro de altura que pertenecía a su maestro. Leoba la adoptó al morir éste. Según ella, el resto de los discípulos y aprendices del difunto gurú le sacaban la vuelta temerosos a la negra figura de la muerte personificada, así que la llevó a su pueblo para mimarla y cuidarla, como a todos sus santos, en una capilla que construyó a unas cuadras de su casa.
—Oh preciosísima y divinísima santa muerte —le reza cada noche— cura los rencores y envidias de todos nosotros tus fieles seguidores… Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús..
Después de aproximadamente treinta minutos de golpes con maraca, palma, puño, codo, hombro, de ventosas y sahumerios, de cantos en náhuatl y castilla, de bromas, regaños y carcajadas, el hombre de calzón rojo se levanta de un salto de la cama con una sonrisa entusiasta en el rostro resplandeciente, como quizá se levantaban los muertos cuando el profeta los hacía andar, le muestro unas fotografías desde la pantalla de la cámara al tiempo que se viste. Entonces se despide y se va. Mientras esperamos al siguiente paciente, Doña Leoba canta, bromea y platica entre carcajadas.
—¡Dile a la güera que ahora le va a tocar a ella!
La rusa tiene posada su delicada mirada en la curandera, sabe que habla de ella y entonces me mira en espera de una traducción.
—-Nothing. She is joking.
Doña Leoba estalla en otra carcajada mientras palmea las manos festejando la impasibilidad de la extranjera. Y entonces comienza a hablar del señor de las manos temblorosas.
—¡Ay, cómo venía el pobre! No es bueno prometer y no darle a los santos, pedirles tal vez, pero que le prometas “yo voy a venir tal día”.. y no lo hagas, ¡eso nunca lo hagas!
—¿A qué se refiere?
—A que tú prometas que vas a.. ¡no, no prometas nada!, a ningún santo andes prometiendo, hay gente que nada más promete. Apenas en enero le dije a un señor que es de lejos, le dije que no ande pidiendo a lo pendejo, imagínate, el señor es de un pueblo de Hidalgo, me contaron que en ese pueblo se cayó hace muchos años la cúspide de la iglesia, y quedó gente ahí enterrada, y ahora todavía se escuchan los lamentos de la gente que ahí murió.. es San Bartolo, y San Bartolo es muy milagroso pero es muy enojón; entonces me habla por teléfono su yerno y me dice, oiga es que mi suegro le está pasando esto, le está pasando lo otro, le digo, oye pregúntale a qué santo le prometió algo. Había prometido y no había cumplido…
Doña Leoba cura desde los ocho años, aprendió de su abuela, que era a su vez curandera en un pueblo cercano a la Sierra Negra. Con ella también aprendió a ser partera, atendiendo su primer parto a los catorce años, aunque afianzándose en la práctica a los diecinueve cuando se casó y se mudó de pueblo. Al principio, según cuenta Leoba, su esposo se oponía a que su mujer practicara la curación y la partería.
—Decía que andaba tocando porquerías y cochinadas. Casi no tocaba mi comida porque decía que tenía las manos sucias, y después cuando supo que yo hacía limpias..
Leoba levanta la cabeza y estalla de nuevo en una carcajada imprevista.
—Después lo empezó a seguir la sombra de una mujer, veía a la mujer aquí en la plaza de Cuetzalan y dice que cuando se daba cuenta la seguía y veía que no era. Otra vez la vio en Teziutlán, en la noche él gritaba, y decía que le daba un ramo de flores, y gritaba. Un día yo estaba sentada viendo la tele, llega y me jala mi cabello, yo enojada le digo “¡qué pasa!” y dice “¡es que vi una mujer, siempre la ando viendo, no sé quién es!”, y le digo a una abuelita, “traiga usted un bracero” y le digo a él: “te voy a curar, pero me vuelves a decir bruja y ya no te curo”. Le di su rameada y su sahumada y ya no me volvió a decir nada, desde entonces me respeta.
Doña Leoba aplaude e inunda la habitación con esa risa larga con la que ríen las brujas en las películas animadas.
—¿Usted quiere que sus nietas continúen la tradición?— Le pregunto mientras la pequeña Selik, la nieta que ha estado acompañando la curación, sale a recibir a un paciente que toca la puerta principal.
—Le he dicho que sigan la tradición pero ya son otros tiempos.. que ellas estudien, pero que la humildad… que no pierdan sus raíces, que no porque se vayan a la ciudad ya sean…
—¿Y eso pasa mucho?
—Bastante, ya no quieren hablar náhuatl, escuchaste a la señora de ayer que le estaba hablando a su hijo en español, la regañé, entonces mis nietas yo les hablo en náhuatl, no al cien por ciento, pero sí entienden las tres.
Yo fotografiando y haciendo video, la rusa emanando luz en serena meditación de ojos abiertos, atestiguamos uno a uno el desfile de enfermos, lesionados y poseídos que entran al cuarto, en su mayoría gente del pueblo o pueblos aldeanos que ya conocen a la curandera. Observamos los distintos caracteres humanos y la multiplicidad de formas, sonidos y gesticulaciones en las que se expresa y lidia con el dolor. Ahora mismo la curandera masajea duramente a una señora que implora al cielo en cada brazada de Leoba, su esposo no quiso entrar a la habitación.
—¡Kichti, kichti!— grita la curandera.
Según me traduce su nieta, que imita a la vez juguetona y seriamente los movimientos de su abuela a un lado de ella, quiere decir: “sácalo, sácalo”. Salgo del cuarto y veo al esposo sentado en el pasillo mirando el altar de la entrada, los gritos de su esposa que berrea y pide a dios consuelo en la cama de curación atraviesan las paredes grises como lamentos de fantasmas. Platico con él
—¿Cómo ve a Leoba?
—-Tengo mucha fe en ella, no un médico particular, esa le gana más, de todo curan, el mal aire, úlcera, cualquier tipo de enfermedad.
—¿Tiene más fe en ella que en un doctor?
—Sí, es especialista, es especialista de medicina natural de aquí de la región.. a ver, como le dijo ayer a mi esposa, que tiene sombra de los difuntos. Yo le echo medicina y medicina y medicina y se puede intoxicar, mucha medicina, y nunca lo vas a saber.
—¿Qué es la sombra de los difuntos?
—Es lo que te agarran los difuntos, te echan mal aire o te quieren jalar te quieren llevar, los muertos, lo que te… te agarran el espíritu. Ella trabaja muy bien, no se qué cosa tienen pero son efectivos, más que el médico, y no trabaja aparatos, quién sabe cómo sabe, pura inteligencia, yo creo que la suerte es lo que tiene, cada quien su destino, su destino es el que trabaja así, hay otro curanderos, pero te dicen “sí, ven mañana” y luego “ven mañana” y así te van engañando, y ella te cura y ya quedaste bien.
—¿Y usted cree en los espíritus?
—Sí.
—¿Ha visto usted?
—No, nomas sueños, a veces.
Se abre de nuevo la puerta del cuarto de curación. Es la rusa que sale a tomar aire, la veo avanzar bajo la bombilla de luz moribunda hacia la salida de la casa levantando los pies con suavidad, por un momento pienso que levita en vez de caminar. Veo a la nieta y a la curandera por la puerta del cuarto que quedó entreabierta. La pequeña mira a su abuela con atención e imita sus movimientos, masajea también con sus dedos un talón de la señora que grita ante los embates de Leoba. Al ver que las observo desde afuera, la pequeña frunce el ceño y se apresura a terminar de cerrar la puerta del cuarto. La puerta queda cerrada y tras ella sólo se escuchan los dolidos reclamos de la paciente que se apagan en la risa implacable de la curandera.
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