Entre los fotoperiodistas mexicanos suele decirse que una foto “primero la haces y después pides permiso para hacerla”. Esto tiene sentido y, a mi entender, más allá de la moralidad y la ética, se justifica principalmente por dos razones…
Pedro Anza*
Numerosas culturas –y tradiciones dentro de éstas– reconocen una carga no meramente simbólica o semántica en la imagen, sino una especie de aura o “corporalidad etérea” que la habita. Bajo estos marcos de percepción, la imagen representa no solamente un reflejo material de condiciones y órdenes físicos insertos en un espacio-tiempo particular ya superado. Una fotografía o una prenda, por ejemplo, servirán al santero o al brujo para desarrollar un trabajo espiritual determinado, pues contienen parte de algo esencial de aquel o aquello a lo que apuntan, es decir, existe para ellos un nexo real e ineludible entre éstas y eso a lo que hacen referencia. Existe, al menos, dentro del techo cultural bajo el cual se lleva a cabo el acto (y la percepción). ¿O existirán estos nexos no sólo bajo determinados marcos culturales sino siempre tras ciertos umbrales de percepción?
Podemos hacer hincapié –sin necesidad de ahondar en ello– en la conocida asociación de los indígenas chamula de Los Altos de Chiapas y muchos otros pueblos, tradiciones y culturas del mundo, que miran –o lo hicieron, al menos en un principio– con desconfianza la cámara fotográfica, temerosos de que pudiera arrebatarles el alma o el equivalente a ésta en su cosmo-existencia y traducción particular del mundo fenoménico. No son sólo muñecos, cabellos o prendas íntimas los que suelen utilizarse en la santería o la hechicería para realizar trabajos de índole espiritista, sino también aquello que es quizá aún más íntimo al sujeto: su imagen (no me refiero aquí a la imagen pública o la representación del personaje social). La imagen especular funciona como un vínculo que, más allá del tiempo y el espacio, conecta –según estas otras maneras de mirar– con algo esencial al otro.
Sea esto solamente una creencia inducida por los modos de representarse e interactuar con el mundo bajo una u otra óptica cultural o, por otro lado, sea una realidad en efecto accesible a la experiencia humana, pero velada por los paradigmas que someten la percepción humana a los condicionamientos de lo socialmente consensuado como posible y real, sería tema de otra reflexión.
Lo que aquí interesa es enfatizar que el lugar que tiene la imagen –y con ella, el acto fotográfico [retratar o ser retratado] – en un contexto o escenario social particular, variará en acuerdo con la disposición simbólica en la que se organizan los elementos de dicho marco de realidad.
A modo de aterrizaje forzoso a la reflexión anterior, esta experiencia particular puede ayudar a hacer evidente la diferencia que podría presentarse en torno a la concepción cultural –o subcultural– de la imagen y el acto fotográfico, al tratar con individuos y subjetividades pertenecientes a diversos entornos sociales:
De agosto a diciembre de 2021, primero en el norte de Colombia y luego en el sur de México, cubrí como fotorreportero el flujo migratorio de haitianos que avanzaban en diásporas desde Chile y Brasil, principalmente, hacia el norte del continente, muchos de los cuales se quedaron en México. He estado en coberturas de migración en otras ocasiones; cubrí también, por ejemplo, las caravanas de migrantes de mediados de 2019 en el sur de México, en las que no figuraban haitianos, al menos no de manera sobresaliente. En estas andanzas he observado el carácter variopinto de las hordas migratorias; cada pueblo que migra reviste y no puede evitar traer consigo el disfraz de su theatrum mundi, sus modos de ser y su idiosincrasia. De todos los migrantes que tuve la oportunidad de retratar en mis distintas incursiones por el norte de Colombia y el sur de México –gente de Venezuela, Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Colombia, Bangladesh, Pakistán, India, Cuba, Ghana, Togo y otros países africanos– son sin duda los haitianos los que más resistencia y de manera más notable se oponen a la cámara al ser retratados. Mi experiencia –y en esto hay una coincidencia con otros colegas reporteros gráficos– me indica que el haitiano, en general, es particularmente reticente a la captura de su imagen.
–¡No foto!, ¿por qué foto? Oye amigo, eso no está bien, no es respeto, no quiero foto, ¿para qué foto?
La respuesta, excepto en pocas ocasiones en las que había un trato previo –o entre aquellos haitianos y haitianas que estaban más familiarizados y habían integrado más profundamente formas culturales de otras regiones del continente en sus migraciones previas– era casi siempre hostil y, quizá por el mismo vigor de sus formas culturales –su kinestesia particular y su tono de voz grave, muchas veces confrontativa–, en ocasiones la respuesta fue una mano extendida tapando el lente, o en otra fue un golpe directo a la cámara, sin aviso.
Una imagen es un símbolo que significa en múltiples niveles. Si el haitiano rechaza la imagen con un énfasis y decisión que no aparece tan constante en los miembros de otros pueblos y nacionalidades que caminan a su lado en la carretera Tapachula-México, puede bien deberse a condiciones histórico-sociales o a factores culturales (especulemos, por ejemplo, con el fuerte papel que cumplen tradiciones y prácticas mágico rituales, como el vudú, en su techo cultural, y el rol que la imagen y la representación objetual de la persona tiene en éstas) o a factores aún no planteados.
Sea como sea, lo cierto es que el hecho nos sirve para hacer evidente que los pueblos, los individuos que los constituyen, se representan la realidad –en este caso, la imagen especular como parte de esa totalidad de símbolos, acuerdos y expectativas denominado como realidad social– de manera homogéneamente compartida entre sus miembros, al menos en los rasgos generales. Y no solamente nos sugiere, como productores de imágenes, la existencia de una multiplicidad de concepciones en torno a la imagen por parte de aquello a lo que retratamos, sino que nos orilla, a nosotros mismos, a pensar en la imagen de múltiples maneras, haciendo lo mismo –en el mismo movimiento– con la mirada.
Entre los fotoperiodistas mexicanos suele decirse, con picardía, que una foto “primero la haces y después pides permiso para hacerla”. Esto tiene sentido y, a mi entender, más allá de la moralidad y la ética, se justifica principalmente por dos razones. En primer lugar, debido a la dinámica vertiginosa del periodismo –del diarismo, en particular–, en el que se tienen que registrar distintos sucesos al día, lo que supone, aunque esto puede ponerse en entredicho, cierta regulación de la empatía y los vínculos afectivos explícitos con aquello que se retrata. La lógica y los ritmos de los medios de comunicación requieren de velocidad y, de ser posible, de inmediatez.
El fotoperiodista –“obrero de la lente”, como escuché decir a algún colega fotorreportero– se mimetiza de alguna manera en esta forma comunicativa, interioriza la dinámica de la estructura dentro de la cual se desenvuelve y produce fotografías y, por tanto, sus imágenes –al menos las expuestas en determinadas plataformas– suelen quedar subsumidas, asfixiadas incluso, en dicho marco narrativo.
En segundo lugar, la finalidad periodística de registrar objetivamente y sin alterar, en la medida de lo posible, aquello que se registra –lo cual se pone en entredicho dadas las particularidades subjetivas y condicionantes sociales de la mirada individual, así como el hecho de que la imagen se produce y expone bajo criterios editoriales– es también un motivo por el que no se suele pedir permiso antes de tomar una fotografía. Si antes de disparar se solicita el consentimiento del retratado –al menos si se hace metódicamente-, muy probablemente sea tarde y la foto se esfume, o puede que el permiso sea negado, incluso cuando la respuesta a la cámara hubiera sido positiva o indiferente, sin un consentimiento explícito. Otra posibilidad es que se dé luz verde a la toma, pero se cambiará la postura y la pose adquirirá ahora una forma ad hoc para la auto-representación.
–¿Qué quiero mostrar?, ¿qué no quiero mostrar? ¿qué voy a simular?, ¿qué voy a disimular? –se preguntará el retratado y se acomodará a ello en el acto. Y así, de igual forma, excepto en pocas ocasiones, se esfumará esa foto, la que se quiso retratar en un primer momento.
Podríamos decir que la imagen periodística ideal, al menos bajo criterios ortodoxos y quizá caducos, es aquella en la que se logra ser “invisible” o “pasar inadvertido” –más por las cualidades de la presencia y el modo de acercamiento que por artificios voyeristas o las tácticas del paparazzi escondido tras el teléfono público–, de manera que ésta refleje el momento con la mayor naturalidad posible, lo que genera en el espectador la paradójica sensación de ser anónimo testigo fiel de lo no atestiguado.
Si bien la mirada misma de un observador –más aún, su sola presencia– basta para alterar el orden en el que se configuran los elementos del espacio social, es importante hacer resaltar que, en general, la introducción de un dispositivo de registro a dicho escenario (una cámara fotográfica, por ejemplo) acentuará aún más el impacto que dicha presencia pueda tener en el libre flujo de los acontecimientos. El suponerse libre de miradas externas –no se habla aquí de la internalización de la mirada– o incluso el saberse observado, es una cosa; pero el saber que alguien se acerca con una cámara fotográfica con la cual se generará una imagen y una representación y, más aún, el saber que dicha representación potencialmente circulará en un circuito social de imágenes y narrativas, será cosa distinta.
Nos enfrentamos a una problemática ética y práctica: aquella de mostrar y presentar un “hecho periodístico” bajo una discursividad de lo objetivo: aquello que se quiere (simula) o no se quiere (disimula) mostrar, como una realidad social inalterada y verídica. En este punto de la reflexión sería una necedad volver a enfatizar que la realidad social, así como la no social, nunca son “inalteradas” dada la presencia del observador.
Con la vertiginosidad de los ritmos de producción de imagen y narrativas periodísticas se corre el riesgo de la planicie del resultado: imágenes y narrativas unidimensionales sobre el complejo mundo social. Tanto mejor si estas imágenes y narrativas masticadas y digeridas de antemano dan lugar a consensos generales de opinión. Que estos consensos sean de izquierda, derecha, de arriba o abajo, es irrelevante, el mecanismo es el mismo: “¡Generemos consenso!”, “¡bueno y malos, víctimas y victimarios!”
Existen extensas reflexiones que ponen en tela de juicio la máxima de que “una imagen vale más que mil palabras”. Sabemos que, aunque la imagen dará cuenta del orden físico de los elementos reflejados en ésta (además de una serie de factores de índole diversa), al estar inserta en un discurso, no comunica solamente por lo que expone, sino por cómo ese orden expuesto se articula con otros niveles de significado. Por ejemplo, en la fotografía social, no sólo carecemos de los criterios que nos explican la situación concreta en su complejidad –es decir, la exactitud del orden previo de los elementos– sino que esta imagen puede jugar un papel narrativo o tener un significado distinto en discursos y contextos diferentes.
Lejos de la crítica a los consorcios mediáticos o a las agendas político económicas que podrían influir en el ejercicio periodístico, esta reflexión busca redirigir el cuestionamiento al individuo –del ellos al nosotros, del nosotros al yo, al periodista de calle, que es quien se ve enfrentado– de la misma manera en que la unicidad de la concepción en torno a la imagen se puso en cuestión al inicio del texto, al establecer la autocrítica a la propia mirada.
La producción de discursos es la producción de imaginarios, lo cual se materializa y evidencia aún más en la producción de imagen. En ese sentido, los comunicadores –en cualquiera de sus ramas–, son siempre representadores. ¿Está nuestra mirada subsumida en la lógicas de los mercados de la imagen, buscando el ruido y lo vociferante, y sus consecuentes medallas y aplausos? O ¿acaso está poseída por el cuerpo ideológico y los velos perceptuales de una teoría social, y combate con barbudos gigantes donde sólo hay inmóviles molinos de viento?
Nosotros, como “representadores” –forjadores de discursos y, por tanto, representaciones–, ¿buscamos de verdad conocer aquello a lo que nos vemos enfrentados, desvistiendo nuestra mirada en la medida de lo posible y en la medida en que la estructura y la metodología elegida lo permita, de “a prioris” y axiomas ideológicos, siendo críticos siempre con nuestra misma mirada?
Como los recientes –y no tan recientes– avances en mecánica cuántica sugieren, el observador, la conciencia que experimenta la realidad, influye en el orden de aquello que es observado, sea en el mundo subatómico o en otros niveles orgánicos, físicos y sociales de la realidad. Por lo tanto, de la misma manera que cae y se diluye (al menos se relativiza) la máxima “una imagen vale mis palabras”, comienza a tambalearse también aquella del paradigma materialista de la ciencia del “ver para creer”, dando paso –en coexistencia y no necesariamente a modo de reemplazo– a una que emerge, a la vez antigua y nueva: “creer para ver”. Si a modo de ejercicio diéramos por cierto esta máxima, y siguiendo esta línea de pensamiento pudiéramos jugar con la posibilidad de que la imagen, se imagina antes de hacerla (incluso antes de pedir o no pedir permiso), nos veríamos enfrentados entonces con la necesidad de cuestionarnos si somos nosotros los que imaginamos, o alguien/algo está imaginando por nosotros pues, como dijo el poeta Pessoa, “nada se sabe, todo se imagina”.
* Pedro Anza es cronista, fotógrafo y antropólogo.
Portal periodístico independiente, conformado por una red de periodistas nacionales e internacionales expertos en temas sociales y de derechos humanos.
Ayúdanos a sostener un periodismo ético y responsable, que sirva para construir mejores sociedades. Patrocina una historia y forma parte de nuestra comunidad.
Dona