Este estado es uno de los siete que han despenalizado el aborto. Aunque permanecen en la práctica muchas trabas formales para acceder a este procedimiento, sobresalen las colectivas de mujeres que acompañan y defienden este derecho a decidir o no la maternidad
Texto: Daniela Rea
Ilustraciones: Nefazta
MÉXICO.- “¿Cómo abortamos ahora? ¡Sin miedo!”, dice entusiasta Amanda V. González, integrante de REDefine Veracruz, cuando responde a la pregunta de cómo es abortar en ese estado, a diez meses de que se despenalizó la interrupción del embarazo hasta las 12 semanas de gestación. Veracruz es uno de los 32 estados de México, donde se vive entre el gozo y desparpajo de los carnavales y el fervor religioso; entre la admiración por la belleza de sus mujeres y la violencia sexual y feminicida contra ellas.
“Antes hacíamos casi todo el acompañamiento por teléfono, poco presencial, algunas colectivas sí acompañaban en casas, nosotras no”, dice por su parte Jacqueline Estrada, acompañanta de aborto del colectivo Aquelarre Veracruz. Las acompañantas, como se nombran las jóvenes que acompañan, asesoran técnicamente y soportan emocionalmente a otras para poder decidir sobre su cuerpo.
Teníamos protocolos para adquirir y entregar las pastillas, en las llamadas no mencionábamos la palabra (aborto), teníamos mucho cuidado, nosotras compartíamos el miedo porque la ley nos castigaba. Ahora es distinto, ya no tenemos que escondernos”.
Nancy Torres Castañeda es también acompañanta, pero del colectivo Colmena Verde. Antes de la despenalización su trabajo no se podía decir en voz alta. Lo difundían de boca en boca o pegando stickers cerca de las universidades. “Llegamos a recibir agresiones en nuestras redes sociales y algunas amenazas. La despenalización es un triunfo para nuestro trabajo”.
En México el aborto está considerado un delito y se castiga de manera distinta en los 32 estados del país. Solo siete estados lo han despenalizado hasta las 12 semanas de gestación. Veracruz fue el cuarto en hacerlo, en julio de 2021, después de la Ciudad de México, Oaxaca, Hidalgo, y antes de Baja California, Colima y Sinaloa.
Otros estados, en cambio, lo penalizan con algunas excepciones, por ejemplo si es resultado de una violación, si hay malformación en el embrión, si fue provocado de manera accidental, si pone en riesgo la vida o la salud de la mujer o si fue inseminación artificial no consentida. Otros, más conservadores, lo castigan siempre, salvo que el aborto sea espontáneo o cuando fue resultado de una violación. Y el castigo puede ser hasta de seis años de prisión.
El caso de Veracruz es particular porque, a diferencia de otros estados, no castigaba a las mujeres que abortaban con cárcel, sino con “reeducación” y trabajo comunitario. Pero eso no significaba que corrieran con más suerte que en otros lugares, porque en la práctica se les podían imputar otros delitos más penados como infanticidio en razón de parentesco u omisión de cuidados, que sí podían llevarlas a prisión. Del año 2005 al 2020, según datos presentados por legisladoras de Veracruz, 163 mujeres fueron denunciadas y sentenciadas por infanticidio y homicidio en razón de parentesco. Además, a diferencia de otros estados, aquí se castigaba con cárcel a quienes realizaban el procedimiento de aborto o acompañaban a las mujeres a hacerlo, bajo el pretexto de apología del delito.
Veinte años antes de este logro, en el verano de 2001, yo era reportera en un periódico local de Veracruz y me encargaron escribir un reportaje de las clínicas clandestinas para abortar. Aunque era ilegal, abundaban estos espacios. Bastaba con abrir la página de clasificados de cualquier periódico impreso para encontrar anuncios como “¿Embarazada? ¿Necesitas ayuda?”, “¿Estás embarazada y no sabes qué hacer? Podemos ayudarte. Marca al teléfono tal”.
Para hacer ese reportaje marqué a varias clínicas y dije que estaba embarazada. En una de ellas me citaron en un edificio en el centro del puerto de Veracruz. Subí las escaleras y encontré un departamento de tres habitaciones. Apenas entraba la luz. No era tan grande, pero la falta de muebles y personas las hacían lucir amplias. La austeridad les permitía a los dueños desmontar la “clínica” en caso de cualquier denuncia policial. En uno de ellos, en medio de la nada, había una cama obstetra de metal y el escritorio del doctor que me recibió y se presentó como ginecólogo, aunque no había diploma alguno que confirmara su nombre y oficio, para no exponerse a denuncias en su contra.
“Siéntate y cuéntame qué te trae por aquí”, más o menos fue lo que me dijo. Yo le dije que estaba embarazada y que no quería tener al bebé. Me hizo preguntas médicas: edad, cuando empecé a menstruar, la fecha de mi última regla, la fecha de mi última relación sexual. Me dijo el monto a pagar, alrededor de 40 dólares, el equivalente a lo que yo pagaba por el alquiler mensual de un cuarto de azotea compartido. Un monto difícil de costear para cualquier estudiante universitaria. El hombre, de ojos de piedra, a quien recuerdo vestir una bata blanca y saludar con manos rugosas y grasientas, dijo que si no tenía el dinero completo aceptaba teléfonos celulares o DVD como pago.
Salí de la oficina con asco y temor, pensando en todas las jóvenes que se tenían que exponer a hombres como él, sin ninguna certeza de que todo saldría bien y de que alguien se haría responsable si algo fallaba.
Por contactos de una amiga originaria de Veracruz que había estudiado en colegios privados —yo había llegado a ese estado a estudiar la universidad— pude dar con dos ginecólogos que practicaban el aborto en clínicas de maternidad establecidas legalmente. Realizaban la interrupción de manera clandestina, en el mismo espacio donde atendían partos.
El trámite era curioso, por decirlo de alguna manera: primero tenías que ir con un doctor que te cobraba la consulta y te confirmaba, con un ultrasonido, el embarazo; te regañaba y te decía que él no podía practicarlo porque su amor por Cristo y la Virgen se lo impedía, pero te deslizaba una tarjeta con el nombre de un colega que no tenía inconvenientes en hacerlo. La tarjeta tenía los datos de una clínica de maternidad ubicada a escasas cuadras del centro político y religioso de Veracruz. A diferencia de la clínica clandestina, oculta, de la cual no sabías ni el nombre de quien atendía, aquí todo era luminoso, rosado y visible. El costo por hacer el legrado era de 250 dólares, seis veces más que en el otro lugar.
En ese entonces el aborto en Veracruz estaba prohibido por ley; mujeres embarazadas y acompañantes eran perseguidas penalmente. El Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) documentó la historia de Carmen*, una mujer que en febrero de 2013 tuvo un aborto espontáneo, mientras era atendida en la Cruz Roja por fuertes dolores abdominales. Los paramédicos la acusaron ante el Ministerio Público de haberse encerrado en el baño a practicarse un aborto, y fue procesada por homicidio calificado, pese a que no había evidencia de que el aborto fue inducido. Carmen permaneció en prisión ocho meses hasta que logró su liberación.
Como Carmen, Martha Patricia también fue procesada penalmente, pero ella por el delito de aborto. En diciembre de 2014 comenzó a tener dolores y mareos, fue a un hospital público donde erróneamente le diagnosticaron colitis y le dieron tratamiento; tres meses después comenzó a tener fuertes dolores, corrió al hospital y ahí se enteró de que estaba embarazada con casi veinte semanas de gestación, tuvo un aborto espontáneo y los médicos la señalaron de asesina. Como en el caso de Carmen, la complicidad entre personal sanitario y judicial derivó en su criminalización. Fue procesada penalmente y gracias al trabajo de Las Libres, una organización civil, y el Centro de Información y Docencia Económica (CIDE), una universidad pública, logró evitar la prisión.
Entre 2007 y 2016, según datos de la organización GIRE recogidos en el informe Maternidad o Castigo, en Veracruz se registraron 87 denuncias por aborto, se realizaron 12 juicios, hubo tres casos de prisión preventiva y 22 de prisión definitiva; de estos solo tres fueron mujeres y el resto de hombres, quienes podrían haber sido encarcelados por practicarlo o por acompañar.
Meses después de hacer ese reportaje sobre las formas de abortar clandestinamente en Veracruz quedé embarazada. Por el trabajo que hice para el periódico supe que no quería exponerme en una clínica clandestina y que un par de clínicas de maternidad ofrecían el procedimiento. Opté por usar “la píldora”. Alguna vez un grupo de mujeres repartió en la universidad postales con las instrucciones para interrumpir el embarazo con misoprostol. Fui a la farmacia, compré la dosis y, con el apoyo de mis amigas a la distancia y por teléfono, me fui a un hotelito barato del centro del puerto para hacer el procedimiento. No quería hacerlo en el cuarto que rentaba y que la casera me acusara ante mi familia. Pasé la noche en vela, llena de miedo y culpa.
Las pastillas no funcionaron. Entonces decidí acudir a la clínica de maternidad, la del procedimiento costoso. Ahí, entre mujeres con barrigas rebosantes y después de que el ginecólogo me regañara por ser mala mujer, por perder la oportunidad de tener a un hijo de dios, me anestesiaron completamente y menos de una hora después salí con el vientre vacío. Para una estudiante universitaria el costo de 250 dólares era impagable. Yo pude hacerlo porque estaba en una universidad pública y no pagaba colegiatura, además de que mis padres me ayudaban con el gasto de renta y alimentos; así que los mil 500 pesos que ganaba al mes como reportera, podía ahorrarlos. El aborto me costó casi cuatro meses completos de salario.
“Siempre han existido clínicas clandestinas o clínicas privadas de maternidad que, al mismo tiempo que atendían partos, realizaban abortos ilegales”, dice Jacqueline Estrada, integrante de la colectiva Aquelarre Veracruz.
A estos espacios llegas de boca en boca, con el estigma de hacer algo inmoral, revictimizada por el personal de salud que, con una mano cobran a las mujeres y con otra las maltratan”.
Nos maltratan, como si se tratara de un castigo, de un regaño moralizante por atrevernos a hacer lo que queremos con nuestro cuerpo. Pero para la gran mayoría de mujeres estos espacios no han sido una opción, porque no todas tienen acceso a la información para decidir y los recursos para costearlo. Para la gran mayoría de mujeres en México lo que queda es exponerse a procedimientos que ponen en riesgo su vida (Veracruz ocupa el tercer lugar de muertes maternas a escala nacional) o continuar con un embarazo no deseado, muchos de ellos en adolescentes y otros tantos productos de violencia sexual. Entre 2017 y 2020, dos de cada diez de los nacimientos registrados en Veracruz eran de madres adolescentes, y en ese mismo período fueron atendidos 990 casos de violencia sexual contra adolescentes, de acuerdo con los datos que la legisladora Mónica Robles presentó ante el Congreso en el verano del 2021 para argumentar la despenalización del aborto.
Pude acceder a un aborto seguro porque tenía información como reportera y el dinero para pagarlo. En México, solo 5 por ciento de las mujeres que tienen menos de 25 años (la edad que yo tenía entonces) puede pagar un aborto en una clínica privada; 15.6 por ciento tiene entre 25 y 29 años. Ni siquiera abortar con misoprostol —que cuesta entre 500 y 2 mil pesos — es asequible para las mujeres de este país: solo el 19 por ciento de las mujeres de 15 a 25 pueden pagarlo y 36 por ciento de aquellas que tienen entre 25 y 49, según cálculos hechos por Carolina Torreblanca, de Data Cívica.
Para la gran mayoría de mujeres en este país el aborto seguro no es accesible. Solo siete de los 32 estados del país lo han despenalizado. En esos estados -Ciudad de México, Oaxaca, Hidalgo, Veracruz y Sinaloa- viven 16 millones de mujeres, lo que deja desprotegidas legalmente a 48 millones de todas las que viven en este país. Para ellas, acceder a un aborto seguro depende de tener la información y los recursos económicos para viajar a los estados donde está despenalizado. En la Ciudad de México, la primera que despenalizó el aborto en el 2007, se han realizado 240 mil 900 abortos desde entonces al 2021, de ese total casi una tercera parte fueron de mujeres provenientes de otros estados. Pero incluso en los estados donde el aborto está despenalizado, este no se garantiza por varias razones, como han documentado mujeres activistas que acompañan.
Amanda V. González, de REDefine Veracruz, dice que la despenalización sucedida hace diez meses no borró la importancia del trabajo de activistas y acompañantes, sino al contrario, pues el derecho no se garantiza dignamente en las clínicas públicas.
Se cambió el código penal, pero no es automático el acceso a derechos. En teoría podrías ir a un centro de salud, pero en la práctica hay muchos pretextos”, dice Amanda.
Pretextos como decir que no hay un manual claro, que no están informados, que no tienen material o que quieren ejercer su objeción de conciencia. “No puede haber pretextos, porque no estamos partiendo de cero, antes de la despenalización ya contábamos con la NOM-046 que indica el procedimiento de aborto en caso de violación”. La NOM-046 es una norma que establece protocolos de actuación en el país, por lo cual tendría que haber material en todos los hospitales y el personal médico ya tendría que saber cómo actuar en caso de que una mujer solicitara el aborto y más ahora que está despenalizado.
Amanda recuerda el caso de una joven en Veracruz que, ya despenalizado el aborto, acudió a una clínica municipal y le dijeron que ahí no se atendían esos casos. La enviaron a otro y ahí le dijeron que tampoco, que fuera a un hospital más grande en donde también le negaron el derecho porque destinaron el espacio a atender, exclusivamente, a personas con covid-19. Finalmente, la joven lo hizo con apoyo de las acompañantes.
“Todavía vemos la criminalización, falta de voluntad política, falta de ética. Como decimos siempre: se despenaliza la ley, pero hace falta la despenalización social, que es mucho más lenta. Hemos dado un paso muy grande, agigantado, porque antes podían meternos a la cárcel y ahorita ya no. Para mí eso es increíble, pero la tarea no ha terminado. Siempre habrá personas que estén contra el aborto, pero mientras haya un andamiaje social y jurídico que acompañe a la mujer, se podrá acceder a un aborto legal, seguro y gratuito”, dice Amanda.
Rebeca Lorea, quien fuera coordinadora de Incidencia de GIRE, coincide en que la despenalización no garantiza el acceso. Ahora, además de empujar el reconocimiento al derecho al aborto en el resto del país, sigue el seguimiento de la política pública que permita su acceso. “La ruta de incidencia política para despenalizar es la más andada y clara, pero el camino del acceso queda aún por explorarse. Toca sentarnos a planear y revisar, por ejemplo, el destino y uso de recursos para garantizar el aborto seguro y gratuito, la objeción de conciencia de personal médico es un camino por seguir”.
Mónica Robles, legisladora de Veracruz que promovió la despenalización, dice que si bien ya se publicó un protocolo para que las mujeres accedan a su derecho, siguen los obstáculos. “La objeción de conciencia, la falta de información a las mujeres y la publicidad de rutas para acceder a este derecho son algunos de los obstáculos más importantes que hemos visto”.
Amanda, Nan y Jaqui coinciden en que el trabajo de las acompañantas no disminuyó con la despenalización; por el contrario, aumentó porque más mujeres decidieron abortar y solicitar su apoyo por miedo a ser ninguneadas en las clínicas, negadas en sus derechos, juzgadas en su decisión.
Si el Estado no existe, ellas acompañan
Ante la prohibición del Estado, las acompañantas ayudan a acceder al derecho a elegir sobre su cuerpo; ante la despenalización y la falta de garantías, las acompañantas ocupan ese vacío. Además de redes y protocolos, hicieron una “caja de herramientas” a raíz de sus experiencias: esta caja busca conocer el contexto social y político, la incidencia del marco internacional y nacional alrededor del aborto, las nociones de religión, laicidad y ciencia para entender qué puede significar el aborto en la vida de cada mujer. Acompañan, consiguen dinero, distribuyen medicamentos.
Jacqueline Estrada cuenta que su formación como acompañanta ha sido gracias al trabajo de compañeras que en otras ciudades las antecedieron, como la Ciudad de México o Guanajuato. El conocimiento se hace autónomo y se comparte. Porque su trabajo importa más aún cuando el aborto ya no se castiga por ley. “Trabajamos por lograr la despenalización y lo logramos; ahora trabajamos en desmitificar estos fundamentos morales y religiosos de culpabilización que aún pesan sobre las mujeres. Queremos abortos libres y seguros, física y emocionalmente”.
Este reportaje hace parte de #HablemosDelAborto, una conversación digital sobre los efectos sociales de la criminalización del aborto en algunos países de Latinoamérica, así como la urgencia de despenalizar, no solo jurídica sino en entornos cotidianos. Es organizada por Mutante, en alianza con El Espectador en Colombia; GK, en Ecuador; Alharaca, en El Salvador; y Pie de Página, en México.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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