Los jornaleros mueren por enfermedades curables, en accidentes carreteros y en campos agrícolas. Sufren la discriminación toda su vida. Desde el vientre materno las infancias padecen secuelas de trabajos forzados de sus madres desnutridas. Pese al llamado de “primero los pobres” los 8.5 millones de población jornalera continúa en la pobreza extrema
Por Centro de Derechos humanos de la Montaña, Tlachinollan
En México cerca de 3 millones de personas que se desempeñan como jornaleros y jornaleras en los campos agrícolas de occidente y norte del país no han constatado lo que significa la nueva estrategia económica del gobierno federal.
A pesar de que la política económica del presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador, “es que los de abajo, los de la base de la pirámide, reciban más beneficios, porque se trata de los pobres y no puede haber trato igual entre los desiguales”, los 8.5 millones de población jornalera, adulta e infantil, que reporta la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (CONASAMI), continúan en la pobreza extrema. Son trabajadores migrantes que deambulan por el país en condiciones sumamente precarias. En todo su peregrinar son tratados como seres sin derechos, que son víctimas de engaños, abusos, maltratos, atracos, violencia física y sexual.
No existe una instancia gubernamental que se encargue de atenderlos. Los funcionarios públicos se mantienen al margen de las tragedias cotidianas que padece la población jornalera. No cuentan con datos exactos sobre cuántas familias dependen del trabajo agrícola eventual en su región. Los mismos censos del INEGI no los registran. Los tres niveles de gobierno parecen coludirse contra la población más invisible e indefensa, porque no hay un solo programa que cubra sus necesidades más apremiantes, como su alimentación, salud, hospedaje, educación y traslados. Lo real es que ni el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) se compromete para asumir su causa. Saben que las familias jornaleras no reclamarán su indolencia ni su falta de compromiso.
Las historias de las jornaleras y jornaleros son cruentas. Mueren por enfermedades curables, en accidentes carreteros y en los mismos campos agrícolas. Sufren estoicamente la discriminación durante toda su vida. Desde el vientre materno las niñas y los niños padecen las secuelas de los trabajos forzados de sus madres desnutridas. En las comunidades indígenas muchas de ellas son obligadas por sus padres a casarse desde los doce años. Su maternidad temprana las somete a un régimen de vida tortuoso; por la violencia familiar que padecen por parte de sus parejas y sus suegros. Trabajan triples jornadas porque realizan actividades pesadas en los campos agrícolas. Además de cargar a su hijo pequeño sobre la espalda, también cargan las cubetas o costalillas de chile o tomate que recolectan, para ganarse 5 pesos por cada recolecta. Realizan la comida para el esposo, los hijos y los suegros, y durante la noche lavan la ropa y cuidan a los más pequeños.
Son contadas las madres indígenas jornaleras que están registradas dentro del programa federal de madres trabajadoras. En la Montaña de Guerrero pocos son los registros de madres que salen a trabajar a los campos agrícolas que cuentan con ese programa. El consejo de jornaleros agrícolas de Tlapa, que atiende en la Unidad de Servicios Integrales (USI) a las familias migrantes de los 19 municipios de la Montaña, principalmente Cochoapa el Grande, Metlatónoc, Copanatoyac y Tlapa, ha registrado al menos 10 madres que son beneficiarias de este programa. De las 13 mil madres indígenas que se han enrolado como jornaleras agrícolas durante el 2021 y lo que va del 2022, no aparecen en los censos de bienestar. Los mismos servidores y servidoras de la nación han manifestado que no registran a las madres que no están en sus hogares, mucho menos realizan un reporte del número de familias que están ausentes y que salen en busca de trabajo a los campos agrícolas. Los jornaleros y jornaleras agrícolas al luchar por su sobrevivencia fuera de su municipio y su estado, en automático quedan excluidos como beneficiarios de los programas federales, porque no hay datos oficiales que los contemple dentro de sus censos.
Las familias jornaleras son víctimas de un modelo de atención cuya base de datos se alimenta de la información que proporcionan directamente las personas o sus parientes que se encuentran dentro de su comunidad. No hay forma de tomar en cuenta a las familias que, por su situación de pobreza extrema, salen más de seis meses para trabajar como jornaleros agrícolas. Los distintos programas de Bienestar descartan a la población jornalera por no acreditar su estancia en la comunidad y porque físicamente no hay forma de comprobar que ahí radican. Su identidad como jornaleros y jornaleras es insuficiente para incorporarlos a los programas de Bienestar. No toman en cuenta la enorme movilidad de las familias indígenas que están en búsqueda constante para obtener ingresos. La normatividad que rige a los programas federales excluye a las familias pobres que no son entrevistadas en sus viviendas. Los programas de Bienestar son incompatibles con la población jornalera que lucha por su sobrevivencia.
Esta batalla contra los empresarios que los explotan y los gobiernos que los ignoran es abismal, porque violan masivamente sus derechos laborales sin que las autoridades intervengan para salvaguardarlos. El poder económico cuenta con el respaldo del poder político porque no se garantiza un salario digno para la población jornalera. Tienen más peso los empresarios que las representaciones sindicales y el mismo gobierno federal para mantener a la población jornalera como trabajadores acasillados, sin que se garanticen sus prestaciones laborales que por ley les corresponden. Las jornaleras y jornaleros existen en la medida que dan la pelea en los campos agrícolas para exigir mejores salarios por sus labores agrícolas.
A más de tres años del gobierno de la 4T, las familias jornaleras no han sido escuchadas ni atendidas. Las funcionarias de Bienestar han argumentado que no se pueden crear programas sectoriales para beneficiar solo a un segmento de la población, que en el caso de la población jornalera serían 8.5 millones de personas en extrema pobreza. Apelan que con los programas federales que se aplican en todo el país, las familias jornaleras quedan incluidas, y por lo mismo, no ven que sea necesario crear otros programas, como sucedió en sexenios anteriores. Plantean que sean ellos y ellas las que tienen que adaptarse al modelo de atención que brinda Bienestar. Lamentablemente la realidad ha demostrado que la población jornalera de México está desatendida y desamparada. No accede a los programas federales, y más bien enfrenta la infranqueable fatalidad de continuar trabajando como parias en los campos agrícolas.
En la pandemia fueron los jornaleros y las jornaleras las que nunca dejaron de trabajar, porque el suministro de alimentos fue una actividad esencial que tenía que garantizarse por la emergencia sanitaria. En este contexto la agroindustria mexicana reportó un crecimiento del 7% debido al aumento de la demanda de exportaciones hacia Estados Unidos y Asia, sin embargo, la saturación del mercado laboral, trajo una precarización de los salarios y de las prestaciones laborales. Lo trágico de la pandemia fue que las condiciones laborales de las familias jornaleras empeoraran, al grado que fueron ellas las que pagaron con su vida los estragos del covid-19. Las autoridades del Trabajo y Previsión Social no obligaron a que las empresas agrícolas aplicaran las medidas sanitarias en los campos agrícolas, para evitar el contagio de la población jornalera. No hubo un monitoreo, mucho menos sanciones a las empresas que incumplieron con los compromisos de proteger a los trabajadores, de aplicar las pruebas PCR y asegurar su confinamiento. Fue grave que los funcionarios de la secretaría del Bienestar no priorizaran la vacunación de la población jornalera que desempeña actividades esenciales en nuestro país. Los casos de jornaleros y jornaleras que murieron por covid 19 en su mayoría no trascendieron al ámbito público. Los que se documentaron dan cuenta del trato insolente de los empresarios agrícolas, su falta de corresponsabilidad con la clase trabajadora, así como la desatención de las autoridades federales; su desprecio por la vida de la población jornalera y su desentendimiento de las tragedias familiares.
A nivel estatal, las nuevas autoridades han ignorado a las familias jornaleras que salen de la Montaña y Costa Chica de Guerrero. Desde que tomó posesión la gobernadora Evelyn Salgado suspendió los nimios apoyos que proporcionaba a través de la secretaría de asuntos indígenas. Son más de seis meses que la USI no cuenta con insumos para la preparación de alimentos a las familias jornaleras que salen de Tlapa para trasladarse en autobuses a los campos agrícolas de Chihuahua, Sinaloa, Jalisco, Michoacán, Guanajuato y San Quintín, Baja California. La secretaría del migrante se comprometió a mejorar las instalaciones de la USI y hasta la fecha la gente sigue sin servicios sanitarios y sin dormitorios. La coordinadora estatal del registro civil se comprometió a instalar un modulo en la USI para asegurar el registro gratuito de los niños y niñas jornaleras, sin embargo, fue una burla más para las familias que requieren este servicio. Las autoridades de salud han regateado los medicamentos básicos para la población jornalera y se niegan a proporcionar personal médico para que atiendan a las madres embarazadas que salen a trabajar a los campos agrícolas, y a la niñez que presenta rasgos severos de desnutrición.
Hay un gran desprecio a la población jornalera porque implica destinar recursos financieros para atender sus necesidades básicas. Los ignoran porque saben que no harán pública su protesta. No hay albergues donde puedan descansar. Las familias acomodan sus costales y enseres domésticos en los lechos de las barrancas para comer totopos, y sobre cartones, se duermen en las banquetas. A pesar de que salen varias familias de la misma comunidad, no se organizan para asegurar su traslado en condiciones dignas y seguras. Depositan su confianza en los mayordomos por ser de la región y porque dominan su lengua materna. La contratación que es verbal es desventajosa y abusiva. No les cubren los gastos de pasajes ni comidas para llegar al campo. No les brindan los servicios de estancia para tener un espacio donde comer y dormir.
Todos estos abusos los conocen las autoridades del estado, saben de este problema añejo. Ubican los municipios donde hay mayor expulsión de familias jornaleras, sin embargo, no hay una dependencia que se encargue de atenderlos. En el plan estatal de desarrollo la población jornalera brilló por su ausencia. Siguen invisibilizados y desamparados. Tanto en el gobierno federal como en la nueva administración estatal, las jornaleras y jornaleros agrícolas, son los olvidados de la 4T.
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