Las palabras cobran vidas cuando son dirigidas a un grupo determinado de personas, porque, detrás de las palabras, vienen los actos. La palabra sangra cuando se ataca a un individuo, a un grupo de personas sistemáticamente violentadas
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El Holocausto no comenzó por asesinatos, hubo palabras que le antecedieron. Lo mismo con el genocidio armenio y con todos los demás genocidios institucionalizados; con la actual guerra de Rusia en Ucrania.
La palabra cobra vidas cuando éstas son dirigidas a un grupo determinado de personas, porque detrás de las palabras vienen los actos. La palabra sangra cuando se ataca a un individuo, a un grupo de personas sistemáticamente violentadas.
A lo largo de la historia, los feminismos —porque ni es uno solo, ni todos actúan de la misma manera— han excluido a determinadas poblaciones: a las mujeres afrodescendientes, a las mujeres lesbianas, en la época actual, a las mujeres trans.
Poco a poco, el feminismo transexcluyente va cobrando mayor deslegitimación, y con él, las feministas que apuestan por esa selectividad.
En su defensa, salen argumentos radicales relacionados con la Biología, con la religión y la familia; con la Psicología, cualidad común entre los grupos transodiantes radicalizados.
El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-V) incluye a la disforia de género entre su amplio catálogo de patologías: “una marcada diferencia entre la identidad de género interna y el género asignado que dura al menos seis meses”.
Es curioso cómo en la actualidad una parte de la Psicología insiste en catalogar la naturaleza trans como una enfermedad, al igual que como en el DSM-I, con la homosexualidad catalogada como un padecimiento. Lo que no termina de ser claro es cómo aquello que no embona, como engranaje de la cisheteronorma, es catalogado como enfermedad, como si existiera una sola forma correcta y válida para identificarse y expresarse, para vivir en el mundo; como si la sanidad estuviera dictada por la cisheteronorma, a manera de un patrón ejemplar de desenvolvimiento. Curiosamente la Biblia dice lo mismo, pero con palabras distintas.
No me sorprende que las personas transfóbicas, con pleno desconocimiento de causa, consideren al DSM —y otras a la Biblia— como una verdad absoluta, “biológica”, “científica”, afirman.
Dogmática, digo yo.
Hay grupos y personas provida y defensores de la familia, quienes consideran los libros de educación básica de Biología verdad absoluta. Específicamente, aquellas páginas que infieren que los caracteres sexuales determinan y diferencian al hombre de la mujer.
Es necesario que desde la Secretaría de Educación Pública se hagan las adecuaciones necesarias para que los textos gratuitos de educación básica sean editados de tal manera que desde ahí comience a gestarse el cambio para que a las personas trans y disidentes de la cisheteronorma se nos respete desde las aulas, para visibilizar y dignificar a la población trans, y se necesita hacer ya.
En la educación está la clave del cambio social.
Urge la concientización e inclusión de una agenda de género transincluyente en la Secretaría de Educación Pública, y desde ahí comenzar a reformar los libros que actualmente se están utilizando para impartir clases.
A diferencia de los temores transfóbicos —como los de Gabriel Quadri, Amelia Valcárcel, Andrea Medina, Alda Facio, Aimée Vega, Angélica de la Peña, etcétera—, incluir una agenda de género en el sistema educativo, a la par de la aprobación de la Ley de Identidad de Género para las infancias, lejos de borrar a las mujeres o eliminarlas de justas deportivas, de pervertir infancias o plantar cambios irreversibles en ellas, va a crear conciencia desde la niñez para evitar la discriminación hacia la comunidad trans y no binaria.
Las personas transodiantes piensan injustificadamente que los niños no tienen conciencia de sí; estas personas confunden la niñez con la idiotez. Pero eso sí, desde los primeros años de vida, al niño se le pregunta cuántas novias tiene; a la niña, vestida de rosa, le enseñan a esperar por el príncipe azul. La sexualización de los niños está más presente de lo que nos imaginamos, y el problema radica en que pasa completamente desapercibida porque ya está normalizada; pero cuando se trata de infancias trans, surgen los discursos de odio: “a esa edad no saben lo que quieren… no son maduros como para decidir por sus cuerpos… se les extirpan los órganos sexuales…”, ¡vaya mentiras! Un amarillismo impresionante para justificar su discriminación. A las infancias trans se les quiere negar su identidad de género autopercibida, se les quiere obligar a encajar a la cisheteronorma.
Lo común tiende a pasar como lo correcto. No es así.
No puede haber una lucha eterna para la dignificación de la población trans en el sistema, el Estado debe empezar a actuar responsablemente en materia educativa con esta población vulnerable. Es indignante que se nos continúe invisibilizando desde la educación básica. Y habrá quien diga “son temas complejos para entenderlos a esa edad”, pues no: la complejidad se la adjudica cada quién, porque si hay una educación en casa y en las aulas, ese eufemismo de complejidad se desvanecería. Actualmente el contenido que se enseña está dirigido a perpetuar la cisheteronormatividad como núcleo de la sanidad, y es urgente deconstruirlo desde el sistema educativo también.
La semana pasada fuimos testigos de lo problemático que es el que la academia promueva discursos de odio a través de sus foros virtuales (UNAM-CEIICH). Y afortunadamente hubo inconformidad de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, entre ellas, el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación (COPRED), dirigido por Geraldina González de la Vega, quien fue severamente criticada por señalar los discursos de odio emitidos desde la UNAM, los inconformes decían: “¿en dónde queda la libertad de expresión?”.
¿Hasta dónde llega la libertad de expresión? Hasta donde no haya discriminación.
Es impensable que se considere libertad de expresión a los discursos que promueven violencia, discriminación y, en el peor de los casos, homicidios, crímenes de odio.
No, lo que pasó en la UNAM no es libertad de expresión —ni el COPRED es la policía del pensamiento— de la misma manera en que los comentarios emitidos por el diputado panista Gabriel Quadri —el pasado jueves durante la sesión del Congreso el mismo día internacional de la visibilidad trans— fueron evidentemente comentarios discriminatorios, no sólo en contra de la diputada de Morena, Salma Luévano, sino como ella misma mencionó, “no acepto sus disculpas porque no solamente soy yo, somos millones y millones de personas a las que, desafortunadamente, por este tipo de personas nos están matando”, al rechazar la forzada disculpa de Quadri, según él, por “un exceso retórico”. Eso no fue un exceso retórico, fue más bien discriminación explícita. La retórica no entra aquí.
El respeto a la identidad de género no es un asunto partidista, es un asunto de derechos humanos.
Diferentes diputados mostraron su inconformidad, no sólo de Morena, incluso del mismo PAN y del PRI, como fue el caso de Cynthia Iliana López Castro, quien reclamó a Quadri: “es una falta de respeto que se dirija como ‘señor’ a una mujer, nos está faltando el respeto a todas las mujeres, a todos los diputados y a todos los mexicanos que hemos luchado muchos años por que no haya discriminación en este país”.
El que se nos continúe negando a la población trans desde la educación básica perpetúa nuestra exclusión del Estado, ¿en dónde queda la educación laica del país si se siguen impartiendo cátedras en donde el determinismo biológico aflora; en donde el género queda abolido al interior de la currícula en el sistema educativo; en donde la academia organiza foros virtuales de feministas transexcluyentes bajo la bandera de libertad de expresión; en donde todas estas palabras emitidas van sangrando como llagas interiores cuando se escuchan, o peor aún —y más textualmente— como crímenes sanguinarios con una carga innegable de odio?
La palabra sangra cuando se utiliza como arma ante un grupo vulnerado.
Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.
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