El zoológico de Moctezuma II y su ‘maldito’ serpentario

31 mayo, 2019

La majestuosa Tenochititlán ofreció a los conquistadores un paisaje lleno de cosas extrañas y asombrosas. El emperador Moctezuma II albergó en sus dominios algo parecido a un zoológico. Cosa desconocida para los combatientes europeos

@ignaciodealba

Durante el recorrido que hicieron Hernán Cortés y sus hombres por el nuevo mundo no encontraron una metrópoli que fuera tan grande y viva como Tenochtitlán. Algunos de los soldados no habían visto en su vida una ciudad tan grande. Un día cualquiera, relata Cortés, por el lago de Texcoco que rodeaba la ciudad podían transitar hasta 60 mil canoas.

Y como las canoas, las calzadas y sin comparación los mercados atiborrados de gente; pescados, pieles, pájaros, insectos, plumas, cacao, algodón, telas, semillas, maíz, piedras preciosas, alfarería, alhajas, frutas, mieles, esclavos y otras mercancías traídas de la vastísima Mesoamérica. Por ejemplo, solo el mercado de Tlatelolco tenía más gente que la ciudad de Sevilla.

La caballería de Cortés y los soldados estaban empequeñecidos por la ciudad, en la ruta que habían realizado desde San Juan de Ulúa, Veracruz, hasta Tenochtitlán, sólo cruzaron por caseríos y pueblos dominados por caciques locales. Si acaso la pirámide de Cholula los impresionó. Pero nada como la metrópoli rodeada por agua y donde sus habitantes transitaban en canoas, como en Venecia, relatan los conquistadores.

Los europeos, sus esclavos y sus aliados totonacos, tlaxcaltecas y cholutecas eran pocos, en comparación con la población de Tenochtitlán. Cortés, muy dado a la diplomacia, sabía que sólo por medio del convencimiento lograría el éxito de su campaña; también jugó a su favor el halo divino y de incomprensión con que eran entendidos por los locales.

Los primeros días en la gran urbe él y sus hombres estuvieron en calidad de visitantes especiales y las facilidades otorgadas por el emperador les dieron oportunidad de conocer la ciudad.

Cortés y sus hombres fueron hospedados en el palacio Axayácatl, uno de los varios que poseía Moctezuma II y donde guardaba parte de los cuantiosos tesoros reales. Así que cada distracción de la servidumbre del emperador se convirtió en un intento de los huéspedes por encontrar las riquezas prohibidas, hasta que, en algún momento, lo lograron.

En ese lugar se encuentra ahora el Nacional Monte de Piedad, a un costado del Zócalo capitalino.

Pero no lejos de allí, en un lugar incierto para los arqueólogos, probablemente en lo que ahora es La Alameda y la calle Franciso I. Madero, hubo unas instalaciones donde se resguardaba una variadísima colección de animales del emperador. Esa especie de zoológico —los investigadores no terminan de entender su función exacta— causó impresión en los conquistadores. Varios de ellos escribieron sobre el lugar. El propio rey Carlos V supo del sitio gracias a las Cartas de Relación enviadas desde el nuevo mundo.

En jaulas hechas de maderas, habitaciones y en grandes estanques los indígenas cuidaron peces de agua dulce y salada, también había coyotes, lobos, venados, armadillos, cocodrilos, halcones, águilas, perros, pumas, ocelotes, jaguares, quetzales, guajolotes, loros, colibrís, aves acuáticas de agua dulce y marítimas.

Unas 600 personas atendían a los animales. Los mexicas tenían un avanzado conocimiento sobre veterinaria. Restos hallados por arqueólogos demuestran que los encargados del lugar sanaron fracturas de las bestias. El fraile Juan de Torquemada relataría que en Mesoamérica eran muchos los cazadores en busca de animales exóticos para enriquecer la colección.

Torquemada también contó que la afición del emperador por los animales era tanta que en una ocasión Moctezuma II vio un hermoso gavilán volando y al instante pidió a sus súbditos que lo capturaran; el animal fue llevado “como mansa y doméstica paloma” al aviario.

Sobre el serpentario, el guerrero y cronista Bernal Díaz Del Castillo relata en su Historia Verdadera de la Nueva España : “víboras y culebras emponzoñadas, que traen en la cola uno que suena como cascabeles; estas son las peores víboras de todas, y tenían las en unas tinajas y en cántaros grandes, y en ellas mucha pluma, y allí ponían sus huevos y criaban sus huevos y criaban sus viboreznos; y les daban a comer de los cuerpos que los indios sacrificaban y otras carnes de perros que ellos mismos criaban”.

El cronista narra que cuando se inició la batalla contra los los mexicas, los indios daban de comer a las bestias los cuerpos de los conquistadores después de sacrificarlos para el dios Huitzilopochtli, “y las barrigas y tripas echaban a los tigres (jaguares) y leones (pumas) y sierpes y culebras que tenían en la casa de las alimañas”.

La impresión sobre el lugar no fue buena, al menos en Bernal: “digamos ahora las cosas infernales, cuando bramaban los tigres y leones, y aullaban los adives (lobos) y zorros, y silbaban las sierpes, era grima oírlo y parecía el infierno”.

La afición de los mexicas no se redujo a los animales; las flores fueron muy apreciadas por los habitantes de Tenochtitlán, sólo la nobleza y los líderes religiosos fueron dignos de ellas. En Cuernavaca, Morelos, el emperador Moctezuma II se ocupó en la floricultura y la botánica.

Cuando acabó la guerra de conquista en Tenochtitlán los españoles destruyeron los palacios y el bestiario. Una nueva ciudad se construyó sobre los jardines botánicos de Moctezuma II. Sería hasta el porfiriato que la ciudad volvió a tener un zoológico, ahora en Chapultepec.

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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).