Texto: Arturo Contreras
Imágenes: Ximena Natera
Esta es la historia de un pequeño pueblo en Hidalgo que fue transformando su vida en torno al robo de combustible, hasta causar que cientos de personas terminaran bañándose en una fuente de gasolina que se convirtió en una trampa mortal. La reconstrucción de la historia fue hecha a partir de una serie de testimonios de los pobladores
Tlahuelilpan, Hidalgo.- Quienes lo vieron aseguran que era como una fiesta debajo de un chorro de gasolina. En los videos se muestra a la gente embriagada por los humos de los hidrocarburos; llenaban cubetas y bidones sin parar de un chorro interminable que parecía manar de la tierra.
Estas imágenes, reproducidas hasta el cansancio en medios de comunicación y redes sociales, chocan con los recuerdos de los vecinos: cuentan que hasta hace un par de años el rumor de una fuga de combustible sumergía a la pequeña comunidad de Tlahuelilpan, Hidalgo, en pánico y los obligaba a huir de sus casas.
“En ese momento agarramos a nuestros perros, los subimos a los carros y salimos huyendo, como todo el mundo”. Cuenta uno de los pobladores.
Pero no fue así ese viernes 18 de enero, cuando una toma clandestina en un ducto de Pemex se transformó en un incendio que dejó, hasta ahora, 94 muertos, 50 personas heridas de gravedad y un tanto más que no han sido localizadas y cuyos cuerpos, se teme, ya no son más que cenizas.
Los relatos de los vecinos, la mayoría anónimos, dan testimonio de cómo, poco a poco, a medida que el robo de combustible se fue adueñando del pueblo y de la cotidianidad de sus habitantes, la gente empezó a perder el respeto por el manejo de la gasolina.
“Es como si se hubieran acostumbrado a tener la gasolina en todos los espacios de la vida: guardado en los baños, en las cocheras, en los cuartos y en las cocinas”, explica un comerciante.
Ese proceso de normalización deja perpleja a Guadalupe López Aguilar, quien a cuatro días de la explosión se cuestiona entre lágrimas por qué su sobrino decidió arriesgarlo todo por ir a recoger unos pocos litros de combustible.
La última vez que Lupe vio a su sobrino, Martín Alfredo Trejo López, de 34 años, él iba en su bicicleta. Había escuchado que a las afueras del pueblo estaban regalando gasolina. Nunca pensó que esa sería la última vez que lo vería.
Como Martín, cientos de personas más del poblado, cabecera del municipio del mismo nombre, acudieron a la toma clandestina que los ‘huachicoleros’ habían hecho al ducto de Pemex.
De acuerdo con los pobladores y con los testigos de la explosión, la toma clandestina donde ocurrió el accidente no era nueva y ya había sido clausurada por el Ejército, que comenzó patrullar y custodiar las tomas desde alrededor de tres meses atrás.
Incluso, semanas previas al accidente, helicópteros habían sobrevolado los plantíos de alfalfa por donde pasa el gasoducto. Pero ese viernes 18 de enero no lo hicieron y, a partir del mediodía, un grupo de personas llegó al ducto para instalar una toma nueva, pero fueron sorprendidos por el Ejército, salieron disparados a esconderse y dejaron la instalación sin terminar.
El resultado fue un ducto con un hoyo mal sellado, que al recibir la presión de los combustibles se abrió y causó la fuga que atrajo a cientos de pobladores.
El rumor, esparcido entre los grupos de Whatsapp, decía que había gasolina gratis y los vecinos, que sufrían escasez de combustible desde diciembre, se amontonaron en el lugar.
Unas horas después, con más de mil personas en los alrededores de la toma, sucedió la tragedia que ya conocemos.
“Ya nos habíamos acostumbrado a platicar del ‘huachicol’, tanto que lo hacíamos abiertamente. Nos costaba de 8 a 7 pesos, y así nos alcanzaba más”, cuenta Alfredo Acevedo, un taxista de Teltipan, poblado vecino a Tlahuelilpan.
“Cuando vino el desabasto, preferíamos comprar ‘huachicol’ a quedarnos esperando en la gasolinera 3 o 4 horas. Perdíamos la mitad del día ahí, y a nosotros el patrón nos cobraba el día de trabajo completo, no nada más la mitad”, cuenta Acevedo, durante el funeral de Gerardo Preciado, su compañero de trabajo y una de las primeras víctimas en ser sepultadas. Ese día los taxis y colectivos circularon con un moño negro y mensajes de despedida para su “amigo Gera”.
Los vecinos del pueblo dicen que es fácil saber cuándo trabajan los ladrones de combustible. El centro se convierte en algo parecido a una pista de rally surcada por camionetas tipo Suburban y otros autos destartalados que recorren las avenidas a grandes velocidades y van desde los lugares de las tomas clandestinas hasta los predios donde se almacena combustible.
Otra señal, cuentan, es el centro de salud, a donde llegan los conductores intoxicados por inhalar los gases. Incluso, la gasolina se mueve en moto y en bicicleta. Su venta y distribución se ha vuelto tan eficiente que hay quienes ofrecen los servicios de llevarla a domicilio, en pequeña y gran escala.
El negocio de la gasolina ha ganado tanto terreno en el pueblo que, de acuerdo con el presidente municipal de Tlahuelilpan, Juan Pedro Cruz Frías, la venta de gasolina es la segunda actividad económica del pueblo.
“Cuando yo llegué en 2016 me entero que sí representa una gran fuerte entrada de dinero para una parte de la población”, dice el edil en una entrevista.
El mismo Cruz Frías, sin embargo, está bajo investigación por administrar una bodega en la que se guardaba combustible robado, según dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador al periódico Excélsior. La participación del presidente municipal en la estructura local del robo de combustible es un secreto a voces que se repite entre los pobladores.
Casi todas las personas del lugar aceptan que el uso de gasolina robada se ha generalizado, pero desaprueban que se les asocie con el robo de combustible, y menos cuando la mayoría se dedica a labores dentro de la ley y son ‘gente de trabajo’, como suelen decir.
Aseguran también que muchos fueron amenazados para consumir el combustible y poco a poco se fue haciendo costumbre. Algunos taxistas aceptan que es una manera de sacarle más jugo a su trabajo, cada día menos rentable, por el alza del precio en las gasolinas.
“La mayoría de nosotros lo usamos para el carro”, asegura otro vecino con un tono entre la pena y la resignación. “Después de mucho tiempo, entendí que, para vivir en paz le tenías que entrar… es gente sin escrúpulos.” dice.
El sábado, un día después de la explosión que dejó casi un centenar de muertos, vecinos reportaron que los criminales intentaron operar algunas de las otras tomas clandestinas que rodean Tlahuelilpan. Otros más siguieron despachando la gasolina robada en los garajes de las casas, acondicionados como estaciones de carga.
“Ojalá que haya un cambio después de esto”, dice un hombre, cree que la dependencia del pueblo a la gasolina ilegal puede cambiar si otros toman conciencia de sus efectos. “¿Por qué mucha gente inocente tenía que recibir la lección?”.
Desde que la venta de gasolina robada llegó a este pueblo, su economía también empezó a mejorar. La gente empezó a tener más dinero y empezaron a comprar más, aseguran. Desde automóviles, hasta terrenos y materiales para construcción.
La región, tradicionalmente expulsora de migrantes hacia Estados Unidos, comenzó a recibir de vuelta a muchos de paisanos que regresaron atraídos por la ganancia del combustible.
Tal vez el ejemplo más claro de esto es Cerro de la Cruz, una de las colonias más pobres de Tlahuelilpan. Ésta se empezó a formar hace dos décadas por ‘paracaidistas’ que ocuparon predios deshabitados, que entre los pobladores tienen reputación de ser uno de los centros más importantes de robo de combustible de la zona.
Ahí muchas de las casas, originalmente modestas, están en proceso de ampliación a tres o cuatro pisos. Algunas con estilos excentricos, como pequeños castillos o techos altos con acentos góticos.
Cerro Pemex, como le llaman desde hace un par de años, es uno de los lugares donde se concentra la mayor cantidad de almacenes clandestinos de gasolina robada. La mayoría de las casas despachan combustible al menudeo y en los últimos meses se han desatado varios incendios en bodegas de almacenaje.
En el municipio, por donde pasan cuatro sistemas de ductos de Pemex bajo la tierra, han sido detectadas 70 tomas clandestinas en los últimos tres años y se han registrado 12 incendios, pero ninguno antes había dejado muertos.
La señora Lupe, quien desde la explosión no encuentra a su sobrino, asegura que cuando comenzó el auge de la ordeña de combustible empezaron a bajar los robos, como si todos los ladrones hubieran cambiado de giro.
Ella, una señora de unos 60 años que tiene una tienda de abarrotes y que ha vivido aquí toda su vida, asegura que ha visto dos grandes transformaciones en el pueblo.
La primera, cuando llegaron la refinería y la termoeléctrica de Tula, en los 70, y los pobladores dejaron el campo para trabajar en ellas. Antes de eso, estaba acostumbrada a ver a la gente con las manos llenas de tierra, pero ya no más.
La segunda fue hace como 10 años, cuando llegaron los fuereños con el negocio de combustible y los muchachos que trabajaban de albañiles o plomeros empezaron a optar por entrarle al negocio. De entonces, la criminalidad en el pueblo aumentó paulatinamente. “Ahora, si uno quiere encontrar un albañil o un carpintero, pues es más difícil”, dice la mujer.
El dinero que deja el robo de combustibles, que ronda los 15 a los 40 mil pesos al mes, es mucho mayor al que se puede obtener con alguno de esos oficios.
Para que el ‘huachicol’ llegue de los ductos a los tanques de los carros necesita pasar por cuatro actores diferentes que la gente del pueblo identifica claramente.
Primero está “el patrón”, como les dicen y son quienes perforan los ductos y administran las tomas. Son personajes no muy visibles en la comunidad, los vecinos sostienen que son ajenos al pueblo.
Después, siguen las personas que pagan por obtener acceso a la toma. A cambio de 3 mil 500 pesos pueden cargar mil litros de gasolina que luego almacenan y venden a repartidores y distribuidores locales por un precio entre 6 y 8 pesos el litro, además tienen la capacidad de vender por mayoreo a compradores de otras regiones como el Estado de México.
Por último están los distribuidores locales que venden gasolina por menudeo a los pobladores de la zona a un precio que oscila entre los 12 y los 15 pesos por litro. En esta etapa la gasolina se mueve por el pueblo en motocicletas, bicicletas o depósitos en casas, a donde la gente va a cargar combustible como si fueran pequeñas estaciones.
“Lo único que se necesita para iniciar el negocio es una bodega para almacenar, un poco de dinero para empezar a comprar el combustible y un auto para moverlo”, dice un poblador que pide el anonimato.
En un recorrido nocturno por las calles de Tlahuelilpan, un vecino de la zona señala al menos una docena de almacenes clandestinos. Aunque la presencia del Ejército y la atención mediática obligó a muchos comerciantes a parar sus actividades, algunos almacenes de combustible esperan clientes en busca de gasolina.
“Por lo que yo veo, es mucho negocio para el de arriba”, dice Lupe, quien cree que en realidad para los últimos eslabones de la cadena no es tanto negocio. Aunque una de estas personas puede llegar a vender 100 litros en unas pocas horas al día. “Sí hay mucha gente que vive del ‘huachicoleo’, pero no somos todos, ni se gana tanto”, dice ella.
Estas operaciones, aseguran varios de los entrevistados, no serían posibles sin la complicidad de las autoridades.
“Ustedes vieron que tan cerca estaba la toma clandestina de las casas y la carretera, ¿creería que nadie los ve trabajando?”, dice indignado un vecino que pide anonimato.
Días después de la explosión, la gente aún no logra explicar cómo fue que cientos de sus vecinos perdieron la cordura y se arriesgaron a tal punto de bañarse bajo una fuente de gasolina. Aunque varios motivos se repiten entre sus respuestas: la necesidad del combustible frente al desabasto que los había afectado desde diciembre y sobre todo relación de las personas con el combustible. La idea delirante de que podían controlar la gasolina.
“Han de haber pensado que como nunca había pasado nada, iban a estar bien”, dice Guadalupe. El fuego, nunca lo vieron venir.
Lo peor, dice Guadalupe, es el estigma y los mensajes de odio que inundan las redes sociales sobre las personas que murieron, sobre su pueblo del que toda la vida ha estado muy orgullosa.
“La gente (en redes sociales) dice que las víctimas estaban pidiendo indemnizaciones de muchos millones, pero no es cierto, nosotros aceptamos nuestra parte de la responsabilidad”, cuenta la señora Lupe. “La gente, mucha gente, a lo mejor no andamos saqueando los ductos. Pero todos tenemos garrafones en las casas, porque sí la compramos”, acepta.
A eso hay que sumar la pérdida de confianza en las gasolineras tradicionales, donde, aseguran, no les dan litros completos. A diferencia de quienes reparten bidones a domicilio. “Ellos nos los dan bien medidos, como traen los garrafones y ahí dice cuánto trae, pues uno ve”, aseguran.
“Así, y estando más barato, pues cómo no los iban a comprar. Yo por eso también digo: soy parte de la responsabilidad”, dice Lupe mientras sus ojos se escurren en lágrimas.
Al inicio de la entrevista, pide una cosa, que lo que ella diga sirva para limpiar el nombre de su sobrino, a quien describe como un chico muy tranquilo, cuyas únicas diversiones eran jugar futbol e ir a peregrinaciones.
Martín Alberto, su sobrino, no estudió más allá de la secundaria; fue hojalatero, mecánico y albañil, hasta que hace tres meses logró conseguir trabajo de electricista en una empresa que da servicio de mantenimiento a otras empresas.
“Eso es lo que todos nos preguntamos: ¿por qué si ya había conseguido un buen trabajo en una empresa, decidió hacer eso, que parecía algo tan tonto?”.
“Mi sobrino era una gente de trabajo, no era ningún delincuente. Su error lo pagó, y lo pagó muy caro”.
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