El último día del año retrata los contrastes entre las comunidades campesinas y las grandes ciudades; que si bien están llenas de migrantes, la vida en colectividad es todavía algo muy lejano.
Twitter: @KauSirenio
Atrás de la montaña salió la luna acompañada de estrellas y el murmullo de chapulines que jugueteaban entre las cañuelas del maíz. La noche empezó y los niños tomaron decenas de mazorcas para desgranar en una bandeja que jalaron de la cocina improvisada.
Así estuvieron hasta que el gallo soltó su primer canto de la noche. Minutos después vinieron ladridos de perros y el burro rebuznó para no quedarse atrás.
Antes de tenderse en un petate, los niños se despidieron del abuelo que les contó un cuento de terror mientras desgranaban. Todos los días es la misma tarea.
En la mañana la mamá cocina y el papá se va con los peones a la pizca de mazorca, mientras que los niños se encargan de pastorear a las cabras o amontonar las calabazas para después extraerles las semillas.
Cuando el Sol golpea las espaldas de los campesinos, estos se detienen para tomar un descanso y después comer. La mujer toma sus platos y sirve un delicioso caldo de iguana acompañado de epazote y unas tortillas de maíz nuevo. De postre, saborean unas jícamas que arrancaron antes de tomar descanso.
En el campo todo es vida, no hay circulación monetaria, todos comen de lo que siembran. Para esto tienen que cultivar la tierra con las primeras lluvias. Después de que el campesino sembró el maíz viene la campesina a sembrar fríjol, chile, luego jícama, jamaica y después cempaxúchitl. Todo se aprovecha.
Así fue mi vida en la cosecha, cuando todo era diversión, pero no me daba cuenta de lo maravilloso que era el campo, solo me detenía a trabajar y jugar. El campo es enseñanza que no se olvida. Ahora que estoy lejos de esa tierra, aún recuerdo el susurro de los chapulines y el aleteo de las aves.
Mañana será el último día del año, pero yo sigo aquí en la ciudad, perdido en el bullicio de la gente, mientras que en Cuanacaxtitlán la gente se prepara, pero no para jugar con las mazorcas, sino con la cena y bebida para brindar por el año que se va y el que viene. Lo triste de todo esto es que las cosas han cambiado: los niños dejaron de jugar con la naturaleza.
Si bien es cierto que la migración ayudó a cambiar el rostro de muchas comunidades indígenas, los esposo, hijos, sobrinos, primos y tíos que emigraron ayudaron a mejorar las condiciones de vida en las zonas rurales. Pero también hay que decirlo, la migración también nos trajo enfermedades.
Hemos perdidos vivencias hermosas, jamás lo volveremos a recuperar, porque el daño que hemos hecho es enorme. No hay forma de recuperarlo. Solo contribuimos a la explotación del hombre por el hombre. Ahora, no tenemos nada, ni conciencia de clase, ni conciencia ambiental ni nada.
Solo somos consumidores cautivos del mercado internacional que explota y oprime a los campesinos sin tierra convertido en jornaleros agrícolas. En la noche del fin de año todos comerán y beberán, pero nadie sabrá como se cultivó el bocado que van a llevar a la boca.
Después de que todos terminaron de cosechar y guardar su maíz y semillas de calabaza. Todos cargaron sus burros y van de regreso al pueblo. Nadie se dio cuenta que en las ciudades hubo fiestas, los niños quemaron cohetes y los perros y los gatos se quedaron traumados.
Periodista ñuu savi originario de la Costa Chica de Guerrero. Fue reportero del periódico El Sur de Acapulco y La Jornada Guerrero, locutor de programa bilingüe Tatyi Savi (voz de la lluvia) en Radio y Televisión de Guerrero y Radio Universidad Autónoma de Guerrero XEUAG en lengua tu’un savi. Actualmente es reportero del semanario Trinchera.
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