Buscar, caminar, encontrar. Tres verbos que comenzaron a conjugarse en lo individual y que, poco a poco, se conjugan en colectivo. La Cuarta Brigada de Búsqueda de Personas Desaparecidas es un ejercicio real y simbólico en el que las familias han rebasado los límites de lo institucional para que sea la institución la que siga sus pasos.
Texto: Daniela Rea
Fotografías: Mónica González
“El mundo nunca parece tan grande como cuando alguien se pierde”. Con esta frase termina un reportaje publicado en The New York Times sobre los hombres japoneses que aprendieron a bucear por amor, para encontrar a sus familiares desaparecidos tras el tsunami del otoño del 2013.
Cuando alguien es desaparecido, el mundo se convierte en un lugar inabarcable. Las montañas parecen más grandes que nunca, los valles se extienden vastos hasta donde no alcanza la mirada, los pozos, cuevas y barrancas nos recuerdan que la tierra es también sus entrañas. Cuando alguien es desaparecido, ¿cómo empiezas a buscar? ¿Dónde buscas?
Gladivir Cabañas ha buscado durante 45 años en cárceles, marchas y protestas a su padre Raúl Cabañas, desaparecido durante la Guerra Sucia. “En aquel tiempo no se dio para la organización, no había muchos desaparecidos, no había mucha comunicación para organizarse, uno buscaba solo”.
Virginia Garay, integrante de «Guerreras en busca de nuestros tesoros Nayarit», comenzó a buscar en prisiones y centros de rehabilitación a su hijo Bryan Eduardo, de 20 años, desaparecido en febrero del 2018 en Nayarit. “Te enteras que otras personas encontraron a su ser querido en la barranca… Yo lo busco en vida, no me hago la idea de encontrarlo en el campo. Si voy al campo es para encontrar al hijo de alguien más”.
Jocelyn Orgen Calderón empezó a buscar en expedientes y sueños a su padre Marco Antonio Orgen, desaparecido en noviembre del 2013, en Puebla. “Soñé a mi papá y al otro día fuimos a buscarlo. Ponía mucha atención a lo que soñaba porque creía que iba a tener una señal… El primer día que desapareció hicimos búsqueda de campo, barrancas, baldíos, le gritaba su nombre, le gritaba ¿dónde estás?, yo no quería encontrarlo en fosas porque lo quería encontrar vivo… nosotros en ese momento no sabíamos que iban a ser fosas”.
Alma Rosa Rojo empezó a buscar a su hermano Miguel Ángel, desaparecido en julio del 2009, protestando en Palacio de Gobierno de Sinaloa y en la casa del gobernador. Con sartenes y cazuelas, con mantas y fotos, para presionar a las autoridades que atendieran a las familias. “Supimos que teníamos que presionar para gestionar. Pero vimos que el gobierno no buscaba y teníamos que buscar nosotros. Tomamos talleres y empezamos a conocer el terreno”.
Algunos, casi todos, comenzaron a buscar en solitario, a tientas. Y también, casi todos, comenzaron la búsqueda por los caminos legales.
Los Trujillo, Miguel y Juan Carlos, hijos de María Herrera, buscan a cuatro hermanos desaparecidos, en Guerrero y en Veracruz. “Siete años de búsqueda, buscando a mis hermanos en papeles, pura burocracia, oficios…”, dice Miguel.
Un día del 2015 Miguel, Juan Carlos Trujillo y Mario Vergara se conocieron. Mario llevaba casi un año rastreando entierros clandestinos en busca de su hermano Tomy. Aunque fue desaparecido en julio del 2012, la búsqueda en el terreno la empezó hasta finales del 2014, cuando la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa sacudió el miedo y llevó a familias y voluntarios a caminar cerros.
“Desde que desaparecieron a mi hermano, mi mamá me decía ‘hijo, dicen que las gentes las matan y las entierran en el campo, ¿por qué no vas a buscar?’. Yo no sabía cómo, mi mamá siempre me repetía esas palabras. Salíamos a los pueblos a pegar las fotos y yo iba viendo los cerros por la ventanilla, son grandísimos los cerros…”, recuerda Mario.
Cuando Miguel Trujillo supo que Mario caminaba cerros buscando entierros clandestinos, le propuso compartir conocimientos.
“Recuerdo que le dije ‘hay una franja, es este abismo. Tú estás de ese lado, en el terreno, y yo acá, en lo jurídico. Nosotros llevamos a las familias a un límite que ya no pasan, y tú estás encontrando (desaparecidos) en el terreno, sin lo jurídico. ¿Que te parece si nosotros te guiamos con lo jurídico y tu nos enseñas a buscar?”.
Quizá este encuentro entre los hermanos que buscan fue el inicio de este andar:
Casi 200 familiares de distintas partes del país y distintos colectivos de búsqueda, llegaron a Huitzuco, Guerrero, para caminar cerros y encontrar a sus desaparecidos. Llegaron organizados en la Cuarta Brigada de Búsqueda de Personas Desaparecidas que en esta primera semana, del 19 al 25 de enero, rastreó parcelas, cerros y cuevas en Huitzuco, Iguala y Mártir de Cuilapan. En la primera semana de búsqueda recuperaron dos cuerpos y restos óseos.
La primera vez que Miguel Trujillo salió a buscar al campo iba acompañado de Simón Carranza, que a su vez es maestro de Mario Vergara. Esta mañana del 19 de enero, en el arranque de la Brigada, recuerda que en el monte encontraron una fosa con restos calcinados. Simón se agachó y tomó un fragmento y en tono didáctico le dijo a Miguel: “estos los quemaron, pero debe haber un lugar donde los quemaron”. Miguel siguió merodeando el terreno mirando atento hacia el suelo, Simón lo corrigió, “al suelo ya no, porque ya los encontramos, hay que mirar a los árboles. Sus ramas duran mucho, muchísimos años, en volver a florecer por el calor del fuego”. Aquella vez Simón le compartió su experiencia de hombre de campo.
“Vas aprendiendo a leer la tierra. Los árboles dicen mucho, la madera quemada o las ramas con tizne de los árboles, las ondulaciones del terreno”, dice Miguel.
Bajo la sombra de un árbol de pingüica, tres mujeres que buscan a sus desaparecidos esperan que una retroexcavadora termine su trabajo. Es el martes 22 de enero y, hace una hora, peritos de la Fiscalía General de la República barrieron con un geo radar la calle de terracería que avanza de Huitzuco hacia las minas de mercurio. Buscaban alteraciones del terreno que hubieran sido provocadas por una excavación clandestina. Mientras la retroexcavadora hace lo suyo, rascar grandes cantidades de tierra en la zonas que marcó el geo radar, Alma Rosa Rojo, Cyndia Espinoza y María del Carmen Silva conversan entre risas y tristezas. Alma y Cyndia acogen a María que, aunque tiene 10 años esperando a su esposo, es la primera vez que sale a buscarlo. Ellas la calman con palabras y caricias, le dicen que es normal que se sienta triste, que entre todas se apoyan, que hay que aprender a vivir con el dolor, que el dolor no se mide. Ninguna de ellas tiene hijos desaparecidos (Alma Rosa busca a su hermano, Cyndia a su tío y María a su esposo), pero han aprendido que cada dolor y cada experiencia de ausencia es única.
“Carlos (Trujillo, su cuñado) me dijo que viniera… yo estaba ciega de todo esto. Hay mucha gente aquí que te da cariño y uno lo ocupa”, dice María del Carmen.
“Recibir a nuevas compañeras nos da alegría porque crecemos como familia, pero al mismo tiempo nos da tristeza porque esto no debería de crecer”, responde Alma Rosa.
Caminar juntas.
Irma Arellanes y Juan Manuel Cortez encontraron a su hijo en Mazatlán, en la primera búsqueda en terreno que realizaron. Sucedió 20 días después de que Irving fue desaparecido y el cuerpo permaneció seis meses en el servicio forense, hasta que les confirmaron los resultados de ADN. En esos seis meses de espera, la pareja se unió a otros padres que buscaban a sus hijos y fundaron el colectivo “Tesoros perdidos hasta encontrarlos”, que preside la señora Irma. “Si desde ese primer día hubiéramos sabido que era nuestro hijo, a lo mejor no hubiéramos seguido buscando y no nos hubiéramos juntado con otros papás”, dice Manuel Cortez. En el terreno, en las búsquedas de esta Cuarta Brigada, Irma camina paciente junto a las más jóvenes o junto a los padres que por primera vez salen a campo para explicarles cómo leer el terreno, cómo usar la herramienta.
Una búsqueda familiar se convirtió en una búsqueda colectiva.
Es martes 22 de enero y la Brigada de búsqueda llegó a dos parcelas, por información que un campesino dio a Mario Vergara. Le dijo que en ese lugar encontró un cuerpo enterrado, hará unos tres o cuatro años. El campesino dio pistas, pero no lo llevó al punto concreto porque tenía miedo. Así que las familias organizaron el rastreo de la siguiente manera: en primer lugar, dejaron entrar a los funcionarios de la Fiscalía con dos perros rastreadores, Bogly y Zico, para que dieran pistas más certeras sobre dónde excavar; una vez que los perros ubicaron cuatro puntos (y los peritos colocaron unos banderines rosas) los familiares que llegaron de varios estados del país se dividieron en cuatro grupos, cada uno con algún buscador más experimentado, para analizar y comenzar a cavar. Las experiencias eran compartidas: si van a cavar, no traigan perfume o desodorante porque nos distrae del olor; si vas a usar el pico, deja que caiga con el peso de tu cuerpo; si comen, no dejen tirado ni las cáscaras de fruta porque se altera la escena.
“Para leer la tierra hay que ver las grietas”, explicaba Jorge Aguiluz Robles, “el gas que desprende el cuerpo revienta la tierra y forma grietas”. Don Jorge encontró a su hijo 10 meses y 16 días después de que fuera desaparecido en Novolato, porque “alguien” les dijo dónde estaba. Jorge dice que parte indispensable de esta búsqueda colectiva son los testigos o los arrepentidos, aquellos que vieron o participaron en los entierros clandestinos.
Si alguno de esos puntos hubiera sido positivo, los familiares habrían dejado el sitio a los peritos de la FGR para que ellos realizaran la exhumación. Pero ninguno de esos puntos dio positivo. Entonces se repitió el procedimiento en la segunda parcela: los perros rastreadores barrieron el terreno y en esta ocasión no detectaron ningún posible punto, así que los familiares decidieron surcar el terreno. Tomaron palas y picos, se colocaron en una hilera horizontal, con medio metro de separación entre ellas, y llamaron a los peritos y ministerios públicos que esperaban indicaciones bajo la sombra de un árbol. “Que vengan a buscar con nosotros, este es su trabajo”, dijeron algunos familiares. Y los funcionarios llegaron y se intercalaron entre ellos para surcar, aunque a diferencia de los familiares, los funcionarios no traían herramienta. Durante una hora, casi un centenar de familiares, solidarios, brigadistas y funcionarios rastrearon la parcela para encontrar algún indicio de entierro clandestino, un desnivel en el terreno, un “aro” de tierra de distinto color, una pila de piedras. Caminaron, observaron, picaron, excavaron; a veces con técnica y precisión; otras, muchas, con desesperación, e ineficacia: caminar, clavar varillas a tientas, con terquedad, como una confirmación de que están ahí, haciendo algo concreto para encontrar a los suyos.
Este es además un acto simbólico: quien decide qué y cómo se busca son las familias, y quien acompaña son las autoridades. Los límites de la institucionalidad fueron alterados por quienes decidieron, hace casi cinco años, salir de manera masiva a buscar a los campos a sus desaparecidos, después de rastreos más aislados ocurridos previamente en ciudades como Tijuana o Ciudad Juárez. Los funcionarios de la FGR esperaban bajo un árbol preocupados por el protocolo que no se estaba cumpliendo: argumentaban que no estaban siguiendo su cadena de custodia hasta que una brigadista les explicó que esta no era solo una búsqueda, sino una acción política, un acto de desobediencia pacífica. “Esto es una cosa que se sale de cualquier concepción posible y por eso no entra en ningún protocolo de nadie. Y los límites que ustedes nos marquen los respetaremos”, les dijo.
Después de unas cinco horas de búsqueda, se descartaron los puntos. No se encontró ninguna fosa clandestina. Mario, como anfitrión de esta Brigada, les daba ánimos: “La gente nos está dando puntos, pero por el miedo no nos dicen exactamente dónde están, por eso hay que caminar y caminar y caminar. No se desesperen si pican o cavan y no encontramos nada, hay que hacerlo una, dos, 20 veces, porque los vamos a encontrar”.
Dos días antes, el lunes 21 de enero, las familias que integran la Brigada llegaron al cerro de Los Timbres, a unos 10 minutos en auto de Huitzuco. Llegaron a ese lugar porque un hombre, que era contratado por criminales para cavar fosas clandestinas, dijo a Mario Vergara que en ese lugar habían sepultado a una persona. El cavador de fosas le dijo que él vio cuando la víctima fue hincada frente a la fosa y le dieron un disparo en la cabeza. Después él completó su trabajo, tapar la fosa con piedras y tierra.
El camino que lleva al lugar es una vereda junto a la carretera que va de Huitzuco a Paso Morelos, una vereda donde cabe un automóvil. La tierra es dura, de piedras grandes. En esta época del año los árboles son apenas unas ramas pelonas, espinosas y erizadas hacia el cielo, el piso está lleno de hojas secas y pastizal dorado, también hay algunos huesos de animales y basura. Se escuchan pocos pájaros, insectos y en algunos momentos sopla el viento. Por ese camino subieron las familias en una caminata de unos 10 minutos. Llegaron al punto ya identificado por Mario Vergara y Miguel Trujillo y alrededor de él hicieron un círculo para hacer una oración, bendecir la tierra y el cuerpo que ahí aguardaba, acompañados por el arzobispo de Acapulco, Monseñor Leopoldo González.
Los familiares comenzaron a cavar en un pequeño plano, rodeado de piedras y debajo de algunos árboles. Primero hicieron una hilera y mano a mano fueron pasando las piedras más grandes y superficiales para dejar libre el espacio de trabajo. Cuando limpiaron el terreno, las familias comenzaron a picar con pico y pala. Había prisa, desesperación, ansiedad en sus gestos. Los gritos de los experimentados calmaron la ansiedad de quienes con pico y pala intentaban llegar, desesperados, al cuerpo. Los más experimentados les compartían sus conocimientos. “Vayan quitando la tierra para aflojar las piedras, chequen bien antes de meter la mano, vean que no agarran hueso, saquen la piedra con la mano, para no lastimar los posibles huesos”.
Al escuchar los consejos, se arrodillaron alrededor del agujero y con las manos rascaron la tierra. Uno de ellos fue Gladivir Cabañas, quien se estrenaba como buscador en terreno. Arrodillado rascó con sus manos cubiertas por guantes de carnaza. Luego dejó el paso a Miguel Trujillo y Mario Vergara.
Y entonces, del agujero circular como de un metro de diámetro emergió un cráneo humano. Parecía un pequeño huevo acunado en la tierra, protegido por ella. El sonido desesperado de los picos, palas, de las manos rascando la tierra, de los jadeos y las respiraciones cansadas que se escuchó momentos antes, se apagó y quedó el silencio. Alrededor del cuenco los familiares miraban con respeto y expectativa. El cráneo estaba boca abajo y se le alcanzaba a mirar un orificio y una fractura provocado por el disparo, ese que el joven cavador de fosas, contó que había terminado con la vida de ese hombre.
Entonces entraron los peritos de la Fiscalía General de la República, vestidos con sus trajes blancos. Con la cinta amarilla de resguardo marcaron la zona de trabajo para hacer la exhumación. Eran las dos de la tarde y el sol en picada anulaba las sombras. Alrededor de la zona de excavación había un resguardo de la Gendarmería Nacional y al pie de la carretera, otro de la Policía Federal, que durante esta semana acompañaron la búsqueda.
Los peritos entraron hasta que las familias lo permitieron: una vez que hicieron una oración alrededor de la fosa, que se comprobó que había un cuerpo enterrado y que la prensa registró el hallazgo. Entre ambas partes –las familias y la institución– había una verdad negociada de manera simbólica: ese cuerpo les pertenecía a ellas, a las familias que habían venido de todo el país para buscar a los desaparecidos.
Una arqueóloga y un arqueólogo forenses se encargaron de exhumar el cuerpo, mientras otros tres cribaban la tierra en busca de fragmentos pequeños de hueso; otros dos peritos registraban con cámara de fotos y video la exhumación. Además, por acuerdo de los integrantes de la Brigada, Karla Pérez, Yadira González y Beatriz Torres ingresaron para vigilar el trabajo de los funcionarios.
“Es difícil sacar un cuerpo. Desde que vas subiendo la vereda es imaginarte que es tu familiar y cuando empiezas a excavar te vas dando una idea cómo es que lo ejecutan, que cae…”, relató Karla, que busca a su esposo Herón Miranda, desaparecido en marzo del 2014, probablemente por integrantes de la policía estatal de Veracruz.
“Imaginarte, por muy doloroso que sea, ayuda mucho. Imaginarte con todo el dolor del alma, cómo es que fue, cómo lo subieron… esta persona por ningún motivo llegó fallecida, el camino hasta la fosa es difícil para traer un peso muerto”, dijo Yadira González, quien busca a su hermano Juan González.
Los arqueólogos trabajaron con tanto cuidado que parecía más un gesto de ternura. Esto lo reconocieron los mismos familiares que se quedaron a supervisar su trabajo. Los forenses quitaban la tierra con sus manos cubiertas de guantes de látex y una brocha. Dieron las cinco de la tarde y apenas habían avanzado unos cuantos centímetros de profundidad, porque la fosa estaba llena de piedras y raíces. Apenas habían llegado a un pie cubierto por un mocasín, y a los antebrazos, atados con una soga.
Durante dos horas y media más continuaron su trabajo. El cuerpo del hombre fue nutriente para los árboles que lanzaron sus raíces hacia él y durante tres o cuatro años lo cubrieron, como si lo estuvieran abrazando. Raíces delgaditas que fueron cortadas una por una con un cúter para no lastimar el cuerpo.
“Después (de la excavación) llega un bálsamo que vuelve las fuerzas al saber que ya está saliendo de ahí y probablemente va a regresar a su casa y probablemente una familia con nuestro trabajo, nuestro esfuerzo, nuestro sentimiento, va a estar ya mejor”, dijo Yadira.
Karla, de pie ante la fosa, observando el trabajo de los peritos, le hablaba a él, al hombre: “En mi mente le decía ya déjate sacar, tu familia te busca, dales el chance de tener la tranquilidad de que ya estás en tu casa. No queremos dejarte aquí, ayúdanos, échanos la mano”.
Al anochecer, bajo el recuerdo del eclipse lunar que había pasado un día antes, el cuerpo del hombre fue recuperado de la tierra.
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“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: https://piedepagina.mx«.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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