El clima de inseguridad que se ha extendido en varios campos agrícolas, a causa de la disputa territorial que protagonizan organizaciones criminales, está cobrando vidas de jornaleros y jornaleras agrícolas, que llegan con la ilusión de trabajar para ganar un sueldo y así sobrevivir lejos de sus comunidades
Por Abel Barrera* / Campo Justo
El pasado 24 de julio, al filo de las 3 de la tarde, salió la joven Rosalina de 20 años, en un autobús que traslada población jornalera, rumbo a Hermosillo, Sonora. El dinero que pidieron prestado no alcanzó para pagar el pasaje de otro hermano. Por ser la mayor y por hablar el español, sus padres la apoyaron para que ella pudiera trabajar unos meses y juntar dinero para comprar alimentos.
La extrema pobreza que padecen desde hace siglos las comunidades Na savi y Me’phha de Ayutla de los Libres, en la costa Chica de Guerrero, expulsa a muchas familias para enrolarse en los campos agrícolas del norte del país. Muchos jóvenes truncan sus planes para estudiar el bachillerato en la cabecera municipal. Su única opción es trabajar en el campo, porque es la única actividad que aprendieron desde niños. además de las destrezas que adquirieron es el espíritu de sacrificio que le imprimen al trabajo que realizan. Son personas pobres que están dispuesta a trabajar arduas jornadas siempre y cuando tengan una remuneración. Esta situación de extrema precariedad y desconocimiento de sus derechos como trabajadores, es aprovechada por las empresas del ramo agrícola para promoverse y así atraer mano de obra barata. Los autobuses que llegan a las regiones indígenas, pertenecen a empresas que no están regularizadas porque no cumplen con las normas básica del servicio que ofrecen; a los pasajeros no les proporcionan boletos, a pesar de que el costo del viaje rebase los mil pesos. No cuentan con seguro del viajero ni mucho menos saben qué empresa les proporciona estos servicios.
Cuando hay accidentes carreteros ningún empresario se responsabiliza de las personas que murieron o que resultaron heridas. Las familias sólo encuentran entre los mismos paisanos el apoyo para cubrir los traslados de los cuerpos a sus comunidades. Ninguna instancia de gobierno asume la responsabilidad para brindar atención a las familias que queda varadas en el camino, que son víctimas de atracos por los mismos policías viales, y quienes supuestamente acuden en su auxilio.
Con la pandemia del coronavirus, se incrementó la migración de familias indígenas jornaleras que, ante la extrema pobreza y el incremento de los precios de la canasta básica, fue imposible mantenerse confinados en sus casas y en las mimas comunidades. Desde los menores de edad hasta personas mayores salen también en grupo para desempeñar trabajos esenciales en los campos donde cultivan en grandes volúmenes los vegetales que más consume la gente de la ciudad.
Rosalina tuvo el ánimo y la fuerza para salir sola de su comunidad y asumir tareas rudas en los cortes de pepino, uva, chile y calabaza. Llegó a Hermosillo, después de cuatro días de viaje. De inmediato los capataces y mayordomos que son de comunidades indígenas, se encargan de asignar las tareas y de asegurar que el trabajo lo realicen con eficacia, porque solo así les cubren el pago de 200 pesos. Durante dos meses Rosalina cumplió satisfactoriamente las tareas encomendadas por el mayordomo, sin embargo, al final de la semana poco dinero le quedaba, por el pago de la renta y la compra de comida.
En el campo conoció a una paisana quien le informó que había otro lugar donde el salario era de 250 pesos. Se organizaron junto con otro joven, originario de Chiapas, para enrolarse en el campo conocido como Santa María, en Hermosillo, Sonora. Mejoraron el pago de su sueldo y los engancharon con la comida. Fueron jornadas extenuantes, donde soportaban los maltratos y abusos de los mayordomos, también el acoso de algunos trabajadores. Las dos jóvenes junto con un menor de edad, fueron testigos cuando uno de los capataces del campo privó de la vida a trabajadores que se encontraban laborando. No sólo les impactó la acción delincuencial del capataz, sino que tuvieron miedo de que algo grave les pudiera suceder. Valoraron que lo mejor era huir de ese lugar. Nunca imaginaron que el campo estaba resguardado por personas armadas. Quedaron cautivas, sometidas a trabajos duros sin que recibieran alguna remuneración. Las vigilaban en todo momento y les impedían establecer comunicación a través de sus celulares.
Se las ingeniaron para romper el cerco delincuencial logrando enviar un mensaje de texto a sus familiares. Explicaban brevemente de que estaban trabajando muy duro, además, de cortar pepino las obligaban a lavar la ropa de los maleantes. Daban a entender que se encontraban privadas de su libertad, que tenían miedo de que algo malo les pasara. Fue imposible recibir otro mensaje y mucho menos que contestaran su celular. La situación se complicó cuando enviaron otro mensaje cerca de la media noche, donde informaban a su familia lo siguiente: “aquí entraron algunos guachos, no sé si en verdad son ellos”. Ya en la madrugada llegó otro mensaje con esta advertencia “por favor no me regreses el mensaje”. Los papás de Rosalina estuvieron en vela esperando otra comunicación. Fue hasta el día siguiente, después de las 12 horas, cuando recibieron el siguiente texto: “si se dan cuenta que me llega su mensaje me van a matar, por favor no manden nada “. Ante este grave problema los papás de Rosalina, decidieron salir de la comunidad para pedir apoyo a familiares y amigos en Ayutla de los Libres. La opción fue interponer la denuncia ante el ministerio público, con el riesgo de que no implementaran acciones eficaces para investigar su paradero. Al mismo tiempo solicitaron medidas de protección para las jóvenes con el fin de evitar algún daño irreparable.
Rosalinda, su amiga y el joven menor de edad se las ingeniaron para planear su huida. El miedo no las paralizó. Se armaron de valor y se unieron a otras dos personas jornaleras, que escogieron el momento más oportuno para escapar del campo. milagrosamente lograron burlar la vigilancia de la gente armada. Caminaron varias horas hasta topar con la carretera federal para abordar el primer camión que pasó rumbo a Hermosillo. Al cerciorarse que nos las seguían y que se encontraban fuera del área que controlaban estos personajes siniestros, establecieron contacto con sus familias para encontrarse en la Ciudad de México. Lograron salvar su vida por su cuenta y riesgo, sin que las autoridades hayan intervenido. La misma investigación que se interpuso en Ayutla, fue de mero trámite, porque no implementaron medidas que ayudaran a ubicar a las jóvenes y solicitaran la intervención de las autoridades de Sonora para ponerlas a salvo. La muerte era inminente porque habían sido reconocidas de que estuvieron presentes cuando los sicarios del campo asesinaron algunos jornaleros. Para sobrevivir tuvieron que soportar los malos tratos que les dieron y mantenerse cautivas en espera de un desenlace fatal.
El clima de inseguridad que se ha extendido en varios campos agrícolas, a causa de la disputa territorial que protagonizan organizaciones criminales, está cobrando vidas de jornaleros y jornaleras agrícolas, que llegan con la ilusión de trabajar para ganar un sueldo y así sobrevivir lejos de sus comunidades. Es muy grave la ausencia de las instituciones encargadas de supervisar los campos agrícolas, de regularizar su funcionamiento y asegurar que los trabajadores y trabajadoras no se encuentren sometidos ni amenazados por los patrones y por grupos de la delincuencia organizada. Los campos agrícolas son también los campos de batalla, donde la delincuencia está tomando el control para agenciarse negocios de las agroindustrias. En esta disputa a muerte, el negocio de la trata de personas se expande, tomando como rehenes a hombres y mujeres indígenas que viajan cientos de kilómetros, debido a que no hay condiciones laborales dignas dentro de sus comunidades. Los programas del gobierno federal han descuidado a la población jornalera, porque sólo registran a las personas que encuentran en sus hogares, excluyendo a centenas de familias que deambulan durante todo el año en varios campos agrícolas de la república, donde la delincuencia los ha tomado por asalto o los mismos patrones han tomado la decisión de aliarse con un grupo de la delincuencia para proteger sus campos y mantener esclavizadas a las familias indígenas jornaleras. Ante la expansión del crimen organizado los campos agrícolas son los territorios en disputa, donde la población indígena jornalera se encuentra en total desamparo ante la indolencia de las autoridades.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, para la Alianza Campo Justo.
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